Sobre el culto y el ministerio por el Espíritu

Cinco cartas

Observaciones sobre la dependencia mutua de los santos en las reuniones de edificación, y sobre otros temas

Amadísimos hermanos:

En esta carta, mis observaciones serán más deshilvanadas que en las cartas anteriores. Tengo el propósito de hacer énfasis sobre diversos puntos que no podían fácilmente figurar entre los temas que he tratado anteriormente.

En primer lugar, permítanme recordarles que todo cuanto se hace en una reunión de edificación mutua debe ser fruto de la comunión. Quiero decir que, si voy a leer un capítulo de la Palabra, no tengo que hojear mucho tiempo mi Biblia para hallar en ella la porción que conviene leer. Pero admitiendo que conozco más o menos esta Palabra, es preciso que el Espíritu de Dios me haya indicado la porción bíblica que debo leer. Asimismo, si se trata de cantar un himno, no lo indicaré por haberme dado cuenta de que ha llegado el momento de cantar y entonces haber buscado en mi himnario un cántico que me gusta. Por el contrario, es preciso que, en la medida que conozco el himnario, el Espíritu de Dios me haya recordado un cántico y me haya guiado a indicarlo. Ver o imaginarse a media docena de hermanos hojeando sus himnarios y sus Biblias para buscar porciones y cánticos aptos, va esencialmente en contra del verdadero carácter de una reunión de edificación mutua en la dependencia del Espíritu Santo. Puede ocurrir, desde luego, que, debido a un imperfecto conocimiento de mi Biblia, tenga que buscar el capítulo que el Espíritu me haya indicado para leer, e igualmente cuando se trata de un cántico. Pero está claro que éste es el único propósito que se debe tener al hojear uno u otro de estos libros en una reunión hecha sobre el principio de la dependencia del Espíritu Santo para mutua edificación.

En segundo lugar, en caso de ser bien comprendido lo que acabamos de decir, ocurriría, como lógica consecuencia, que al ver a un hermano abrir su Biblia o su himnario, uno sabría que lo hace con el propósito de leer una porción de la Palabra o de indicar un himno. El pasaje:

Así que, hermanos míos, cuando os reunís a comer, esperaos unos a otros
(1 Corintios 11:33)

impediría entonces que cualquier otro hermano tuviera la idea de actuar en la reunión hasta que aquel que hubiera manifestado así su deseo de leer, etc., lleve a cabo ese propósito o renuncie a él. Esto me lleva al tema de la dependencia mutua, sobre el cual será bueno meditar un momento.

En este capítulo (1 Corintios 11) no se trata del ministerio, sino del modo de tomar la Cena del Señor. El tema del ministerio se presenta en el capítulo 14; pero la raíz moral del desorden era la misma en ambos casos. Los corintios no discernían el Cuerpo, de manera que cada cual atendía sus propias necesidades: “Porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena”. El resultado era el siguiente: “Uno tiene hambre, y el otro se embriaga”. El principio del egoísmo producía allí frutos tan visibles y tan monstruosos que ofendían hasta los sentimientos naturales.

Pero si al ir a las reuniones y estando en ellas no hago más que pensar en el capítulo que leeré o en el cántico que indicaré –en una palabra, en la parte que tomaré en el culto– el «yo» será, en las cosas espirituales, el eje sobre el cual girarán mis pensamientos y mis preocupaciones, del mismo modo que si, a semejanza de los corintios en las cosas materiales, hubiera traído una cena y la comiese mientras un hermano pobre, que no hubiera podido procurarse una, tendría que marcharse en ayunas. Nos reunimos según la unidad del solo cuerpo de Cristo, vivificado, animado, enseñado y gobernado por el solo Espíritu; y desde luego que, al reunirnos así, el pensamiento de nuestros corazones no debería estar puesto ni en la cena que debo comer, ni en la parte que tengo que tomar en la reunión, sino en la bondad y en la gracia admirable que nos ha confiado a la custodia del Espíritu Santo, el cual, si esperamos humildemente en Él, no dejará de indicar a cada uno el lugar y la acción que conviene, sin que haya la menor preocupación en nosotros a este respecto. Cada cristiano no es sino un miembro del Cuerpo de Cristo, y si los corintios hubieran discernido y realizado esto, ciertamente aquel que tenía con qué cenar habría esperado a aquellos que no tenían para compartirla con ellos.

