Introducción
Nadie que tenga el sincero deseo de manifestar un carácter de discípulo puro y elevado, así como de promoverlo en sus hermanos, puede dejar de experimentar un sentimiento de grande tristeza y abatimiento al contemplar el cristianismo de nuestros días. Su tono está tan bajo, su aspecto tan insalubre y su espíritu tan débil, que uno a veces es tentado a perder toda esperanza de encontrar algo que se asemeje a un verdadero y fiel testimonio a un Señor ausente. Todo esto es tanto más deplorable cuando recordamos los motivos imperiosos que, por privilegio especial, deberían animarnos. Ya sea que consideremos al Maestro a quien somos llamados a seguir, la senda por la que somos llamados a andar, la meta que no debemos perder de vista o las esperanzas que deberían animarnos, no podemos sino reconocer que si penetráramos más en la realidad de todas estas cosas y si las mismas fuesen llevadas a cabo con una fe más simple, presentaríamos, con toda seguridad, una marcha cristiana más ferviente. “El amor de Cristo –dice el apóstol– nos constriñe” (2 Corintios 5:14). Este es el motivo más poderoso de todos. Cuanto más lleno esté el corazón del amor de Cristo, y cuanto más fijemos nuestros ojos espirituales en su bendita Persona, más buscaremos seguir sus huellas celestiales. Sus pisadas solo pueden ser advertidas por un «ojo sencillo»; y a menos que la voluntad propia sea quebrantada, la carne mortificada y el cuerpo puesto en sujeción, fracasaremos por completo en nuestra marcha como discípulos y “haremos naufragio en cuanto a la fe y a una buena conciencia”.
Que el lector no me mal interprete. Aquí no se trata en absoluto de la salvación personal. Se trata de otra cosa totalmente diferente. Nada puede ser más egoísta –tras haber obtenido la salvación como el fruto de la agonía de Cristo, de su sangre, de su cruz y de sus sufrimientos– que mantenernos a la mayor distancia posible de su sagrada Persona, conservando nuestra seguridad personal. Esto, hasta para el juicio natural, será considerado como un egoísmo digno del más rotundo desprecio. Mas cuando este carácter es manifestado por un hombre que profesa deber todo lo que tiene en el presente y en la eternidad a un Maestro rechazado, crucificado, resucitado y ausente, ningún lenguaje puede expresar esta bajeza moral. «Con tal que haya escapado del fuego del infierno, poco importa mi andar como discípulo». Lector, ¿acaso no le ofende, en lo más profundo de su alma, este sentimiento? Entonces procure con vehemencia apartarse de él y situarse en el polo opuesto de la brújula, diciendo sinceramente: «Con tal que mi bendito Maestro sea glorificado, poco importa, comparativamente, mi seguridad personal». Quiera Dios que esta sea la sincera expresión de muchos corazones en el día de hoy, cuando, ¡ay! se puede decir en verdad que “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21).
Quiera Dios que el Espíritu Santo, con su irresistible poder y con su energía celestial, suscite una cuadrilla de discípulos separados del mundo, y de devotos seguidores del Cordero, donde cada uno se halle unido, mediante los lazos del amor, a los cuernos del altar; una compañía, semejante a los trescientos hombres de Gedeón en los tiempos de antaño, capaz de confiar en Dios y de renunciar a la carne. ¡Oh, cómo suspira el corazón por ver esto! ¡Cómo el espíritu, sometido a veces a la influencia de una profesión fría y hueca, anhela con ahínco un más riguroso y sincero testimonio para Aquel que se despojó a sí mismo y dejó su gloria para que nosotros, por su sangre preciosa derramada en la cruz, pudiésemos ser elevados hasta ser sus compañeros en una felicidad eterna!
Ahora bien, entre los numerosos obstáculos que se oponen a esta plena consagración de corazón a Cristo que yo deseo ardientemente para mí y para mis lectores, el yugo desigual, tal como lo veremos, ocupa uno de los primeros lugares.
No os unáis en yugo desigual [heterozugeo] con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo [metoche] tiene la justicia con la injusticia [griego: anomia = anomia (ausencia de ley)]? ¿Y qué comunión [koinonia] la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo [apistos]? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso
(2 Corintios 6:14-18).
La economía mosaica nos enseña el mismo principio moral: “No sembrarás tu viña con semillas diversas, no sea que se pierda todo, tanto la semilla que sembraste como el fruto de la viña. No ararás con buey y con asno juntamente. No vestirás ropa de lana y lino juntamente”. “No harás ayuntar tu ganado con animales de otra especie; tu campo no sembrarás con mezcla de semillas y no te pondrás vestidos con mezcla de hilos” (Deuteronomio 22:9-11; Levítico 19:19).
