Sobre el culto y el ministerio por el Espíritu

Cinco cartas

Dios presente en la Iglesia

Amadísimos hermanos:

Hay varios puntos, relacionados con nuestra posición de creyentes que se congregan en el solo nombre de Jesús, acerca de los cuales siento la necesidad de hablarles. Utilizo el método epistolar por cuanto les ofrece mayor facilidad –para examinar y meditar detenidamente lo que les comunicaré– que una charla o libre discusión a la cual hubieran asistido todos. Estaría yo muy agradecido si semejante discusión pudiera llevarse a cabo –en caso de que el Señor dispusiese sus corazones a ello– una vez que hayan examinado y considerado, en su presencia, cuanto tengo que decirles.

Deseo mencionar y recordar, ante todo, la misericordia de Dios hacia nosotros, quienes nos congregamos en el solo nombre de Jesús. Tan sólo puedo inclinar la cabeza y adorar al recordar los numerosos momentos de verdadera reanimación y gozo sincero que juntos hemos experimentado en su presencia. El recuerdo de dichos momentos que llenaban el corazón de adoración a Dios, hace que aquellos con quienes hemos disfrutado de tales bendiciones nos sean entrañablemente queridos. El vínculo del Espíritu es un vínculo real y, en la confianza que me da en el amor de mis hermanos, deseo, como hermano y siervo suyo por el amor de Cristo, expresarles lo que me parece ser de suma importancia, tanto para la continuación de nuestra felicidad y de nuestro común provecho, como para lo que es mucho más precioso aun: la gloria de Aquel en cuyo nombre nos congregamos.

Cuando en el pasado mes de julio fuimos llevados por el Señor a sustituir la acostumbrada predicación del Evangelio –el domingo a la noche– por reuniones en las que había libertad para que el Espíritu actuase, ya me figuraba todo cuanto pasaría después. Les confieso que el resultado no me sorprendió en lo más mínimo.

Hay enseñanzas, acerca de la dirección práctica del Espíritu Santo, que sólo pueden aprenderse por la experiencia, y les habrían resultado completamente ininteligibles de no haber sabido a qué clases de reuniones se referían. Pero ahora, por la bendición de Dios, pueden apreciarlas por su discernimiento espiritual y en sus conciencias.

Dice el refrán que la experiencia es la madre de la ciencia. Muchas veces tendremos motivos para dudar del mismo, pero no podremos negar que la experiencia nos hace sentir ciertas necesidades que sólo la enseñanza divina puede originar o crear para nosotros. Sin duda me creerán si les digo que el hecho de ver a mis hermanos mutuamente descontentos de la parte que toman (unos y otros) en las asambleas, no constituye para mí un motivo de gozo. Pero si ese estado de cosas contribuyera –y confío que lo hará– a que abriésemos todos nuestros corazones a las enseñanzas de la Palabra de Dios (cosas que de otro modo no hubiéramos podido aprender tan bien), dicho resultado sería, por lo menos, motivo de agradecimiento y de gozo.

Desde hace varios años estoy plenamente convencido de que la doctrina de la morada del Espíritu Santo en la Iglesia sobre la tierra – y, por consiguiente, de Su presencia y dirección en las asambleas de los santos – es, si no la gran verdad de la actual dispensación1 , por lo menos una de las más importantes. La negación real o teórica de dicha verdad constituye uno de los más serios rasgos de la apostasía que se ha manifestado. Lejos de menguar en mí esta convicción, más bien aumenta conforme va pasando el tiempo.

Reconozco llanamente que hay amados hijos de Dios en todas las denominaciones que nos rodean, y que quisiera tener mi corazón abierto a todos. Mas también he de confesaros que ya no me sería posible estar en comunión con un cuerpo u organización cualquiera de cristianos nominales que sustituyera con formas clericales o litúrgicas de cualquier clase a la soberana dirección del Espíritu Santo; como tampoco, de haber sido israelita, habría podido tener comunión con los que hicieron un becerro de oro para reemplazar al Dios vivo.

Hemos de reconocer con dolor que esto se ha verificado en toda la cristiandad, y que se avecina el juicio de Dios sobre ella, tanto por este pecado como por muchos otros. Humillémonos por ello ante Dios, como participantes juntamente con todos y como integrantes de un solo cuerpo en Cristo con gran número de cristianos, los cuales, aun hoy día, permanecen en este estado de cosas y se glorían del mismo. Pero las dificultades que entraña la separación de este mal –dificultades que ciertamente hemos visto de antemano y que todos empezamos a sentir– no pueden debilitar mis convicciones en cuanto a ese mal, del cual Dios, en su gracia, nos ha hecho salir. Tampoco despiertan en mí el más mínimo deseo de volver a tal clase de posición y de autoridad humana y oficial que se atribuye cierta clase de personas, lo que caracteriza a la iglesia profesante2 y contribuye a apremiar el juicio que pronto caerá sobre ella.

