Pedro empieza esta segunda epístola recordando a los creyentes lo que han alcanzado “una fe” muy preciosa (v. 1), “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad” (v. 3), “preciosas y grandísimas promesas” (v. 4). Nuestra fe, que se apodera de lo que Dios da, no debe permanecer inactiva. Es necesario que esté acompañada por la energía, llamada la virtud, a fin de llegar al conocimiento (vocablo característico de esta epístola). Al mismo tiempo, para guardar la plena disposición de nuestras fuerzas, es indispensable la templanza (o el dominio propio); luego la paciencia que sabe perseverar en el esfuerzo. En este “clima moral” se desarrollarán nuestras relaciones:
1° con el Señor: la piedad;
2° con nuestros hermanos: el afecto fraternal;
3° con todos: el amor.
Estos siete complementos de la fe forman un todo, como los eslabones de una cadena. Cuando faltan, eso acarrea consecuencias dramáticas en la vida de un creyente: ocio, esterilidad y miopía espiritual. No ve lejos; su fe no alcanza a distinguir en el horizonte la ciudad celestial, meta del peregrinaje cristiano (comp. Hebreos 11:13-16). Ya las puertas eternas se han alzado para Cristo, “el Rey de gloria” (Salmo 24:7, 9). ¡Que él mismo nos conceda, al seguirle, una amplia y generosa entrada en su reino eterno!
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"