Cómo discernir la dirección del Espíritu en la asamblea - Marcas negativas
Muy amados hermanos:
Antes de tratar el asunto principal de la presente carta, hay dos puntos que deseo que comprendan. En primer lugar, la diferencia que existe entre el ministerio y el culto. Tomo aquí la palabra culto en su sentido más amplio, esto es: los diversos modos en que el hombre se dirige a Dios: la oración, la confesión y lo que es el culto propiamente dicho, a saber: la adoración, la acción de gracias y la alabanza.
La diferencia esencial entre el ministerio y el culto es que en éste el hombre le habla a Dios, mientras que en el primero es Dios quien le habla al hombre por medio de sus siervos. Nuestro único título, aunque plenamente suficiente para poder dar culto, es aquella superabundante gracia de Dios, la cual nos ha acercado de tal modo a Él, por la sangre de Jesús, que ahora conocemos y adoramos a Dios como nuestro Padre y somos reyes y sacerdotes para nuestro Dios. A este respecto, todos los santos son iguales: el más débil como el más fuerte, el de más experiencia como el que tiene menos; todos participan por igual de este privilegio. El más dotado de los siervos de Cristo no tiene mayor derecho a acercarse a Dios que el más ignorante de los santos, entre los cuales aquél ejerce su ministerio. Admitir lo contrario sería obrar como demasiado a menudo se ha hecho en toda la cristiandad: instituir una orden de sacrificadores o sacerdotes entre la Iglesia y Dios.
Tenemos un gran Sumo Sacerdote; el único sacerdocio que actualmente existe junto al suyo es este sacerdocio que comparten todos los santos. Por lo tanto, no podría yo imaginar que, en una asamblea de cristianos, aquellos a quienes Dios ha calificado para exhortar o para pregonar el Evangelio fuesen los únicos que sean llamados a indicar los himnos, orar, alabar a Dios y rendirle gracias (quiero decir: la expresión de la acción de gracias, de la alabanza, etc.). Puede ser que Dios se valga de otros hermanos, bien para indicar un himno que sea la verdadera expresión de la adoración de la asamblea, bien para expresar, en las oraciones, los deseos reales y las verdaderas necesidades de aquellos cuyo órgano de expresión, o boca, profesan ser. Y si a Dios le place obrar de este modo, ¿quiénes somos nosotros para oponernos a su voluntad? Sin embargo, no olvidemos que, si bien estos actos de culto no son el privilegio exclusivo de quienes tienen dones espirituales, es necesario que estén subordinados a la dirección del Espíritu Santo; y todos son regidos por los principios contenidos en 1 Corintios 14, según los cuales todo debe hacerse con orden y para edificación.
El ministerio (es decir, el ministerio de la Palabra, por el cual Dios habla a los hombres a través de sus siervos) es el resultado de la posesión de uno o varios dones por parte de un individuo, de cuyo uso él es responsable ante Cristo. En nuestro derecho a dar culto somos todos iguales, pero diferimos en la responsabilidad del ministerio: “Teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada…” (Romanos 12:6). Este pasaje establece, de por sí, la diferencia que existe entre el ministerio y el culto.
El segundo punto que deseo aclarar es el referente a la libertad del ministerio. El verdadero concepto, la idea bíblica de la libertad del ministerio, no abarca solamente la libertad en el ejercicio de los dones, sino también la libertad para desarrollarlos. Ésta implica que reconozcamos en nuestras asambleas la presencia y la acción del Espíritu de tal modo que no pongamos ningún obstáculo a dicha acción, llevada a cabo por quien el Espíritu quiere. Debe quedar claro, por lo tanto, que el primer desarrollo de un don debe ser obra del Espíritu, el cual empieza a actuar por medio de hermanos a quienes no utilizaba anteriormente. Me parece que todo principio contrario iría igualmente en contra de los privilegios de la Iglesia y de los derechos del Señor.