Estos pasajes de la Escritura bastarán para mostrar el mal moral de un yugo desigual. Se puede afirmar, con absoluta seguridad, que nadie puede ser un seguidor de Cristo, libre de toda atadura, estando bajo un yugo desigual. Puede que sea una persona salva, un verdadero hijo de Dios, un creyente sincero. No obstante, al estar bajo un yugo desigual, no será un discípulo honrado; y no solamente eso, sino que hay un obstáculo que impide una plena manifestación de lo que él es efectivamente en el Señor.
Esto es como decir: «Sacad vuestros cuellos de debajo del yugo desigual, y yo os recibiré, y entonces habrá una manifestación plena, notoria y práctica de vuestra relación con el Señor Todopoderoso». Esta idea es evidentemente diferente de la que se expresa en la epístola de Santiago: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (cap. 1:18). Y asimismo en la primera epístola de Pedro leemos: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (cap. 1:23). También en la primera epístola de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (cap. 3:1). Y en el evangelio de Juan todavía leemos: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (cap. 1:12-13). En todos estos pasajes, la relación de hijos se funda en el consejo y la operación de Dios, y se nos presenta como si fuese la consecuencia de un acto que no depende de nosotros; mientras que en 2 Corintios 6, ella nos es presentada como el resultado de haber roto con el yugo desigual. En otras palabras, aquí se trata de una cuestión puramente práctica.
Así pues, en Mateo 5 leemos: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (v. 44-45). Aquí también encontramos el lado práctico y la manifestación pública de la relación, así como la influencia moral que deriva de ella.
Conviene que los hijos de un Padre así actúen del mismo modo. En resumidas cuentas, tenemos, por un lado, la posición o relación de hijos en absoluto, fundada en la soberana voluntad de Dios y en su propia obra; por otro lado, tenemos el carácter moral que surge como consecuencia de esta relación, y que constituye el terreno apropiado para que Dios, con justicia, reconozca públicamente esta relación. Dios no puede reconocer de forma plena y pública a aquellos que se hallan unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues, si lo hiciera, ello equivaldría a aceptar este yugo. Él no puede reconocer ni a “las tinieblas” ni a “la injusticia” ni a “Belial” ni a un “incrédulo”. ¿Cómo podría hacerlo? Por eso, si me uno voluntariamente en yugo desigual con cualquiera de estas cosas, me identifico moral y públicamente con ella, y de ningún modo con Dios. Me sitúo en una posición que Dios no puede reconocer. Pero, si abandono esa posición, si salgo y me aparto, si retiro mi cuello del yugo desigual, entonces podré ser pública y plenamente recibido y reconocido como «hijo o hija del Señor Todopoderoso». Este es un principio solemne y escudriñador para todos aquellos que sienten que lamentablemente se han colocado bajo un yugo así. Ellos no andan como discípulos, ni tampoco se hallan pública y moralmente sobre el terreno de hijos. Su secreta relación con Dios no tiene nada que ver aquí. El hecho es que ellos mismos se han colocado completamente fuera del terreno de Dios. Metieron sus cuellos insensatamente bajo un yugo que, al no ser el yugo de Cristo, ha de ser necesariamente el de Belial. La gracia de Dios, sin duda, es infinita; y puede venir al encuentro de nosotros en todos nuestros fracasos y debilidades; mas si nuestras almas anhelan un andar más elevado como discípulos, debemos abandonar de inmediato el yugo desigual, cueste lo que cueste, siempre que podamos hacerlo; en el caso contrario, solo nos queda inclinar nuestra cabeza con vergüenza y pesar, y mirar a Dios para obtener una plena liberación.
Hay cuatro aspectos distintos en que podemos considerar el yugo desigual:
1. El doméstico o matrimonial (pág. 13)
2. El comercial (pág. 25)
3. El religioso (pág. 33) y
4. El filantrópico (pág. 43)
Algunos creyentes tal vez estarían dispuestos a restringir el sentido de 2 Corintios 6:14 al primero de estos aspectos; pero el apóstol no lo hace. Sus palabras son: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos”. Él no especifica el carácter o el objeto de este yugo, lo que nos autoriza a dar a este pasaje la más amplia aplicación. Dejemos que su filo haga mella por sí mismo en todo tipo de yugo desigual; y veremos la importancia de este proceder, antes de que concluyamos estas observaciones, si el Señor lo permite.