Moisés había pasado cuarenta años en casa de Faraón, cuarenta años en casa de Jetro en la escuela de Dios, y por último cuarenta años en el desierto, conduciendo a Israel. Al principio había tenido esa “grande visión” de la zarza (Éxodo 3:3). Luego, por la fe, se había mantenido firme“como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Con unos ojos que nunca se oscurecieron (v. 7), el hombre de Dios, al acabar su carrera, contempla el admirable panorama de la tierra de Emanuel.
Luego llega el momento cuando, según sus propias palabras en el Salmo 90:3 (V. M.), por orden de Dios el hombre vuelve al polvo. Pero Jehová honra a su querido siervo ocupándose personalmente de su sepultura (v. 6). Desde entonces Moisés forma parte de los testigos de la fe que esperan la gloria prometida, al tiempo que gozan ya de la presencia de Aquel que es su perfecta “remuneración” (Mateo 17:3). Y ¿qué es la pérdida de la tierra en comparación con tal ganancia? ¡Que cada uno de nosotros, al finalizar el estudio de los cinco libros de Moisés (o Pentateuco), haya progresado en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.
De mí escribió él (Moisés),
(Juan 5:46)
dirá Jesús a los judíos. Y, en efecto, ¿no lo hemos descubierto a él mismo a través de tantas sombras y figuras en esta rica porción de la Palabra de Dios?
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"