El conjunto de la visión del profeta se presentaba como un aterrador carro constituido por varios pisos. Sus ruedas, particularmente espantosas, iban y venían sobre la tierra de una manera que podía parecer arbitraria. Pero su movimiento dependía de los seres vivientes y estos iban “donde el espíritu les movía que anduviesen” (v. 20).
Esas ruedas son un símbolo del gobierno de Dios, o de su providencia. Los acontecimientos del mundo son dirigidos por su Espíritu –el que sopla de donde quiere (Juan 3:8)– y no por casualidad, como lo pretenden muchas personas que se rehúsan a mirar a lo alto. Ven “las ruedas”, pero no a Aquel que las anima. El profeta, conducido por el Espíritu, levanta los ojos y va a contemplar la parte más maravillosa de la visión (v. 26 y sig.) Encima de las ruedas, de los querubines y de la expansión, descubre la semejanza de un trono y también “una semejanza que parecía de hombre sentado sobre él”.
Así nos enteramos con el profeta de que el mundo está gobernado según la voluntad y el propósito de un hombre en la gloria: Cristo mismo, irradiando divino esplendor.
Ante esa extraordinaria visión, Ezequiel se postra sobre su rostro (comp. Apocalipsis 1:12-17).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"