Pero, amados hermanos, si estamos convencidos de la verdad e importancia de la doctrina de la presencia del Espíritu Santo (y dicha convicción nunca podrá ser lo suficientemente profunda), no olvidemos que tal presencia del Espíritu Santo en las asambleas es un hecho que corre a la par del de la presencia personal del Señor Jesús (Mateo 18:20). Lo que necesitamos es una fe sencilla en cuanto a esto. Somos propensos a olvidarlo. Y el olvido o ignorancia de estos hechos es la principal causa de que nos reunamos sin sacar provecho alguno para nuestras almas. ¡Si sólo nos reuniésemos para estar en la presencia de Dios! ¡Si sólo, al estar reunidos en uno, creyésemos que el Señor está realmente presente! ¡Qué efecto tendría en nuestras almas! Tan real como era la presencia de Cristo en medio de sus discípulos en la tierra, tan real es ahora Su presencia –así como la de su Espíritu– en las asambleas de los santos. Si de algún modo dicha presencia pudiera manifestarse a nuestros sentidos –si pudiésemos verla como los discípulos veían a Jesús– ¡cuán solemnes sentimientos experimentaríamos y cuán llenos de ellos estarían nuestros corazones! ¡Qué calma más profunda, qué respetuosa atención y qué solemne confianza en Él resultaría de esto! Cualquier precipitación, cualquier sentimiento de rivalidad o de agitación resultaría imposible si la presencia de Cristo y del Espíritu Santo fuese manifestada vívidamente a todos nuestros sentidos. Y el hecho real de dicha presencia, ¿tendría acaso menos influencia por tratarse de un asunto de fe y no de vista? ¿Acaso Cristo y el Espíritu están presentes en menor medida por ser invisibles?

El pobre mundo incrédulo no recibe estas cosas, por cuanto no las ve. ¿Vamos, pues, a tomar el lugar del mundo y a abandonar el nuestro? “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, dice el Señor; y añade en otro lugar:

Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros
(Juan 14:16-17).

Estoy cada vez más persuadido de que lo que más nos falta es la fe en la presencia personal del Señor y en la acción del Espíritu. ¿No hubo épocas en que esta presencia se manifestaba en medio de nosotros como un hecho cierto? Y ¡cuán benditos eran aquellos momentos! Podía haber entonces momentos de silencio, y los había; pero, ¿cómo eran utilizados? Para depender verdaderamente de Dios, para esperar seriamente en Él. Estos momentos no transcurrían en medio de una inquieta agitación por saber quién oraría o quién hablaría; ni tampoco en hojear las Biblias y los himnarios con el fin de encontrar algo que pareciese conveniente leer o cantar. Tampoco transcurrían con ansiosos pensamientos acerca de lo que podrían pensar de este silencio aquellos que estaban allí como meros asistentes. Dios estaba allí. Cada corazón estaba pendiente de Él. Y si alguien hubiera abierto la boca con el único fin de romper el silencio, esto se habría considerado como una interrupción. Cuando se rompía el silencio, era para pronunciar una oración que encerraba los deseos y expresaba los anhelos de todos los presentes; o para entonar un cántico al cual cada uno podía unirse de todo corazón; o para decir una palabra que poderosamente hacía mella en nuestros corazones. Si varias personas eran utilizadas para indicar aquellos himnos, pronunciar esas oraciones o aquellas palabras, era patente que un solo y mismo Espíritu les dirigía en todo este culto; el desarrollo del mismo parecía haber sido programado pues cada uno tenía en él una intervención predeterminada. Ninguna sabiduría humana hubiera podido establecer semejante plan. La armonía era divina. El Espíritu Santo obraba por medio de los distintos miembros, en sus diversos lugares, para expresar la adoración o para responder a las necesidades de todos los presentes.

¿Por qué no sería siempre así? Amadísimos hermanos, vuelvo a repetir que la presencia y la acción del Espíritu Santo son hechos concretos y no una mera teoría doctrinal. Y desde luego que, si de hecho el Señor y el Espíritu están presentes con nosotros cuando estamos reunidos en asamblea, ninguna cosa puede alcanzar igual importancia. Dicha presencia es el hecho trascendental que prevalece sobre los demás, el hecho que debería caracterizarlo todo en la asamblea.

