Pese a la solemne advertencia que Dios le dirigió en Bet-el, Jeroboam perseveró en su camino de iniquidad. Entonces Jehová le habla una segunda vez por medio de la enfermedad de su hijo Abías. Constatamos que el rey no busca socorro junto a su becerro de oro, reconociendo así su total impotencia. Se vuelve hacia Ahías, el profeta que en otros tiempos le había anunciado la realeza (comp. Ezequiel 14:3). ¿Hizo, pues, un examen de conciencia? ¡Obviamente, no! El fraude que emplea, junto con su mujer, prueba que en su corazón no hay ninguna verdadera humillación. Pero, ¡qué locura pensar que Dios puede ser engañado! Apenas pasó el umbral de la puerta, la reina fue desenmascarada. En lugar de las agradables palabras que otrora Jeroboam había oído de la boca del varón de Dios, la desdichada mujer le trae un espantoso mensaje. En ese mismo momento el joven Abías muere. Quizá digamos: ¿Por qué Jehová no dejó vivir a este niño en quien había hallado algo bueno? Precisamente porque quería retirarlo de tan mal ambiente y tomarlo junto a él. ¡Qué suerte incomparablemente mejor! (Isaías 57:1-2).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"