Por lo tanto, los hijos de Dios deben reunirse dejando al Espíritu Santo la libertad de obrar por medio de tal hermano para indicar un cántico, tal otro para orar, por medio de un tercero para dar una palabra de exhortación o de doctrina. Además, hay que dejar al Espíritu libre a fin de desarrollar los dones para edificación del Cuerpo. Resulta evidente, pues, que esto se verificará solamente si no se da paso a la precipitación, a la suficiencia, y a obrar fuera de toda dirección del Espíritu. De allí la importancia de saber cómo distinguir entre lo que es de la carne y lo que es del Espíritu. Repudio el abuso que tan a menudo se hace de expresiones tales como: «el ministerio de la carne» y «el ministerio del Espíritu»; sin embargo, encierran una verdad muy importante, siempre que se las emplee con exactitud. Cada cristiano tiene dentro de sí dos fuentes de pensamientos, de sentimientos, de motivos, de palabras y de acciones, y estas dos fuentes se llaman en la Escritura: “la carne” y “el Espíritu”. De ambas puede proceder nuestra acción en las asambleas de los santos; es, pues, de suma importancia poder distinguirlas bien. Importa para cuantos actúan en las asambleas, habitual u ocasionalmente, juzgarse o examinarse a sí mismos a este respecto; es cosa esencial para todos los santos, ya que somos exhortados a “probar los espíritus”, lo cual, a veces, puede dar a la asamblea la responsabilidad de reconocer lo que es de Dios, y de señalar lo que procedería de otra fuente, rechazándolo.
Quiero llamar ahora su atención acerca de las principales señales, o características, con cuya ayuda podemos distinguir entre la dirección del Espíritu y las pretensiones y falsificaciones de la carne. Primeramente deseo mencionar varias cosas que no constituyen en sí un motivo para actuar en las asambleas de los santos.
1) No estamos autorizados a actuar por el sencillo hecho de que hay libertad para obrar. La cosa es tan evidente que no hay la menor necesidad de demostrarlo; y, sin embargo, precisamos que se nos la recuerde. El hecho de que ningún obstáculo formal se opone a que cada hermano obre en la asamblea confiere, a aquellos cuya única capacidad es saber leer, la posibilidad de ocupar gran parte del tiempo leyendo capítulo tras capítulo e indicando himno tras himno. Cualquier niño que se sabe la cartilla podría hacer otro tanto. Y, en verdad, pocos hermanos nuestros serían incapaces de dirigir las asambleas si la única capacidad requerida fuese la de saber leer debidamente himnos y capítulos de la Biblia. Es relativamente fácil leer un capítulo, pero discernir la porción y el momento convenientes para hacerlo es otra cosa. Tampoco es difícil indicar un himno, pero indicar uno que encierre y exprese realmente la adoración de la asamblea es algo que resulta imposible de hacer sin la dirección del Espíritu Santo.
Les confieso, hermanos, que hace tiempo (no recientemente, gracias a Dios) cuando habíamos leído cinco o seis capítulos, cantado otros tantos himnos alrededor de la mesa del Señor y orado o dado gracias quizás una sola vez, me preguntaba si nos habíamos reunido para anunciar la muerte del Señor o más bien para perfeccionarnos en la lectura y el canto. Sinceramente doy gracias a Dios por los progresos hechos a este respecto desde hace algunos meses. Sin embargo, conviene recordar sin cesar que la libertad de obrar en las asambleas no nos autoriza para actuar en ellas a nuestro antojo.
2) El hecho de que no esté hablando otro hermano en determinado momento no es una autorización suficiente para actuar. Debe evitarse, desde luego, el silencio que se observe para dar la impresión de silencio o de mayor reverencia; puede transformarse en una mera forma, o rutina. Pero, aun así, más vale el silencio que cuanto se hiciera o dijera sólo con el fin de romperlo. Ya sé lo que representa pensar en las personas presentes que no son de la asamblea, o que quizás no están convertidas, y sentirse molestos por el silencio, a causa de ellas. Cuando suele ocurrir semejante estado de cosas, puede que sea un serio llamamiento de Dios para averiguar de dónde proviene; pero esto nunca podrá autorizar a un hermano para que hable, ore o indique un himno con el mero propósito de que se haga algo.