Del mismo modo, si mi alma reconoce esa preciosa unidad del Cuerpo y el humilde lugar que ocupo en él como uno de sus miembros, me guardaré de obrar en la asamblea con una precipitación que pudiera impedir hacerlo a otros santos. Y si siento que debo hablar de parte del Señor, o que Él me llama a algún servicio, siempre me acordaré que otros pueden también tener algo que decir, que pueden haber recibido el mismo llamamiento, y les dejaré tiempo para actuar. Sobre todo, si veo a un hermano que tiene su Biblia abierta para leer una porción o su himnario abierto para indicar un himno, esperaré a que lo haya hecho en vez de apresurarme e impedirle que lo haga. Estas palabras “esperaos unos a otros” pueden aplicarse tanto a esto como a la fracción del pan; y en el capítulo 14 vemos que, cuando los profetas hablaban en la asamblea por revelación inmediata, debían someterse unos a otros, de tal manera que, incluso cuando uno de ellos hablaba, si otro sentado recibía una revelación, el primero debía “callar”. Además, si, como ya lo dijimos, reconocemos el sitio que tenemos en el Cuerpo y la unidad de éste, el alcance general y moral de esta palabra: “Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar” (Santiago 1:19) nos enseñará a esperarnos unos a otros.

En tercer término debo recordar que el propósito de nuestra reunión es la edificación. Sobre esto insiste el apóstol en 1 Corintios 14. En el capítulo 12 tenemos el Cuerpo de Cristo sometido a Él como a su Señor, y siendo testigo en esta tierra de tal soberanía de Cristo, en virtud de la morada y de la acción del Espíritu Santo, quien reparte sus dones de gracia a cada uno en particular, según Él lo quiere. Este capítulo termina dando la lista de los dones: apóstoles, profetas, etc., a los cuales Dios ha colocado en la Iglesia en sus diversos lugares para utilidad y servicio de todo el Cuerpo. Somos exhortados a desear ardientemente los mejores dones, pero, al mismo tiempo, en el capítulo 13 se hace alusión a un camino más excelente, es decir, la caridad o el amor, sin el cual los dones más maravillosos nada son. Éste debe regular el ejercicio de todos los dones a fin de que ellos resulten verdaderamente para edificación. Es el tema del capítulo 14.

El don de lenguas era el más maravilloso a ojos de los hombres, y a los corintios les gustaba ostentarlo. En vez del amor que buscara la edificación de todos, imperaba la vanidad de querer alardear de sus talentos. Éstos eran realmente dones, dones del Espíritu, y aquí, amados hermanos, consideremos seriamente que el poder del Espíritu manifestado en los dones para el servicio puede verse separado de la dirección viva del mismo Espíritu en el ejercicio de dichos dones. Esta dirección sólo se manifestará allí donde el «yo» esté crucificado, allí donde Cristo sea todo para el alma. El propósito del Espíritu Santo no es el de glorificar a los pobres vasos de barro que contienen los dones, sino el de glorificar a Cristo –de quien proceden estos dones– por medio de la edificación de todo el Cuerpo, posibilitando que quienes los recibieron los usen con gracia, humildad y abnegación.

¡Cuán hermosa es esta abnegación en el apóstol Pablo! Si bien poseía todos los dones, ¡con qué sencillez de corazón buscaba no ostentarlos, sino exaltar a su Señor y edificar a los santos! “Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros; pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lenguas desconocidas”. Con cuánto poder salen de la pluma de este hombre estas palabras del Espíritu Santo: “Hágase todo para edificación”. “Así también vosotros; pues que anheláis dones espirituales, procurad abundar en ellos para la edificación de la iglesia”. Además, para ser fiel, todo siervo debe obrar según las instrucciones de su señor. De ahí la importancia del asunto sobre el cual hice tanto énfasis en mi última carta, a saber: que si actúo en la asamblea de los santos, tan sólo será con la plena, seria e íntima convicción, delante de Dios, de que lo hago según su voluntad actual: “Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12:3).