Dicha presencia no abarca solamente que la asamblea no ha de ser regida por un orden humano y forjado de antemano; abarca más que esto: si el Espíritu Santo está allí, es preciso que Él dirija a la asamblea (iglesia local). Su presencia, no obstante, no da la libertad a todo el mundo para expresarse en el culto o las reuniones. Es verdad que no debe haber la menor restricción humana, mas si el Espíritu está presente, nadie debe actuar en el culto de un modo u otro si no le es indicado por el Espíritu, el cual le califica para hacerlo. La libertad del ministerio se origina en la libertad del Espíritu Santo para repartir a cada uno en particular como Él quiere (1 Corintios 12:11). Mas nosotros no somos el Espíritu Santo, y si resulta intolerable la usurpación de su lugar por un solo individuo, ¿qué diremos de la usurpación de su sitio por determinado número de personas que obran porque hay libertad para actuar y no porque saben que sólo se atienen a la dirección del Espíritu Santo al actuar como lo hacen? Una fe verdadera en la presencia del Señor pondría orden en todo esto.

No se trata de guardar silencio o de abstenerse de obrar únicamente a causa de la presencia de tal o cual hermano. Yo preferiría que hubiese toda clase de desorden, a fin de que se manifestase el estado real de cosas, antes que sentirlo refrenado por la presencia de un individuo. Lo que debemos anhelar es que la presencia del Espíritu Santo sea sentida de tal modo que nadie rompa el silencio si no lo hace bajo Su dirección, y que el sentimiento de su presencia nos guarde así de todo cuanto sea indigno de Él y del nombre de Jesús, quien nos reúne.

Bajo otra dispensación se dio la siguiente exhortación: “Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie, y acércate más para oír que para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen mal. No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5:1-2).

Y, por cierto, si la gracia en la cual estamos nos ha dado libre acceso a la presencia de Dios, no debemos usar esa libertad para excusar la falta de respeto y la precipitación. La verdadera presencia del Señor en medio de nosotros debería ciertamente ser motivo de más santa reverencia y piadoso temor que el pensamiento de que Dios está en el cielo y nosotros sobre la tierra. “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:28-29).

En espera de tratar nuevamente este tema, quedo, amados hermanos, como su indigno siervo en Cristo.

  • 1Dispensación tiene el sentido de “período”, “tiempo”. La dispensación de la Iglesia, por ejemplo, es el período que comenzó el día de Pentecostés y que terminará con el arrebatamiento de los creyentes.
  • 2Es el conjunto de aquellos que profesan ser cristianos, sean verdaderos creyentes o personas sin la vida de Cristo que dicen ser cristianos.

Apéndice de la primera carta

Por importante que sea la doctrina de la presencia y de la obra del Espíritu Santo en la Iglesia, no hay que confundirla con la presencia personal del Señor Jesucristo en la asamblea de los dos o tres reunidos en Su nombre.

Algunos pensaron que el Señor estaba presente en la asamblea por medio de su Espíritu, no distinguiendo entre la presencia personal del Señor y la del Espíritu Santo. Éste dirige y administra; no es soberano. El Señor es el soberano.

Jesucristo dijo del Consolador, el Espíritu de verdad: “No hablará por su propia cuenta… Él me glorificará…, tomará de lo mío, y os lo hará saber…” (Juan 16:13-14). Pero el Señor promete estar, Él mismo, allí donde dos o tres están reunidos en Su nombre. Está en medio de aquellos por los cuales se entregó a sí mismo, mientras que el Espíritu Santo ha sido dado; no se entregó a sí mismo.

Es de suma importancia retener la verdad de la presencia y la obra del Espíritu Santo en la asamblea. Este hecho ha sido perdido de vista por la Iglesia, y es lo que motivó su ruina: el clero ha sido sustituido a la presencia y a la acción del Espíritu Santo.

Sería una gran pérdida para el alma y para la asamblea si la presencia personal del Señor, como Señor, fuese sustituida por la del Espíritu Santo, el cual no es Señor, sino Paracleto (esto es: Aquel que dirige y administra).

