El yugo desigual

El yugo desigual comercial

Consideremos ahora el yugo desigual en su aspecto comercial, tal como lo vemos en el caso de las sociedades comerciales. Si bien no presenta un aspecto tan serio como el que acabamos de considerar –pues en este compromiso uno puede librarse con mayor facilidad que en el conyugal–, no deja de ser un obstáculo al testimonio del creyente. Cuando un creyente se une en yugo con un incrédulo con fines comerciales –sea el socio un pariente o no–, o cuando llega a ser socio de una empresa del mundo, prácticamente abandona su libertad individual. De ahí en adelante, todos los actos de esa sociedad comercial serán también sus propios actos, y es completamente evidente que no se puede hacer que una empresa comercial establecida sobre principios mundanos, actúe sobre la base de principios celestiales. Todos los socios mundanos se reirían de semejante idea, puesto que ello sería un verdadero obstáculo para el éxito de las operaciones. Ellos se sentirán completamente libres para adoptar los recursos que les parezcan convenientes a fin de llevar adelante sus negocios, y tales medios empleados bien pueden ser –por no decir que serán– contrarios al espíritu y a los principios del reino de Dios, donde está el creyente, y de la Iglesia de la cual forma parte. Por eso, un cristiano asociado a un incrédulo se hallará a menudo en una posición sumamente penosa. Es posible que se sirva de su influencia para buscar cristianizar el modo de conducir los asuntos; pero los demás lo obligarán a manejar los negocios de la misma manera que lo hacen todos, y así no tendrá más remedio que derramar sus lágrimas en secreto por su anómala y difícil posición, o bien retirarse, sufriendo una gran pérdida pecuniaria para sí y para su familia.

Si el ojo fuera sencillo, no tendría ninguna duda acerca de cuál de las dos soluciones tendría que adoptar; pero, ¡ay, el mismo hecho de haberse colocado en tal posición demuestra la falta de un ojo sencillo!; y asimismo la falta de discernimiento espiritual para poder apreciar el valor y la autoridad de los principios divinos, que de otro modo ciertamente harían salir a un cristiano de tal asociación. El hombre que tiene un ojo sencillo, no puede colocarse bajo un mismo yugo con un incrédulo con el propósito de ganar dinero. Solo tendrá como objeto la gloria de Cristo; y este objeto jamás podrá ser alcanzado por una transgresión de un principio divino. Esto simplifica todo el asunto. Si el hecho de que un cristiano se haya hecho socio de una casa de comercio mundana no glorifica a Cristo, ello, sin duda, debe favorecer los designios del diablo. No existe una posición intermedia entre ambos extremos. Pero es claro que Cristo no es glorificado por ello, pues su Palabra dice:

No os unáis en yugo desigual con los incrédulos
(2 Corintios 6:14).

Tal es el principio que no puede ser violado sin perjudicar el testimonio y sin hacer perder bendiciones espirituales. Es cierto que la conciencia de un cristiano que peca en este asunto puede buscar aliviarse de diversas maneras; puede recurrir a diversos subterfugios; puede esgrimir diversos argumentos para persuadirse de que todo está bien. Se dirá que «podemos ser muy devotos y espirituales, en lo que concierne a lo personal, aun cuando nos encontremos, por asuntos comerciales, unidos bajo un mismo yugo con un incrédulo». Sin embargo, se verá que no puede ser más que una falacia, cuando se lo someta a la prueba de la práctica cotidiana. Un siervo de Cristo se verá trabado de mil maneras por su asociación mundana. Si en lo que atañe a su servicio para Cristo, él no encuentra una abierta hostilidad, tendrá que luchar contra los esfuerzos secretos y continuos del enemigo para apagar su ardiente celo y arrojar agua fría sobre todos sus proyectos. Recibirá burlas y desprecios, y se le recordará continuamente el efecto que su entusiasmo producirá en lo que respecta a las perspectivas comerciales de la empresa. Si el creyente emplea su tiempo, sus talentos o sus recursos pecuniarios para lo que cree que es el servicio del Señor, se le calificará de necio, y se le dará a entender que el único modo conveniente y razonable de servir al Señor, para un hombre ocupado en el comercio, es «dedicarse a sus negocios y nada más que a sus negocios». Tal es la dedicación exclusiva de los pastores y ministros ocupados en los asuntos religiosos, pues ellos son puestos aparte y se les paga para eso.