La medida de fe que me ha dado Dios debe ser la medida de mis actos; Dios, al dar a sus siervos la medida de fe necesaria, cuidará de que sepan lo que deben hacer. Así, pues, sólo la firme y sincera convicción de que tal es la voluntad de Dios puede autorizarme a obrar como su siervo, en la asamblea e incluso por doquier. Sin embargo, como se puede abusar de este principio, Dios ha puesto un freno en la asamblea: “Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen” (1 Corintios 14:29). A mí me toca, en primer lugar, juzgar y saber si el Señor me llama a hablar o a obrar en la asamblea, pero, una vez que haya obrado o hablado, les toca a mis hermanos juzgar y, en la mayoría de los casos, debo someterme a su juicio. En efecto, raras veces acontecerá que un siervo de Cristo se sienta autorizado a seguir obrando en las reuniones cuando su acción sería desaprobada por sus hermanos. Si Dios me llama a orar o hablar en las reuniones, si mi convicción de ser llamado a esto procede verdaderamente de Él, es evidente que le será tan fácil disponer el corazón de los santos para que reciban mi ministerio y se unan a mis oraciones como le será fácil inclinar mi propio corazón para este servicio.

Si realmente es el Espíritu Santo quien me hace obrar, el mismo Espíritu que actúa en mí mora también en los santos. En el noventa y nueve por ciento de los casos, el Espíritu que está en dichos creyentes responderá al ministerio o al culto por el Espíritu de parte de cualquier hermano. Por lo tanto, si me diera cuenta de que mi actuación en las reuniones, en vez de edificar a los santos, fuese una carga y una molestia para ellos, podría sacar la conclusión de que me equivoqué al tomar esa decisión y que no había sido llamado a obrar así.

Supongamos, por otra parte, que el motivo por el cual el ministerio de un hermano no es apreciado por algún tiempo radique, no en el estado de dicho hermano, sino en el de la asamblea, de modo que ésta no puede gustar ni apreciar su servicio. En este caso –que no es muy frecuente– puede ser que este siervo de Cristo tenga que considerar si no debe aprender a ser como su Señor, el cual enseñaba y anunciaba la Palabra “conforme a lo que podían oír”; tal vez necesite algo más del espíritu de Pablo, el cual podía decir: “Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos” (1 Tesalonicenses 2:7), y que dice asimismo en otro lugar: “Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía” (1 Corintios 3:2).

Si a pesar de esa ternura y esos cuidados llenos de discernimiento siguen rechazando el ministerio de tal hermano, será ciertamente una prueba para la fe de éste. Pero, como el propósito del ministerio es la edificación, y resulta imposible que los santos sean edificados por un ministerio que no llega a sus conciencias, de nada valdría imponérselo, fuesen o no capaces de recibirlo. El estado general de flaqueza o de enfermedad de un cuerpo puede producir la dislocación de alguna coyuntura. En este caso, no se mejoraría el estado del cuerpo si se obligara a la coyuntura dislocada a funcionar. Tal vez sea de lamentar el hecho de que esta coyuntura no pueda funcionar, pero la única manera de curarla es otorgarle un descanso completo, mientras con otros medios se intente restablecer la salud del cuerpo. Lo mismo ocurre en el caso que hemos tomado como ejemplo: continuar ejerciendo un ministerio allí donde no se recibe, incluso cuando el motivo de ello reside en el miserable estado de la asamblea, tan sólo aumentaría la irritación y empeoraría el mal estado de las cosas.

El siervo del Señor sabrá entonces que por sabiduría conviene callar; o bien, tal vez, quiere el Señor dar a comprender de este modo que su voluntad es que ejercite su ministerio en otro lugar.

