Sobre el culto y el ministerio por el Espíritu

Cinco cartas

Cómo discernir la dirección del Espíritu en la asamblea - Marcas positivas

El hombre que intentara definir las operaciones del Espíritu en el despertar o en la conversión de una alma, tan sólo manifestaría su propia ignorancia y negaría, además, la soberanía del Espíritu manifestada en estas conocidas palabras:

El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu
(Juan 3:8).

Y, sin embargo, abundan en las Escrituras señales por cuyo medio podemos reconocer a los que han nacido del Espíritu y a aquellos que no. Lo mismo ocurre con el tema de esta carta. Espero ser guardado del peligro de usurpar el lugar del Espíritu Santo creyendo poder definir exactamente el modo en que opera sobre las almas de los que dirige para obrar en la asamblea, sea en el culto, sea ejerciendo un ministerio en medio de los santos. En determinados casos, la cosa puede ser mucho más clara y sensible que en otros (quiero decir: sensible para aquel que es llamado a actuar por el Espíritu). Mas, por vano y presuntuoso que fuese el deseo de querer dar una verdadera y completa definición sobre el tema, la Escritura nos da amplias instrucciones acerca de las señales, o características, del verdadero ministerio. Sobre algunas de estas características –las más evidentes y sencillas– quiero llamar ahora su atención.

Las hay que se aplican a la materia que es objeto del ministerio, y otras referentes a los motivos que nos impulsan a obrar en el ministerio, o a participar de alguna manera en la dirección de las asambleas de los santos. Unas servirán de piedra de toque a los que obran en el ministerio, por cuyo medio podrán juzgarse a sí mismos; valiéndose de las otras, todos los santos podrán discernir lo que es del Espíritu y lo que procede de otra fuente. Unas servirán para señalar a quienes son dones de Cristo a su Iglesia para el ministerio de la Palabra; las otras ayudarán a los que poseen realmente estos dones para resolver la importante cuestión de saber cuándo han de hablar y cuándo no.

Tiemblo pensando en mi responsabilidad al escribir sobre semejante tema; pero me anima saber que “Dios es… nuestra fortaleza” y que la Escritura es “útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17). Con esta perfecta regla, examinen ustedes todo cuanto pudiera yo escribir, y si algo no pudiera resistir esta prueba, Dios les conceda la gracia, amados hermanos, de ser lo bastante sabios como para rechazarlo.

El Espíritu Santo no dirige con ciegos impulsos y expresiones carentes de inteligencia, sino llenando el entendimiento espiritual de los pensamientos de Dios, tal como están revelados en la Palabra escrita, y obrando sobre los renovados afectos. Es verdad que, en los albores de la Iglesia, había dones de Dios cuyo uso no podía estar ligado a la inteligencia espiritual. Me refiero al don de lenguas (Hechos 2) cuando no había intérpretes y, según parece, como ese don era a ojos humanos más maravilloso que los demás, a los corintios les gustaba mucho usarlo y manifestarlo. Por eso les reprende el apóstol: “Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros; pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida. Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar” (1 Corintios 14:18-20). Por lo tanto, lo menos que se puede esperar de los que ejercen un ministerio es que conozcan la Escritura, que disciernan el pensamiento de Dios tal como está revelado en la Palabra. Sin este conocimiento, sin esta inteligencia, ¿qué tendríamos que dar o comunicar? Notemos que tanto el conocimiento como la inteligencia pueden hallarse en algún hermano y no ir acompañado por ningún don de elocuencia, por ninguna aptitud para comunicarlos a los demás.

Desde luego que los hijos de Dios no se reúnen en el nombre de Jesús para que se les presente meros pensamientos humanos o para repetir lo que otros han dicho o escrito. Un conocimiento personal de la Escritura y la comprensión de su contenido son ciertamente cosas esenciales en el ministerio de la Palabra. Jesús les dijo: “¿Habéis entendido todas estas cosas? Ellos respondieron: Sí, Señor. Él les dijo: Por eso todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Mateo 13:51-52).

Cuando nuestro Señor estuvo a punto de enviar a sus discípulos para que fuesen sus testigos, “les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras” (Lucas 24:45). Y cuántas veces leemos que, cuando Pablo predicaba a los judíos, hablaba con ellos según las Escrituras (Hechos 17:2-4). Si el apóstol se dirige a los romanos como a cristianos capaces de exhortarse unos a otros, es porque puede decir de ellos: “Pero estoy seguro de vosotros, hermanos míos, de que vosotros mismos estáis llenos de bondad, llenos de todo conocimiento, de tal manera que podéis amonestaros los unos a los otros” (Romanos 15:14).

