Jehová había designado por sus nombres a los que tendrían la responsabilidad de repartir la tierra entre las tribus (Números 34:16-29). Aquí los hijos de Judá se adelantan para recibir su porción, y Caleb toma la palabra. Estuvo esperando este momento durante más de cuarenta años. Sin quejarse por un castigo que él personalmente no había merecido, anduvo por el desierto con el pueblo, sostenido por su esperanza. Se había apoyado en las promesas de Dios y ahora las recuerda a Josué. “Dame, pues, ahora este monte, del cual habló Jehová” (v. 12). ¡Qué ejemplo más estupendo de la perseverancia en la fe! Pero además hay otra cosa que admirar en ese hombre: “Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora”, dice (v. 11). Su fuerza no ha menguado. A los ochenta y cinco años es tan fuerte como a los cuarenta. ¿Cuál era su secreto? Isaías 40:31 nos lo revela:
Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas… caminarán, y no se fatigarán.
Mediante esta fuerza divina, Caleb, por su edad un anciano, mas por su vigor un hombre joven, tomará a Hebrón y abatirá la fuerza humana de los famosos anaceos, aquellos gigantes que en el pasado habían espantado tanto al pueblo. Sí, “bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas… Irán de poder en poder” (Salmo 84:5-7).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"