Por otra parte, amados hermanos, permítanme advertirles seriamente contra un lazo que probablemente Satanás querrá ahora tenderles. Me refiero al espíritu de crítica acerca de lo que se hace en las reuniones. El enemigo siempre tiende a lanzarnos de un extremo a otro; de modo que, si hemos pecado por indiferencia, concediendo demasiado poca importancia a lo que se hacía, con tal de que se llenara el tiempo, es muy probable que ahora nos veamos expuestos al peligro contrario. ¡Ojalá que el Señor nos guarde de ello en su misericordia! No hay nada que revele un estado de corazón más deplorable y nada que pueda ser de mayor obstáculo a la bendición que un espíritu de censura y de crítica.

Nos reunimos para adorar a Dios y para edificarnos mutuamente y no para juzgar a nuestros hermanos que están sirviendo, al decidir que un tal ejerce su ministerio de modo carnal y que otro ora por el Espíritu. Al manifestarse la carne, es preciso, desde luego, que ésta sea juzgada; mas es cosa triste y humillante discernirla y juzgarla así, en vez de gozar juntamente (lo cual constituye nuestro feliz testimonio) de la plenitud de nuestro divino Salvador y Señor. Guardémonos, pues, de un espíritu de juicio.

Hay tanto dones inferiores como superiores, y sabemos Quién ha dado mayor honra a los miembros del cuerpo que carecían de esa honra. En la asamblea, los actos de un hermano no son todos necesariamente carnales porque obre, hasta cierto punto, en la carne. A este propósito nos conviene meditar las palabras de uno de los siervos de Dios más estimados entre nosotros:

«Es de suma necesidad» –dice– «que consideremos primeramente la naturaleza de nuestro don, y en segundo lugar su medida o alcance. Séame lícito decirles que no tengo la menor duda de que, si más de un don no es reconocido es porque, en el ejercicio de tales dones, los hermanos que los recibieron han ido más allá de su medida. “Si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe” (Romanos 12:6). Todo lo que va más allá de dicho límite procede de la “carne”: el hombre hace resaltar lo suyo; el hecho se nota y entonces se rechaza el ejercicio de su don porque el hermano que actuó en la asamblea no supo ceñirse a la medida, o límite, de su don. Entonces obra su carne, y lo que dice se atribuye a la carne, lo cual no es de extrañar. Asimismo, en cuanto a la naturaleza de un don, si un hombre empieza a enseñar en vez de limitarse a exhortar (si es que puede exhortar), no edificará a sus hermanos. Desearía mayormente llamar la atención de cada uno de los hermanos empleados en el ministerio de la Palabra sobre este punto, ya que, tal vez, no les llegaría nunca de otro modo, por falta de fidelidad de parte de sus oyentes».

Estas palabras van dirigidas a cuantos ejercen un ministerio, pero las he citado, amados hermanos, para que aprendamos a no condenar todo cuanto puede decir o hacer un hermano, por discernir en ello algo que sea carnal. Reconozcamos con acciones de gracias lo que es del Espíritu, distinguiéndolo de cualquier otra cosa, incluso en el ministerio y en los hechos de un mismo individuo.

Quedan dos o tres pequeños detalles acerca de los cuales deseo, con la sencillez del amor fraternal, añadir algunas palabras. En primer lugar, referentes a la distribución del pan y de la copa a la mesa del Señor. Por una parte, sería muy bueno que la administración no fuese hecha de modo constante y exclusivo por uno o dos hermanos, como si esto fuese un oficio clerical. Por otra parte, no veo nada en la Escritura que autorice a cualquier hermano que sea a partir el pan o a dar la copa sin dar las gracias. En Mateo 26:26-27; Marcos 14:22-23; Lucas 22:19 y 1 Corintios 11:24 leemos que el Señor Jesús dio gracias cuando partió el pan y tomó la copa; y en 1 Corintios 10:16, la copa es llamada copa de bendición o de acción de gracias. Si, pues, hemos de tomar la Escritura como nuestra guía, ¿no está claro que aquel que parte el pan o que toma la copa debería dar gracias al mismo tiempo? Y si alguno de nosotros se sintiera incapaz de darlas, ¿no sería motivo para que se preguntara si está verdaderamente llamado a cumplir este servicio?