En las porciones de la Escritura que tratan especialmente de la acción del Espíritu en la Asamblea –1 Corintios 12, por ejemplo– esta acción no se verifica fuera de la Palabra. “Porque a éste es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu” (1 Corintios 12:8). Cuando enumera el apóstol las cualidades por las que él y otros se reconocen como siervos de Dios, encontramos lo siguiente en esta admirable lista: “En ciencia… en palabra de verdad… con armas de justicia a diestra y a siniestra” (2 Corintios 6:6-7) y, si reparan en lo que constituye esta armadura, encontrarán que la verdad es un cinto para los lomos, y que la espada del Espíritu es la Palabra de Dios (Efesios 6:14, 17). El apóstol, aludiendo a lo que ya había escrito a los efesios, dice: “Leyendo lo cual podéis conocer cual sea mi conocimiento en el misterio de Cristo” (Efesios 3:4). Cuando el mismo apóstol insiste para que los santos se exhorten unos a otros, vemos que menciona ante todo como condición esencial y previa: “La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales” (Colosenses 3:16). Asimismo dice a Timoteo: “Si esto enseñas a los hermanos, serás buen ministro de Jesucristo, nutrido con las palabras de la fe y de la buena doctrina que has seguido”; y le exhorta diciendo:

Entre tanto que voy, ocúpate en la lectura, la exhortación y la enseñanza… Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren
(1 Timoteo 4:6, 13, 15-16).

En la segunda epístola exhorta a Timoteo de esta manera: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Timoteo 2:2). Y en lo que se refiere personalmente a Timoteo, leemos: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15).

Entre las cualidades requeridas para ser obispo o sobreveedor, tal como están mencionadas en Tito, capítulo 1, hallamos ésta: “Retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (v. 9).

Todo cuanto antecede prueba con evidencia, hermanos míos, que la iglesia no puede ser edificada con pequeños fragmentos de la verdad, presentados cada vez que nos sentimos obligados a ello.

No; los hermanos por cuyo medio obra el Espíritu Santo para edificar, apacentar y guiar a los santos de Dios, son aquellos cuya presencia es generalmente ejercitada por la meditación de la Palabra: “Para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal” (Hebreos 5:14). Como dijimos: lo menos que podemos esperar, de los que tienen un ministerio en la Iglesia, es que tengan semejante conocimiento de la Palabra de Dios.

Sin embargo, dicho conocimiento no basta; es preciso que la Palabra de Dios sea aplicada a la conciencia de los santos de tal modo que responda a sus necesidades actuales. Para esto hace falta aprender a conocer el estado de los santos, teniendo conversaciones con ellos, etc., (y dicho conocimiento siempre será muy imperfecto) o bien ser directamente dirigido por Dios. Esto vale para los hermanos que, como evangelistas, pastores y maestros son, en el sentido más amplio de la palabra, y más evidentemente, los dones de Cristo a su Iglesia. Tan sólo Dios puede hacerles hallar las porciones de la verdad que hagan mella en las conciencias y que respondan a las necesidades de las almas. Tan sólo Él puede capacitarles para presentar esta verdad de tal modo que produzca efecto. Dios conoce las necesidades de todos en general y de cada uno en particular en las asambleas, y a los que hablan puede darles la verdad que precisamente conviene, que es necesaria, conozcan o no el estado de aquellos a quienes se dirigen. Por lo tanto, ¡cuán importante es estar sincera y enteramente sujetos al Espíritu!

Una cosa que siempre debería distinguir al ministerio del Espíritu sería la existencia de esas efusiones que proceden de un afecto personal hacia Cristo. “¿Me amas?”, tal la pregunta que le fue formulada a Pedro tres veces seguidas, al mismo tiempo que otras tantas veces le era mandado que apacentara el rebaño de Cristo. “Porque el amor de Cristo nos constriñe”, dice Pablo. ¡Cuánto difiere esto de tantos motivos que pudieran influirnos! Cuán importante sería que pudiésemos decir con buena conciencia, cada vez que cumplimos algún ministerio: «No es el afán de destacarme, ni la rutina, ni la impaciencia (la cual no puede aguantar que no se haga nada), la que me ha llevado a obrar, sino que es el amor hacia Cristo y su rebaño, a causa de Aquel que lo compró al precio de su propia sangre». Por cierto éste era el móvil que faltaba al mal siervo que había escondido en la tierra el talento de su Señor.

Además, tanto el ministerio del Espíritu como cualquier acción llevada a cabo, dentro de la Asamblea, bajo el impulso de este mismo Espíritu, ha de distinguirse siempre por un hondo sentir de responsabilidad hacia Cristo. Permítanme, hermanos míos, formularles y formularme una pregunta: Supongamos que alguna vez se nos preguntase al finalizar una reunión: «¿Por qué indicó usted tal o cual cántico, o ha leído tal capítulo, o pronunciado estas palabras, u orado de este modo?». ¿Podríamos contestar: «Indiqué ese cántico porque estaba consciente de que él respondía al propósito del Espíritu en aquel momento. Leí aquel capítulo o dije esas palabras porque sentí claramente delante de Dios que éste era el servicio que mi Dios y Señor me indicaba. Oré de esta forma porque estaba consciente de que el Espíritu de Dios me inducía a pedir, como boca de la asamblea, las bendiciones imploradas en esta oración»?

