Prefacio
La idea de ofrecer una interpretación del lenguaje simbólico del Apocalipsis no es nueva, ya que muchos llamaron la atención sobre su indiscutible utilidad; pero, vista la imposibilidad de definir un símbolo mediante una fórmula, esta interpretación presentaba numerosas dificultades.
Ahora bien, el símbolo mismo, en virtud de su alcance ilimitado –porque representa todo el pensamiento de Dios acerca de un tema dado– escapa necesariamente a nuestra interpretación limitada. Sin embargo, generalmente esto no ocurre con los elementos figurativos que lo constituyen. Estos elementos pueden ser explicados en la mayoría de los casos, de manera que podamos comprender mejor la idea de conjunto que el Espíritu de Dios nos presenta.
Un solo ejemplo bastará para darnos cuenta de lo que acabamos de enunciar. No necesitaríamos un símbolo para saber lo que es un trono. Aparte de su significado material es, para todo el mundo, el emblema del gobierno real.
Hasta aquí, nada más simple; pero, al abrir Apocalipsis 4, hallamos un trono situado en el cielo, con un misterioso personaje sentado en él. Este trono es como el centro de una rueda cuya circunferencia está formada por un arco iris de un solo color. Veinticuatro tronos, como los rayos de esta rueda, parten del trono central. Otros personajes, diferentes del primero, los ocupan. Del trono central salen relámpagos, truenos y voces; delante de él arden siete lámparas de fuego y más allá se extiende un mar de vidrio. Cuatro seres vivientes, que forman parte del mismo trono, están situados en medio y alrededor de él. Su carácter común, su lenguaje y su aspecto individual nos son descritos. En el mismo centro del trono distinguimos (cap. 5) un león que es un Cordero.
Todos estos rasgos reunidos forman el trono simbólico. Nuestra inteligencia espiritual –imperfecta y limitada– es incapaz de sondear o dominar ese símbolo, puesto que, siendo divino, este la supera; pero la interpretación de sus diversas partes nos permite percibir algo del ilimitado significado del mismo, y ello es lo que deseamos hacer con la ayuda del Espíritu de Dios y bajo su dependencia.
Agreguemos aquí una observación de importancia capital. La interpretación del lenguaje simbólico no es de manera alguna voluntaria ni debe quedar librada a las especulaciones de la inteligencia humana. La Palabra de Dios, la que se basta siempre a sí misma, forma el punto de partida y la base de tal interpretación. Los errores en que se ha incurrido tuvieron siempre su origen en un imperfecto conocimiento de las Escrituras. Por consiguiente, creemos necesario ofrecer, en cada caso particular, una selección de pasajes de los que deriva nuestra exposición. El número de estos aumenta o disminuye según la importancia del asunto.
Entre las dificultades que se presentan a cada paso, hay una cuyo valor no podía ser pasado por alto: así como el símbolo no puede limitarse a la interpretación de una palabra aislada, esta verdad es aplicable también, aunque no tan a menudo, al lenguaje simbólico. Para convencerse, basta tomar el primer término de nuestro primer capítulo. La palabra ángel tiene un significado muy distinto del término su ángel; es, pues, este último el que se trata de definir. Esto nos obliga a menudo, en nuestra interpretación, a citar una frase entera. El lector deberá sacar de tal hecho una conclusión, toda vez que este trabajo, ya imperfecto por la insuficiencia de su autor, es necesariamente incompleto por la cantidad de pensamientos accesorios que vienen a añadirse a un pensamiento en apariencia de lo más simple.
No obstante, confiamos en que el Señor bendecirá esta pequeña obra, tornándola útil para aquellos que, avivados ante los peligros del tiempo presente, desean tomar la “lámpara profética” para ser guiados en medio de las crecientes tinieblas.