Luego, en cuanto a la dirección o a la vigilancia en la Iglesia, y también en cuanto a las calificaciones que deben ser halladas en los que ejercitan un servicio visible en medio de los santos, todos deberíamos estudiar con oración 1 Timoteo 3 y Tito 1. El versículo 6 del primero de esos capítulos encierra una peculiaridad de la cual sería bueno que nos acordásemos: “no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo”. Es posible que la vocación de Dios y el don de Cristo se hallen en un joven como Timoteo (o, en el Antiguo Testamento, como Jeremías), y estas palabras: “Ninguno tenga en poco tu juventud” se aplicarían hoy día a tal joven, como antiguamente a Timoteo; mas estas palabras (“no un neófito…”) iban dirigidas al mismo Timoteo. Su juventud no debía ser un aliciente para que actuasen aquellos que carecían del don y de la gracia que a él le habían sido otorgados. Hay, incluso, una conveniencia natural a que el joven ocupe un lugar de sumisión, más bien que de gobierno; es un hermoso ejemplo que, por desgracia, se olvida algunas veces. “Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5).

Amados hermanos, que el Señor, en su misericordia, nos ayude a andar humildemente con Él, y que de este modo nada venga a entorpecer la obra de su Espíritu Santo en medio de nosotros.

Su afectísimo…

Apéndice de la quinta carta

Amado hermano:

En cuanto a su primera pregunta: ¿Cómo puede un hermano saber cuándo habla u obra por el Espíritu?, hay que saber lo que se entiende por eso, por cuanto se puede pretender una especie de inspiración espontánea, lo que, por lo general, no es más que imaginación o voluntad propia. Es inexacto considerar la acción del Espíritu Santo en la asamblea como si se tratase de alguien que preside en medio de ella sin estar en los individuos, y tomando repentinamente a éste o a aquel para hacerles actuar. Nada semejante se halla en la Palabra desde el descenso personal del Espíritu Santo. Podríamos examinar, desde el capítulo 7 del evangelio según Juan hasta el capítulo 2 de la primera epístola de Juan, unos cincuenta pasajes referentes a la presencia y acción del Espíritu en los santos y en medio de ellos y convencernos así de que no existe el menor rasgo de la pretendida presidencia del Espíritu Santo en la asamblea.

Creo que la reacción normal contra los principios del clero, el cual quiere establecer a un solo hombre para hacerlo todo en una congregación, puede inducir a caer en el extremo opuesto y hacer de la asamblea una república democrática bajo la pretendida presidencia del Espíritu Santo. El más importante pasaje a este respecto se encuentra en 1 Corintios 12:11, el cual se aplica muy mal a menudo, como si apoyara esta idea de presidencia: “Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere”. La cuestión es, pues, de saber cuándo reparte el Espíritu un don a alguien. ¿Una vez para siempre o cada vez que ha de manifestarse dicho don? Desde luego que una vez para siempre.

La idea de que el Espíritu Santo en la asamblea toma repentinamente a un hermano y le hace levantarse como por un muelle para dar gracias, para leer, para meditar, no se halla en la Escritura desde el descenso personal del Espíritu Santo. De modo que puedo edificar a la asamblea diciendo hoy lo que el Espíritu Santo me haya comunicado hace diez años por medio de la Palabra. Niego formalmente que un hermano que se levanta en uno de los casos aludidos pueda decir positivamente que lo hace por el Espíritu. Aun cuando un hermano vuelve a sentarse tras haber dado gracias, por ejemplo, no debe investigar para sí mismo si ha obrado realmente según el Espíritu (aunque pueda tener conciencia de ello); pero la asamblea que escucha las acciones de gracias tiene inmediatamente conciencia acerca de si estas alabanzas fueron el fruto del Espíritu o el de la carne; su amén confirma la cosa. Digo la asamblea como tal; no me refiero a las personas que con mal espíritu o por antipatía decidieran de antemano rechazar la acción de tal o cual hermano. Éstas serían semejantes a Nadab y Abiú, en medio de la asamblea que pronuncia su amén por obra del Espíritu.

Como principio, vemos en 1 Corintios 14 que todo no consistía en hablar por el Espíritu en la asamblea; era también preciso hablar en el momento oportuno a fin de edificar a la asamblea. Aquellos que tenían dones de lenguas hablaban ciertamente por el Espíritu, pero cuando en la asamblea hacían uso de estos dones, que eran señales para los de fuera (1 Corintios 14:22), no edificaban a la asamblea, y el apóstol les dijo que, si carecían de traductores, debían callarse en la asamblea.

