Después de haber entreabierto el velo sobre el estado eternal (v. 1-8), el Espíritu vuelve atrás, al período del reinado de Cristo. Nos presenta una ciudad que no es más Roma o Babilonia, sino la santa Jerusalén, “la desposada, la esposa del Cordero”. Toda esta descripción es simbólica. Nuestros actuales sentidos no pueden percibir, ni nuestros espíritus concebir, lo que pertenece a la nueva creación (1 Corintios 13:12). Por ejemplo: ¿Cómo explicar a un ciego de nacimiento lo que son los colores? Por esto, Dios toma lo más hermoso y escaso que hay en la tierra –el oro, las piedras preciosas– para darnos una noción de lo que nos reserva el cielo. Su fulgor y su muro de jaspe (v. 11, 18) nos hablan de la manifestación de las glorias de Cristo en la Iglesia y por medio de ella (4:3). Ésta es iluminada por la luz que brilla en la lumbrera: la gloria de Dios «concentrada» en el Cordero (v. 23). A su vez, la santa ciudad irradia esa divina luz para provecho de la tierra milenaria (v. 24). Es lo que sugiere Juan 17:22: “La gloria que me diste, yo les he dado… Yo en ellos y tú en mí… para que el mundo conozca…”.
¿Y cómo entraría alguna “cosa inmunda” en el lugar donde el Señor mora? (v. 27; léase 2 Corintios 7:1).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"