Siempre es la misma obra de Cristo la que presenta el sacrificio de paz. Pero esta vez es considerada bajo el aspecto de la comunión, del gozo y de la paz que proporciona. Jesús no vino solamente para glorificar al Padre en su vida (la ofrenda vegetal), en su muerte (el holocausto) y para expiar los pecados (los sacrificios del cap. 4). También vino para colocarnos en una relación nueva de comunión con Dios. Nuestro querido Salvador no se conformó solo con liberarnos del juicio eterno. Quiso hacernos felices y eso desde ahora. Como en los otros sacrificios, la grosura se guardaba para Jehová y se quemaba sobre el altar. Es emblema de la energía interior, de la voluntad que gobierna al corazón. En Jesús esta energía era enteramente para Dios. Su voluntad era hacer exclusivamente aquello que complacía a su Padre (Juan 6:38; 8:29). Semejante sacrificio no podía ser sino de olor grato, sumamente agradable para Dios (v. 5, 16). ¡Qué privilegio para nosotros que conocemos a Jesús compartir con el Padre un mismo “pan” (v. 11, 16) y estar invitados a su mesa para compartir su gozo y sus pensamientos con respecto a su muy amado Hijo!
Nuestra comunión –dice el apóstol Juan– verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo
(1 Juan 1:3).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"