Según estos principios, su pregunta debería ser más bien ésta: «La acción de un hermano que habla con cierta frecuencia en la asamblea, ¿edifica a la asamblea?». Si la asamblea como tal (no se trata aquí de individuos aislados) puede contestar que sí, entonces este hermano tiene el testimonio de que habla por el Espíritu, sin pretender una inspiración cuando habla. Pero si la asamblea (siempre se supone que está en su estado normal) contesta que la acción de este hermano no edifica, entonces, según los principios de 1 Corintios 14:22, dicho hermano tendría que callarse. En esto reside todo el asunto. En dicho capítulo, la Palabra nos enseña que no quiere otra acción en la asamblea que la que edifica a la asamblea, tanto si se trata de acciones de gracias como de enseñanza (véanse v. 13-25). Ocurría incluso que unos oraban por el Espíritu sin ser la boca de la asamblea; ésta no podía comprenderlo para decir: Amén.

Su pregunta: «¿Puede el Espíritu llamar a un hermano para evangelizar en el culto?» descansa también sobre esta falsa noción de inspiración espontánea. Afirmo que un hermano, enseñado por Dios, no evangelizará en el culto, porque está allí para adorar a Dios, y no para hablar a los hombres (1 Pedro 2:5).

La extraña pregunta: «¿Qué es lo que venimos a hacer en las reuniones de culto?» halla su respuesta en particular en este mismo pasaje de 1 Pedro 2:5; luego, en otros lugares, en las palabras del Señor en Juan 4:23-24; luego, en Lucas 22:19-20, en cuanto a la Cena del Señor, base del culto, y también en Hechos 20:7, donde vemos que el propósito especial de la reunión, el primer día de la semana, era el de “partir el pan”.

Referente a su última pregunta: «Si un hermano evangelista que está de paso convoca y lleva a cabo una reunión, un hermano de los que escuchan, ¿puede acudir en su ayuda? y ¿debemos reconocer a este hermano evangelista como a un enviado?», contestaré primero que es muy sencillo reconocer a este hermano evangelista como enviado, ya que la Palabra no reconoce a otros evangelistas que aquellos dados por el Señor tras haber entrado en la gloria (Efesios 4:11-12). No me refiero a la libertad que posee cada cristiano de anunciar a Cristo en su debido momento y lugar. Pero hace falta notar que uno de estos evangelistas de Efesios 4, como también un maestro, un pastor, etc., ejerce su don bajo su propia responsabilidad delante del Señor que le ha enviado. Tal hermano trabaja para su Señor. Es responsable de su propio trabajo delante de su Señor, quien le ha mandado. Por lo tanto, cuando este hermano ejerce su don delante de un auditorio convocado por él, si un oyente se entremete para ayudarle, éste viene a usurpar los derechos del evangelista y los del Señor que le ha enviado. Para mí, este principio es de suma importancia. Cuando asisto a una reunión convocada por un hermano que desea ejercer su don, ni siquiera indicaré un himno, a no ser que aquél me lo haya pedido. Dos hermanos pueden ponerse de acuerdo para obrar juntos; ello es de su incumbencia. El Espíritu había apartado a Bernabé y a Pablo (Hechos 13). Sin embargo, incluso entonces vemos que Pablo era quien llevaba la palabra (Hechos 14:12).

Acerca de la evangelización, bueno es recordar que el evangelista es un individuo, una persona. La Palabra no menciona que haya una asamblea evangelista.

Diré, además, en cuanto a los dones y a su ejercicio en la asamblea, que el hermano poseedor de un don no debe, en las reuniones de asamblea, tomar sobre sí la responsabilidad de cumplir todos los actos propios de la reunión, mayormente en una asamblea local. Ese hermano se alegrará más bien al oír a otros hermanos que dan gracias, indican un himno y expresan algunos pensamientos, pero no según el principio radical de que todos tienen el derecho a hablar. Notemos, a este respecto, que el pasaje de 1 Corintios 14:26 es más bien un reproche que una exhortación; no es: «Si cada uno de vosotros tiene…». Cada cual tenía algo, y esperaba el momento de presentarse con lo que tenía, sin preocuparse si era para edificación.

