Introducción
Las presentes cartas fueron dirigidas, en 1857, a una asamblea1 de cristianos con los cuales el autor mantenía estrecha relación, tanto por su ministerio entre ellos como por el afecto que les tenía. Esto le alentó para tratar libremente con ellos temas de trascendente interés mutuo.
Repetidas veces, desde entonces, se le pidió que publique dichas cartas; pero siempre se negó a ello, temiendo que lo conveniente a determinada asamblea –en razón de su estado espiritual– no se adaptase a las necesidades de otras asambleas cristianas cuya condición fuese diferente.
Temía, además, hasta aparentar el deseo de ocupar, entre sus hermanos en general, una posición que no se habría permitido en su propia localidad, pese a que le era gozosamente concedida por aquellos entre quienes había tenido el privilegio de trabajar para el Señor.
Ambos reparos se desvanecieron, de hecho, al enterarse él de que unas copias manuscritas de las presentes cartas eran difundidas en varios lugares, publicidad velada que podía, con razón, dar lugar a muy graves objeciones. Las facilidades que semejante modo de circulación brinda a la difusión clandestina de mortíferos errores bastan, por cierto, para despertar el celo de difundir la verdad en aquellos que han de cuidar de las almas.
Éste, pues, es el motivo por el cual las presentes cartas se han llegado a imprimir. De esta manera, su difusión ha sido pública y sus aserciones podrán someterse al crisol de la santa Palabra de Dios.
Años de variadas experiencias del autor han contribuido a arraigar y fortalecer la convicción de que tanto la conducta como la posición señaladas en estas cartas corresponden al pensamiento de Dios, cualesquiera que hayan sido las faltas de los hombres que las adoptaron. Lo que precisamos es paciencia, fe en el Dios vivo, amor hacia Cristo, verdadera sumisión al Espíritu, un diligente estudio de la Palabra y una dependencia mutua en el temor del Señor.
Tales como son, van recomendadas a la bendición de Dios y a la conciencia de los santos.
- 1Los términos «iglesia» y «asamblea» son equivalentes. Serán usados en estas páginas indiferentemente. El de «asamblea» tiene la ventaja que su forma recuerda sin cesar su significación, más frecuentemente perdida de vista con la palabra «iglesia». Por otra parte, este último término puede prestarse al equívoco, por cuanto es reivindicado por denominaciones religiosas particulares.