Conocimos a Timoteo en el capítulo 16 de los Hechos. Los vínculos de Pablo con su “verdadero hijo en la fe” eran preciosos. Sin embargo, le escribe en calidad de apóstol para subrayar la autoridad que le confiere. A ese joven discípulo se le confía una tarea difícil: mandar a cada uno cómo debe conducirse en la iglesia (1 Timoteo 3:15). El propósito de este mandamiento era el amor (v. 5). Así como los tribunales no son para la gente honesta, la ley no concierne más a los que son justificados. Lo que les conviene de ahí en adelante es el amor, cuya fuente está en Dios. Este amor ha sido derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo (Romanos 5:5). Pero para que no permanezca en nosotros como agua estancada, para que nos atraviese y sea provechoso para los demás, ningún conducto debe estar obstruido. El amor emana de un “corazón limpio”: libre de todo ídolo; proviene de una “buena conciencia”: la que no tiene nada que reprocharse (véase Hechos 24:16); de una “fe no fingida”: exenta de toda forma hipócrita (2 Timoteo 1:5). Si estas condiciones no se cumplen, nuestro cristianismo no será más que “vana palabrería” (1 Timoteo 1:6).
¡Cuán brillante es el contraste entre la ley que maldice al pecador y la gracia que lo transporta al goce de la gloria y de la felicidad de Dios!
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"