3) Además, nuestras experiencias y nuestro estado individual no son guías seguras en cuanto a la parte de acción que podemos tomar en las asambleas de los santos. Puede ser que mi alma haya apreciado sobremanera cierto himno o que lo haya oído cantar en otra parte con gran gozo delante del Señor; pero ¿basta esto para sacar la conclusión de que yo soy llamado a indicar este himno en la primera reunión a la que asista? Cabe la posibilidad de que no tenga la menor relación con el estado actual de la asamblea. O, tal vez, la intención del Espíritu es que no se cante nada en absoluto. “¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración. ¿Está alguno alegre? Cante alabanzas” (Santiago 5:13). Un cántico debe expresar los sentimientos de quienes están reunidos; de otro modo, al entonarlo, éstos no serían sinceros. ¿Y quién podría señalar el himno adecuado, sino aquel que conoce el estado actual de la asamblea? Lo mismo ocurre con la oración: si alguno ora en la asamblea, lo hace siendo el vocero o la boca de todos. Por medio de la oración, puedo descargarme delante del Señor de pesos y cargas que son míos particularmente y que no conviene en absoluto mencionar en la asamblea. Si lo hiciera, el único efecto sería, probablemente, rebajar a todos mis hermanos al mismo nivel que yo. Por otra parte, puede ser que mi alma sea perfectamente feliz en el Señor; pero si no ocurre lo mismo con la asamblea, únicamente al identificarme con su estado podré presentar sus ruegos y súplicas a Dios. Es decir que, si soy guiado por el Espíritu a orar en la asamblea, no debería hacerlo en la misma forma que en mi “cámara” o aposento, donde nadie se halla, excepto el Señor y yo, y donde tanto mis necesidades como mis goces personales forman el tema especial de mis oraciones y de mis acciones de gracias. Pero en la asamblea será preciso que pueda confesar al Señor y presentarle las acciones de gracias y las súplicas que concuerdan con el estado de quienes vengo a ser la boca, al dirigirme a Dios de este modo. Uno de los mayores errores que podemos cometer es el de figurarnos que el yo y cuanto se refiere al yo (esto es, nuestras impresiones y experiencias personales) debe guiarnos en la dirección de las asambleas de los santos. Así puede ser que una porción de las Escrituras me haya interesado en grado especial y que haya sacado provecho de la misma; pero esto no es motivo para que deba leerla a la Mesa del Señor o en otras reuniones de los santos. También puede ocurrir que un asunto particular me ocupe o me preocupe, y que sea para bien de mi alma; pero puede ser, al mismo tiempo, que no sea en absoluto el tema sobre el cual Dios quiere que se llame la atención de los santos en general.
Nótese que no niego que podamos haber sido ocupados especial y personalmente con temas en los cuales Dios quiere que ocupemos también a los santos. Tal vez se verifica esto a menudo, o incluso corrientemente entre los siervos de Dios, pero lo que no temo afirmar es que, de por sí, el hecho de que hayamos sido ocupados de este modo no es una indicación suficiente. Podemos experimentar necesidades que los hijos de Dios, en general, no tengan, y, del mismo modo, sus necesidades pueden muy bien no ser las nuestras.
Permítanme añadir que nunca me guiará el Espíritu a indicar cánticos porque expresen mis opiniones particulares. Cabe la posibilidad de que, sobre ciertos puntos de interpretación, los santos que se reúnen en uno no sean enteramente del mismo parecer. En este caso, si algunos de ellos escogen himnos con el fin de expresar su propia opinión (por buenos y verdaderos que, por otra parte, fuesen estos cánticos), resulta imposible que los demás miembros de la asamblea los canten; y en vez de haber armonía, hay desacuerdo. En una reunión de culto, los himnos que el Espíritu mandará escoger expresarán los sentimientos comunes a todos. Siempre, y especialmente en la asamblea, seamos “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”; recordando que el medio de lograrlo es andar “con toda humildad y mansedumbre, soportándonos con paciencia los unos a los otros en amor” (Efesios 4:3, 2).
Recordemos aquí que, tanto en el cántico como en la oración –en el culto, en fin–, cualquiera que fuese la boca de la asamblea, es ésta la que habla a Dios. Por lo tanto, el culto será verdadero, sincero, en la medida en que no vaya más allá, sino que refleje fielmente el estado de dicha asamblea. Alabado sea Dios de que pueda, por su Espíritu, imprimir una nota más alta (y Él lo hace a menudo), la cual vibra inmediatamente en todos los corazones, confiriendo así al culto un tono más elevado. Mas si la asamblea no puede contestar inmediatamente a este diapasón de alabanza, nada más penoso que oír a un hermano extenderse en vibrantes acciones de gracias y adoración, mientras que los demás corazones están tristes, fríos y distraídos. Quien expresa el culto de la asamblea debe tener consigo los corazones de la asamblea; de otro modo, sonará a falso.
Por otra parte, ya que es Dios quien nos habla en el ministerio, éste no está, como en el culto, limitado por nuestro estado; siempre puede estar en un nivel más alto. Si, al hablar, un hermano empleado en el ministerio es realmente la boca de Dios, como debe ser, lo hará a menudo para presentarnos verdades que aún no hemos recibido, o para recordarnos otras que han dejado de obrar con poder sobre nuestras almas. Cuán evidente es, pues, que en ambos casos, y siempre, es preciso que sea el Espíritu de Dios quien dirija.
Más vale dejar para otra carta lo que caracteriza la dirección positiva del Espíritu. Hasta ahora sólo he presentado la parte negativa del tema.
Quedo, muy amados hermanos, como su afectísimo en Cristo.