Para tener la conciencia limpia, el mundo mezcla fácilmente la religión con la búsqueda de sus comodidades y de sus satisfacciones (comp. Éxodo 32:6). Como aquel hombre que, con la misma madera, enciende un fuego, cuece panes, se calienta… y talla un ídolo. Esta burlona descripción basta para probar la locura de semejante culto. En lugar de adorar al que le creó, el insensato se prosterna ante un vulgar leño, un objeto inerte, salido de sus propias manos.
Los versículos 9 a 20 están llenos de la actividad del hombre. Hace esto, hace aquello. Se prodiga sin medir su fatiga y todo con una trágica ilusión, porque “de ceniza se alimenta” y no libra su alma (v. 20).
Mas, a partir del versículo 21, hallamos lo que Dios hace… “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados… yo te redimí”. Así como el viento barre en un momento el cielo más nuboso, con su poderoso soplo Dios disipa todo lo que se ha acumulado entre Él –quien es luz– y nuestra alma. Al igual que la tierra precisa de la luz del sol, nuestra alma necesita esta luz divina. El que “extendió los cielos y la tierra” y formó al hombre, hará también lo que sea necesario para la restauración de su pueblo… y para la salvación de todo aquel que cree.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"