Abram entra en el país de Canaán con Lot, su sobrino. Pero el hambre sobreviene y, sin esperar esta vez las instrucciones divinas, el patriarca desciende a Egipto. Observemos en lo que acaba su falta de dependencia: niega a su mujer y se pone, por su mentira, en una situación crítica. Merced a esta triste página de su historia conocemos de qué es capaz el creyente más piadoso cuando abandona el lugar en el cual Dios lo ha puesto. Puede ser llevado a negar su relación con el Señor. Pedro hizo esta penosa experiencia. Al buscar la compañía de los enemigos de su Señor, había perdido todo valor para confesar su nombre (Mateo 26:69 a 75). Y nosotros, rescatados por el Señor ¿no nos da vergüenza algunas veces decir que le pertenecemos? (comp. 2 Timoteo 2:12, 13).
Para el hombre de Dios, su conducta equivoca es desastrosa, pero ¿es provechosa para el mundo? ¡Tampoco! La presencia de Sarai en el palacio de Faraón no atrae sino plagas sobre este último y sobre su pueblo. Después de que el mundo le ha lanzado un “vete” muy diferente de aquel que Jehová le había dirigido en el versículo 1, Abram vuelve a Canaán, a su punto de partida. Vuelve a encontrar su altar o, dicho de otra manera, sus relaciones con Dios, de las cuales no había podido gozar durante su estancia en Egipto.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"