El día de la ruina
En los anteriores fascículos de esta serie hemos tratado de considerar básicamente a la Iglesia tal como Dios la estableció en el principio. Hemos conocido a través de las Escrituras su naturaleza y su orden y cómo tendría que funcionar de acuerdo a los pensamientos divinos. Hemos considerado también a la Iglesia en su carácter universal y en su aspecto local. Al hacer esto hemos visto también lo que debería caracterizar a una asamblea local de creyentes reunida según las Escrituras. Pero no nos hemos detenido ahí. Hemos tomado en cuenta también las características de una asamblea local en cuanto a sus relaciones con asambleas de otras partes. Hemos notado aquí y allá cuán grandemente la cristiandad se ha apartado del diseño original de la Iglesia establecido en un principio por Dios. Hemos notado frecuentemente que la Iglesia que profesa ser cristiana está en un estado de ruina general, descomposición y desorden1 . Consideraremos ahora a la Iglesia en el día de la ruina. Veremos también cuál es la senda de Dios para el creyente en medio de tal estado.
La ruinosa condición de la Iglesia y su alejamiento de la Palabra de Dios fueron profetizados en el Nuevo Testamento. Ya se habían iniciado en los días de los apóstoles. Este estado de ruina es irremediable e irá de mal en peor hasta que al fin el Señor tenga que hacer dos cosas: primero, llevar consigo al cielo a los verdaderos creyentes, su Esposa, y segundo, vomitar de su boca a la falsa Iglesia y ejecutar juicio sobre ella (véase Mateo 25:10-12; Apocalipsis 3:16; 18:1-10; 19:11-21).
Las Escrituras no alientan ninguna posibilidad de que la Iglesia en la tierra retorne a su original estado de pureza, unidad y poder espiritual. Al contrario, señalan que terminará en la apostasía e idolatría más grandes: la de la gran Babilonia y la del anticristo (Apocalipsis 17 y 2 Tesalonicenses 2:1-12). Por lo tanto, el deber del verdadero cristiano en el día de la ruina no es procurar la restauración de la Iglesia para volverla a su estado inicial. Por el contrario, le conviene reconocer delante de Dios, con dolor y humillación, la verdadera condición de ella. Su condición es de ruina y de claudicación. Éste es el estado de la Iglesia de la cual todos los cristianos formamos parte. Luego de reconocerlo así, el creyente debe combatir enérgicamente por la fe, andando en santidad y amor.
- 1Cuando hablamos de la Iglesia profesante (o Iglesia que profesa ser cristiana) nos referimos a todo lo que exteriormente reconoce el nombre de Cristo. Abarca lo que es de Dios y, por consiguiente, genuino, como así también lo que lo es sólo de nombre.