En el tiempo de la primera vuelta a Jerusalén, Ciro había hecho entregar a los judíos repatriados algunos de los utensilios de la casa de Dios. Esdras y sus compañeros tampoco salieron con las manos vacías. El rey y los que le rodeaban, así como los israelitas que permanecieron en el exilio, hicieron dones para el santuario.
Con esas riquezas que podían tentar a los bandidos, la débil tropa sin escolta –pero protegida por la buena mano de Dios– llegó a Jerusalén. Su primer cuidado fue entregar el precioso depósito en manos de los sacerdotes responsables. Luego, “diligentemente”, como se les había encargado hacerlo (Esdras 7:17), ofrecen sacrificios.
Pensemos en los “talentos” que nos fueron confiados para el camino (Mateo 25:15). ¿Qué caso hacemos de todos esos dones recibidos del Señor: salud, inteligencia, memoria y, ante todo, su Palabra? A la llegada a la celestial ciudad todo será contado y pesado en la balanza del santuario (Esdras 8:33; véase también Lucas 12, fin del v. 48).
Pero, de repente, la vuelta de Esdras es ensombrecida por lo que él oye respecto del pueblo. Por eso es una escena de dolor y lágrimas a la cual asistimos ahora. “Ríos de agua descendieron de mis ojos, porque no guardaban tu ley” (Salmo 119:136).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"