Ahora el apóstol aborda un tema muy penoso. Además de las lamentables divisiones, en la iglesia de Corinto había un grave pecado moral, el cual, aunque había sido cometido por un solo individuo, mancillaba a la iglesia entera (comp. Josué 7:13). Esa “levadura” de maldad, que habría tenido que sumergir a los corintios en el dolor y la humillación, no impedía su “jactancia”. Es como si un hombre afectado por la lepra fingiese ignorar su enfermedad y ocultase sus llagas debajo de suntuosas vestimentas. El apóstol reclama de parte del Señor la sinceridad y la verdad (v. 8). No vacila en poner al descubierto ese mal, sin miramientos. Previamente a cualquier servicio y profesión cristiana, es menester que la conciencia esté en orden. Y la santidad exige que los creyentes se abstengan del mal, no solo en su propio andar, sino también que se mantengan separados de personas que viven en el pecado, aunque luzcan el título de hijos de Dios (v. 11). ¿Cuál es el gran motivo por el que, tanto individual como colectivamente, debemos guardarnos de toda comunión y liviandad con respecto al mal? No es nuestra superioridad sobre los demás, sino el infinito valor del sacrificio de Aquel que expió nuestros pecados (v. 7).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"