El imperio de la «cabeza de oro» pasó en una sola noche. Daniel, presente en sus comienzos, también asistió a su caída 70 años más tarde. Y volvemos a hallar al profeta, anciano de casi 90 años, dominando los acontecimientos y las personas. No le impresiona más el esplendor humano que su derrumbe. Aunque extranjero (tanto en el sentido moral como en el propio) sirvió con la misma conciencia al vanidoso Nabucodonosor, al mundano Belsasar y ahora al débil Darío (comp. 1 Pedro 2:18). Esa fidelidad le vale la confianza del soberano y la envidia de sus colegas. Estos conspiran contra él, y el rey, inducido en error por su hipócrita gestión, firma un irrevocable decreto. Pero Daniel, por más buen servidor que sea, no puede someterse a él. Fue necesaria esa inicua conspiración para que nos enteremos de que el hombre de Dios tenía una santa costumbre: tres veces al día se arrodillaba en su habitación para invocar a su Dios (léase 1 Reyes 8:48, 50; Salmo 55:17).
Queridos amigos, podemos ponernos de rodillas tanto como lo deseemos sin ser inquietados. Usemos de este privilegio para hallar en él, como Daniel, la oculta fuente de la fuerza y de la sabiduría.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"