Pocas porciones del Antiguo Testamento traducen el amor de Dios de manera más conmovedora que estos versículos 1 a 14. La grandeza de ese amor incondicional, que se expresa para con seres que no tenían nada de amables, es puesta en evidencia por medio de nuestro alejamiento. “Desde lejos Jehová me apareció” (v. 3, V. M.) Pensemos en todo el camino que recorrió el Hijo de Dios para venir hasta nosotros. El amor del Dios eterno es un amor eterno. Es su misma naturaleza (1 Juan 4:8, 16). Y cada creyente es personalmente el objeto de ese amor desde la eternidad pasada.
Al patético llamado del capítulo 3:4: “Padre mío, guiador de mi juventud”, ahora Jehová puede responder: “Soy a Israel por padre” (v. 9). Será sensible a las lágrimas de su pueblo, al que en otro tiempo “redimió de mano del más fuerte que él” y lo juntará “como el pastor a su rebaño”.
Estos versículos nos recuerdan a cada uno de nosotros, una bendita verdad. Dios nos ama no solo cuando nos colma de gracias visibles (como lo hará con su pueblo terrenal según las magníficas declaraciones de los v. 7-14).
En nuestros más sombríos momentos, aun cuando por nuestra culpa hayamos perdido el gozo de su comunión, él nunca deja de pensar en nosotros.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"