En Corinto existía otro desorden. Algunos hermanos habían llegado a llevar sus litigios ante los tribunales de este mundo. ¡Qué triste testimonio! El apóstol Pablo reprende tanto al que no soportó la injusticia como al que la cometió. Luego examina los principales vicios corrientes entre los paganos y declara solemnemente que no es posible ser salvo y seguir viviendo en la iniquidad.
“Y esto erais algunos”, concluye. Pero, he aquí lo que Dios ha hecho: “Habéis sido lavados… santificados… justificados” (v. 11). Y esto, ¿para que os mancilléis de nuevo?
Excepto el pecado, nada me está prohibido… pero si me descuido, todo puede dominarme (v. 12). «El mal no está en las cosas en sí mismas, sino en el amor del corazón por las cosas» escribió alguien.
Los versículos 13 a 20 tienen que ver con la pureza. Que sean grabados especialmente en el corazón del joven creyente, quien sin duda está más expuesto a las tentaciones carnales. Su propio cuerpo no le pertenece más. Dios lo ha rescatado –¡y a qué precio, no lo olvidemos!– a fin de hacer de él, para Cristo, un miembro de Su cuerpo (v. 15) y, para el Santo Espíritu, un templo que debe ser santo como lo es su divino Huésped (v. 19).