El gran misterio de la piedad ha sido menospreciado por muchos. Algunos han quitado lo que les molestaba. Otros han agregado prácticas legales o supersticiones. El “buen ministro” se nutre de “la buena doctrina” (v. 6; véase cap. 1:10; 6:3). Entonces estará en condiciones de enseñar a los demás (v. 11, 13). La piedad es una virtud para la que uno se ejercita (en griego “gymnazô”, de donde viene nuestro vocablo gimnasia). Uno se adiestra para la piedad. El ejercicio corporal, el deporte, es útil para la salud de nuestro cuerpo: poca cosa en comparación con los progresos del alma a los que lleva la práctica cotidiana de la piedad. Notemos que es necesario ejercitarse uno mismo, pues nadie puede vivir de la piedad de otro. Con esta condición, el joven Timoteo podría ser un “adiestrador” para otros (véase Tito 2:7): un modelo en palabras, confirmado por la conducta, cuya inspiración es el amor, el cual a su vez es esclarecido por la fe, la que finalmente es preservada por la pureza (v. 12). ¿Y cómo se ejercita uno para la piedad? Ocupándose en las cosas divinas y entregándose por completo a ellas. La debilidad de nuestro testimonio a menudo proviene del hecho de que nos dispersamos en demasiadas direcciones. Seamos los campeones de una única causa: la de Cristo (véase 2 Corintios 8:5). Así haremos progresos evidentes para todos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"