En Efesios 4 tenemos: en el versículo 4, la unidad vital; en el 5, la unidad de profesión; en el 6, la unidad exterior y universal. La primera está en relación con el solo Espíritu; la segunda con el solo Señor; la tercera con el solo Dios. La primera unidad abarca a todos cuantos tienen la vida; la segunda a todos cuantos profesan o se llaman del nombre de Cristo; los que tienen la vida se hallan allí en primer plano; mas la segunda esfera puede abarcar lo que no es vital. La tercera unidad (v. 6) abarca universalmente a todos los hombres, pero los hijos de Dios están allí en primera fila; Dios es su Padre y está en ellos, si bien exteriormente está por encima de todo y por doquier.

Decimos que la segunda unidad (v. 5) está relacionada con el único Señor; Él tiene autoridad sobre todos los que invocan su nombre, tengan la vida o tengan tan sólo la profesión. “Todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1 Corintios 1:2).

En 1 Corintios 12:4-6, volvemos a hallar las tres mismas cosas: el Espíritu, el Señor y Dios. Hay diversidad de dones, pero el Espíritu Santo es el mismo. Y, si hay diversidad de dones, hay, por consiguiente, diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo. Los siervos han recibido del Espíritu Santo la distribución de sus dones (v. 11) y desempeñan sus servicios bajo la dirección del Espíritu, mas como servidores están bajo la autoridad de su Señor, el cual no es el Espíritu, sino Jesús. El Espíritu reparte y dirige los servicios o ministerios, pero los siervos lo son del Señor.

Notemos, sin embargo, que sólo por el Espíritu Santo podemos decir: “Señor Jesús” (1 Corintios 12:3).

Pero, sin quererlo, podemos no reconocer la autoridad del Señor en la asamblea y sustituirla por la del Espíritu Santo, que no es Señor, sino el que administra.

La iglesia medieval cayó en otro extremo, pues sustituyó la administración del Espíritu Santo por la del hombre.

Conviene notar que, en Mateo 18:18-20, el Señor no habla del Espíritu. Se trata de su autoridad de Señor, de su nombre y de su presencia personal. Por cierto, todo eso se realiza bajo la dirección del Espíritu Santo, pero no estamos reunidos en el nombre del Espíritu Santo, ni alrededor de Él. Si tan sólo se reparara en la presencia del Espíritu Santo, perderíamos la verdad de la presencia personal del Señor en la asamblea y nos veríamos obligados a hacer Señor al Espíritu Santo. Pero, por el contrario, no podemos tener la verdad de la presencia personal del Señor como soberano sin tener la de la presencia y acción del Espíritu como Aquel que administra de parte del Señor, quien es el soberano, y entonces tenemos todo cuanto precisamos.

Otra observación que hará resaltar lo que distingue la presencia del Espíritu Santo de la presencia personal del Señor en la asamblea de los dos o tres reunidos en su nombre, es que el Espíritu Santo puede hallarse –¡contristado, por desgracia!– allí donde el Señor no puede hallarse. En una asamblea sectaria, los santos que la componen tienen, sin embargo, el Espíritu Santo en ellos y con ellos. Pueden ignorarlo, o tan sólo pensar en su influencia, y Él está allí contristado, pero de hecho no los deja, no se marcha pues: “Mora con vosotros y estará en vosotros”. Pero, en cambio, el Señor Jesús no puede estar presente en una asamblea sectaria. No se trata en Mateo 18:20 de su omnipresencia, porque, en este sentido, Él está presente por doquier indistintamente; pero si se trata de asambleas religiosas, el Señor no prometió estar en todas, sino exclusivamente allí donde su nombre es el centro y fundamento de la reunión: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Y si él está presente, él posee la autoridad, y el Espíritu, la administración.

¡Ah!, si tuviéramos la íntima convicción de que el Señor está allí como Señor, que estamos allí en Su casa, ¡cuán solemne influencia ejercería sobre nuestros corazones!, y al mismo tiempo, ¡qué seguridad y qué descanso! Cuán libre sería entonces el Espíritu Santo de administrarnos los beneficios de Cristo, tomando de lo que pertenece al Señor para dárnoslo a conocer. ¡Qué inmenso es el privilegio de ser reunidos por el glorioso nombre de Aquel que vino, que murió, que resucitó, que está glorificado a la diestra de Dios, que nos envió al Consolador, de Aquel que desde allí viene a buscarnos!

Sí, es este glorioso nombre el fundamento de la reunión de la cual dice: “Allí estoy yo en medio de ellos”. Este Señor, corporalmente ausente, se halla espiritualmente presente de modo positivo (y no sólo por su Espíritu) en medio de los que su nombre ha reunido. Está allí y no en otra parte, si se trata de asambleas, y cuánta seguridad hay en el hecho de que allí Él sea Señor!