Hermanos míos, ¿podríamos contestar así? (aunque son cosas que se conocen mejor después que en el mismo momento). O bien, ¿no obramos a menudo sin ninguna noción de nuestra responsabilidad ante Cristo? “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios”, dice el apóstol Pedro. Esto no significa que hable según la Escritura, aunque desde luego esto sea verdad también; este pasaje quiere decir más bien que los que hablan deben hacerlo como oráculos de Dios; como siendo su boca.

Si no estoy seguro, en mi conciencia, de que Dios mismo me ha enseñado lo que digo a la asamblea y de que lo hago en el momento oportuno, debo callarme. Desde luego, un hombre puede equivocarse al abrir la boca, y a los santos les toca juzgar por la Palabra de Dios todo cuanto oyen. La sola convicción, delante de Dios, de que Él me ha dado algo que hacer o que decir debería autorizarme a hablar u obrar en las reuniones. Si nuestras conciencias obrasen habitualmente bajo esta responsabilidad, sería tal vez un obstáculo para muchas cosas; pero, al mismo tiempo, Dios podría manifestar su presencia, la que a menudo no es tenida en cuenta lo suficiente.

Cuánto sorprende en el apóstol Pablo este sentimiento de responsabilidad inmediata ante Cristo: “Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Corintios 9:16). Cuán conmovedoras son estas palabras que dirige a los mismos cristianos: “Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor” (1 Corintios 2:3). ¡Qué reproche contra la ligereza y la presunción, con las cuales, por desgracia, tratamos todos demasiado a menudo la Santa Palabra de nuestro Dios! “Pues no somos como muchos” –añade aun el mismo apóstol– “que medran falsificando la Palabra de Dios, sino que con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo” (2 Corintios 2:17).

Quisiera mencionar otro asunto: “No nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, y de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7). Cabe la posibilidad de que un hombre tenga poca o ninguna ciencia humana; es posible que sea incapaz de expresarse de modo elegante, o hasta correcto; puede ser que le falte todo eso y que, sin embargo, sea “un buen siervo de Jesucristo”. Mas es preciso que tenga un espíritu de templanza y de sentido común.

Mientras estamos tratando este tema, ¿me permitirán mencionar una cosa que algunas veces me ha entristecido mucho, tanto en otras partes como en medio de nosotros? Me refiero a la confusión que se hace entre las personas de la Divinidad, lo cual ocurre a veces en las oraciones. Cuando al empezar a orar, un hermano se dirige a Dios Padre, y sigue hablando como si Él fuese quien ha sido muerto y resucitado; o bien cuando se dirige a Jesús, le da las gracias por haber enviado a su Hijo unigénito al mundo; les confieso que me pregunto: «¿Puede el Espíritu de Dios inspirar semejantes oraciones?». Es evidente que todos cuantos toman parte en el Culto necesitan también el espíritu de «sentido común» para evitar estas confusiones. Ninguno de estos hermanos creerá que el Padre ha muerto en el Calvario, ni que Cristo haya enviado a su Hijo al mundo. ¿Dónde hallar el espíritu maduro, el espíritu inteligente que debería caracterizar a los que sobresalen como los «canales» del culto de los santos, cuando el lenguaje del cual se valen expresa en realidad lo que ellos mismos no creen, lo que sería chocante creer?

Reservo aun algunos puntos para otra carta y quedo como su afectísimo en Cristo.

Apéndice de la cuarta carta

A lo que dice aquí el autor referente a ciertos defectos en las oraciones, los cuales nunca pueden proceder del Espíritu de Dios, el editor se toma la libertad de añadir unas palabras sobre el mismo tema.

1)   La expresión de un hermano que, al orar en la asamblea, se dirige al Señor diciéndole ¡Dios mío!, tampoco puede provenir del Espíritu, el cual identifica a todos los hermanos con aquel a quien permite levantarse para ser la boca de ellos.
2)   Una oración que encierre largas exposiciones de doctrina tampoco revela que sea una obra del Espíritu Santo. Quien ora habla a Dios, y no a los hermanos, y Dios no necesita que le prediquemos a Él (es decir, que Él sea enseñado por nosotros).
3)   Dudo que los actos de culto que guarden siempre el mismo orden se deban en todos los casos a la acción del Espíritu. ¿Acaso quiere el Espíritu que toda reunión termine por una oración, sin la cual nadie se atrevería a levantarse para salir? Por cierto que una oración final es muy conveniente, si está en su lugar y ha sido inspirada por Dios. De lo contrario, sólo sería una pobre fórmula que no vale más que una liturgia.