Reparemos en la actitud de Esdras en este capítulo e imitémosla. Algún otro habría dirigido los más severos reproches al pueblo. Al contrario, Esdras se coloca ante Dios y se acusa tanto a sí mismo como a todo Israel. Al ofrecer doce becerros y doce machos cabríos (cap. 8:35) había refirmado la unidad del pueblo de Dios. Una consecuencia de esa unidad es justamente la común responsabilidad y el sufrimiento compartido (véase 1 Corintios 12:26). ¡Qué lección nos da ese siervo de Dios! No solo nos enseña que no debemos mostrar con el dedo las faltas de los demás cristianos, sino también que hace falta que nosotros mismos estemos avergonzados y afligidos ante el Señor. “Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti…” dice el hombre de Dios (Esdras 9:6).
Estas palabras de Esdras son conmovedoras. Oponen la misericordia del Dios de Israel a la ingratitud de su pueblo. Pero, sin dejar de sentir profundamente el peso del pecado, del cual no era personalmente culpable, Esdras no podía hacer nada para quitarlo de delante de la mirada de un Dios santo. Solo uno estaba en condición de cumplir la expiación. El Hijo de Dios, al cargar con nuestros pecados como si fueran los suyos, pudo declarar en su indecible dolor: “Me han alcanzado mis maldades…” (Salmo 40:12).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"