Mucho menos aun un hermano que posee un don debe imaginarse que a él le incumbe desarrollar el culto el domingo por la mañana, sea en su asamblea local, sea en otra parte. Como sacerdote y adorador, está al mismo nivel de todos cuantos componen la asamblea. Como hermano varón (u hombre: 1 Timoteo 2:8) que desempeña pública o abiertamente una acción –en contraste con la mujer– no es más que otro para ser boca de la asamblea en las acciones de gracias. Pero, si este hermano está más cerca del Señor, tal vez dará más acciones de gracias que otro, quien esté más ocupado en los negocios de la vida. De este modo, dicho hermano podría presentar tres o cuatro alabanzas en la misma reunión de culto y ser, cada vez, la boca de la asamblea. Pero este hermano será más feliz al escuchar y decir “amén” a las acciones de gracias de otros hermanos que andan junto al Señor. Sufrirá si se da cuenta de que otros están esperando que él presente las acciones de gracias, e igualmente si nota que los amados hermanos que suelen tomar parte en la adoración en otros lugares se abstienen de hacerlo en su presencia.

Pero, en lo que se refiere a la enseñanza de la Palabra, este hermano estará consciente, en las reuniones, que es responsable por el don que el Señor le ha confiado para edificación de la asamblea. Y si su acción es fruto de su comunión con el Señor, su servicio edificará cada vez a la asamblea.

La idea de que un hermano dotado no debe… dar gracias en el culto más que otro, no tiene base alguna en la Biblia. Si consideramos a un Timoteo, un Tito, un Epafras, un Estéfanas (para no mencionar a Pablo, Juan y Pedro), ¿cómo imaginar que fuesen menos aptos que otros para ser los voceros (o bocas) de la asamblea en las acciones de gracias del culto, y que tales hermanos tuviesen que abstenerse para dejar lugar a los demás?

Algunos se figuran también que los adoradores son los hermanos que se levantan para alabar al Señor. Esto es falso. Todas las hermanas son adoradoras y, sin embargo, no deben ser voceras en la oración: “Vuestras mujeres callen en las congregaciones” (1 Corintios 14:34). Todos los hermanos son adoradores, pero, desgraciadamente, no todos son espirituales, piadosos, apegados al Señor en sus vidas como para ser la boca de la asamblea en las acciones de gracias. Asimismo, algunos no son lo suficientemente sencillos para orar como cuando están en casa, sentados a su mesa.

Por último, en cuanto a obrar por el Espíritu, volvamos a tomar el ejemplo de Pablo y Bernabé en Hechos, capítulo 13. Éstos eran hombres dados por el Señor, ascendido en la gloria, según Efesios 4:11-12; y en Hechos 13, el Espíritu Santo los aparta y los envía para que en lo sucesivo hablen del Señor por doquier todos los días (bajo Su dependencia, desde luego). Por lo tanto, al hallarse ante las multitudes en las plazas, en las sinagogas, y más tarde en las asambleas de los hermanos, no tenían que preguntarse si el Espíritu Santo les llamaba a hablar en aquel momento, pues estaban allí con este propósito, enviados desde Antioquía por el Espíritu Santo.

Cuando más tarde Pablo se encontró durante un solo domingo y por única vez en determinada asamblea (Hechos 20:7-12), donde habló muy extensamente, ¿qué habríamos pensado de un hermano de Troas que hubiera insinuado a los demás que Pablo participaba demasiado en el culto? Tomo este ejemplo como principio; todos no somos como el apóstol Pablo. Felices son los santos que, libres de este espíritu nivelador, saben reconocer al Señor allí donde ha concedido alguna gracia para bien de todos. Además de Efesios 4:11-12 y 1 Corintios 12, lean ustedes también cuidadosamente 1 Corintios 16:15-18; 1 Tesalonicenses 5:12-13; Hebreos 13:17.