Ahora bien, aunque la mente renovada de un cristiano pueda estar totalmente convencida de la falacia de todos estos razonamientos; aunque sea capaz de comprender que esta sabiduría mundana no es sino un débil y raído manto que se arroja sobre las ambiciosas prácticas del corazón, con todo, ¿quién podría decir hasta qué punto el corazón puede ser influido por tales cosas? Nos cansamos de una resistencia continua. La corriente se torna demasiado fuerte para nosotros, y vamos cediendo poco a poco a su fuerza y nos dejamos arrastrar por la superficie. Puede que la conciencia intente efectuar algunos últimos movimientos de resistencia; pero la energía espiritual está paralizada, y la sensibilidad de la nueva naturaleza, debilitada, de modo que no hay nada que responder a estos clamores de la conciencia, ningún esfuerzo suficientemente poderoso para resistir al enemigo. La mundanalidad de un cristiano se liga con las influencias contrarias de afuera; las obras exteriores son atacadas por la tormenta, y la ciudadela de los afectos del alma es vigorosamente asaltada; y, finalmente, tal hombre sucumbe en una vida de completa mundanalidad, realizando así, en su propia persona, el conmovedor lamento del profeta: “Sus nobles fueron más puros que la nieve, más blancos que la leche; más rubios eran sus cuerpos que el coral, su talle más hermoso que el zafiro. Oscuro más que la negrura es su aspecto; no los conocen por las calles; su piel está pegada a sus huesos, seca como un palo” (Lamentaciones 4:7-8). Ese hombre que un día era conocido como siervo de Cristo –un colaborador para el reino de Dios–, que hacía uso de sus recursos solo para fomentar los intereses del Evangelio de Cristo, ahora, lamentablemente, no es conocido más que como un astuto e infatigable negociante que hace grandes y ventajosos negocios, de quien el apóstol bien podría decir: “Demas me ha desamparado, amando este mundo [griego: ton nun aiona = al presente siglo]” (2 Timoteo 4:10).

Lo que quizás induce a los cristianos a colocarse bajo un mismo yugo comercial con los incrédulos es el hábito de buscar mantener a un mismo tiempo los dos caracteres: el de cristiano y el de negociante. Esta es una trampa lamentable. Si soy cristiano, mi cristianismo debe manifestarse como una realidad viviente, en la posición donde me encuentre; y si no puedo manifestarlo donde estoy, no debo permanecer más allí; pues si continúo en una esfera o posición en la cual la vida de Cristo no puede manifestarse, muy pronto no poseeré nada de cristianismo más que el nombre, sin realidad –la forma exterior sin el poder interior–, la cáscara sin la almendra. Yo debo ser siervo de Cristo no solo el domingo, sino también del lunes por la mañana al sábado por la noche. No solo debo ser siervo de Cristo en la iglesia, sino también en mi lugar de trabajo, en mis ocupaciones temporales, cualesquiera que sean.

