En un último lamento, el “remanente” del pueblo describe su triste y humillante estado sin esconder nada. No solo sus padres (v. 7), sino ellos mismos pecaron y soportan el castigo correspondiente (v. 16). A este punto debe llegar tanto un inconverso como el creyente que ha caído en falta. Es de esperar que por experiencia todos conozcamos ese penoso trabajo de Dios en nuestra conciencia, demasiado a menudo obstaculizado por nuestro orgullo. Pero, a diferencia de los afligidos de este capítulo (v. 22), en el momento en que confesamos nuestros pecados sabemos que Dios ya nos perdonó en virtud de la obra de Cristo.
Empero, estos versículos –como todo el libro, por lo demás– colocan especialmente ante nosotros el aspecto del pecado colectivo. Y pensamos también en el mal que invadió a la Iglesia como levadura, en la mundanería, en la ruina que ello provocó y cuyos efectos morales son tan lamentables como el cuadro de este capítulo. ¡Ay! si nos preocupamos por la gloria del Señor, no podremos quedar indiferentes ante un estado de cosas tan desolador. Es de desear que tengamos corazones verdaderamente humillados, pero también confiados en un Dios que no cambia nunca (v. 19).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"