Este capítulo 32 se abre sobre acontecimientos particularmente críticos. Jerusalén, sitiada por el ejército babilónico, está viviendo los últimos días de su independencia. Para hacer callar a Jeremías, acusado de socavar el ánimo de los asediados, el rey tuvo la precaución de encerrarlo en la cárcel del palacio. Pero el cautiverio del profeta no impide que la palabra de Jehová llegue hasta él. Tampoco le impide que, conforme a las instrucciones que recibe, compre el campo de su primo Hanameel por medio de su fiel Baruc, mencionado aquí por primera vez. En semejante momento ese acto tiene un significado evidente y público. Pese a saber por medio de la palabra de Jehová que la ruina es inminente e inevitable, Jeremías muestra su fe en la misma Palabra divina, según la cual la restauración de Israel se cumplirá más tarde con toda seguridad (cap. 31). La situación personal del profeta no tiene solución (¿para qué puede servirle un campo a un prisionero?), la del pueblo es desesperada; humanamente hablando, Jeremías no tiene nada que esperar de sus compatriotas ni de los enemigos caldeos. Pero, contra toda esperanza, él cree con esperanza (véase Romanos 4:18). Y ese campo que él compra da testimonio de ello ante todos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"