Pero no puedo ser un verdadero siervo de Cristo si he puesto mi cuello bajo yugo con un incrédulo; pues ¿cómo los siervos de dos amos enemigos podrían trabajar bajo el mismo yugo? Es absolutamente imposible; tan imposible como intentar unir los rayos solares del mediodía con las profundas tinieblas de la medianoche. Hago aquí un solemne llamado a la conciencia de mis lectores, en presencia del Dios Todopoderoso, quien juzgará los secretos del corazón de los hombres por Jesucristo, también en relación con este importante asunto. Quisiera decirle, si ha pensado meterse en sociedad con un incrédulo: ¡Huya de allí! Sí, huya aunque esta sociedad le prometa millones. Se va a hundir en un laberinto de dificultades y de dolores. “Arará” el campo con un hombre cuyos sentimientos, instintos y tendencias son diametralmente opuestos a los suyos. «Un buey y un asno» no son tan diferentes, en todos los aspectos, como un creyente y un incrédulo. ¿Cómo podrían estar de acuerdo? Él quiere ganar dinero –sacar buenas ganancias–, congeniar con el mundo y progresar en él; en cambio usted siente (o al menos debería sentir) la necesidad de crecer en la gracia y la santidad, de promover los intereses de Cristo y de su Evangelio en la tierra y de proseguir su camino rumbo al reino eterno de nuestro Señor Jesucristo. El objeto de él es el dinero; el suyo, espero, Cristo. Él vive para este mundo; usted, para el mundo venidero. Él está ocupado en las cosas temporales; usted, en las que pertenecen a la eternidad. ¿Cómo, pues, podría encontrarse en el mismo terreno? Sus principios, motivaciones, objetos y esperanzas son completamente opuestos. ¿Cómo sería posible que tuvieran algo en común?

Seguramente solo basta considerar todo esto con un ojo sencillo para verlo en su verdadera luz. Es imposible que uno que tiene el ojo fijo en Cristo y el corazón lleno de Él, pueda alguna vez unirse bajo un yugo desigual con un socio mundano para el objeto que sea. Permítame, pues, querido lector cristiano, suplicarle una vez más, antes que dé un paso tan terrible –un paso que puede traer consecuencias funestas, tan lleno de peligros para sus intereses como para el testimonio de Cristo, con el cual usted es honrado– que considere todo este asunto, con un corazón honesto, en el santuario de Dios, y lo sopese en Su sagrada balanza. Pregúntele a Dios qué piensa de ello, y escuche con una voluntad sumisa y una buena conciencia Su respuesta. Ella es tan simple y poderosa como si cayese directamente del cielo: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos”.

Pero si, por desgracia, mi lector se hallara ya bajo el yugo, quisiera decirle: Dentro de lo posible, rompa con él lo más pronto que pueda. Me asombraría sobremanera si todavía no ha descubierto que este yugo es una pesada carga. Sería superfluo que le detallara las tristes consecuencias de hallarse en tal posición. Sin duda las conoce perfectamente. Sería inútil imprimirlas sobre un papel o dibujarlas en un cuadro, para uno que ya las está experimentando efectivamente. Mi querido hermano en Cristo, no pierda un instante para renunciar a este yugo. Debe hacerlo en la presencia del Señor, de acuerdo con Sus principios y en virtud de Su gracia. Es más fácil meterse en una falsa posición que salir de ella. Una sociedad que data de diez o veinte años, no puede disolverse en un momento. Deberá hacerse con calma, con humildad y con oración, como en la presencia del Señor y para su gloria solamente. Yo puedo deshonrar al Señor tanto por mi manera de salir de una falsa posición como por entrar en ella. Por eso, si me encuentro asociado con un incrédulo, y mi conciencia me dice que hice mal, es menester que le declare honesta y francamente a mi socio que ya no podré seguir con él. Y una vez hecho esto, mi deber es realizar todos los esfuerzos posibles para que los asuntos de la empresa se liquiden con rectitud, buena fe y seriedad, a fin de no darle ninguna ocasión al adversario de hablar de una manera injuriosa y para que mi decisión no sea motivo de calumnias.

Debemos evitar la precipitación, la imprudencia y la presunción, cuando actuamos claramente para el Señor y en defensa de sus santos principios. Si un hombre se encuentra preso en una trampa o extraviado en un laberinto, no por audaces y violentos movimientos quedará libre. No; más bien deberá humillarse, confesar sus pecados delante del Señor, y luego volver sobre sus pasos con paciencia y en una entera dependencia de la gracia que no solo es capaz de perdonarlo por haberse metido en una falsa posición, sino también de encaminarlo e introducirlo en una buena.

Nótese que, como ocurre con el yugo conyugal, la cuestión se ve profundamente modificada por el hecho de una sociedad contraída antes de la conversión. No estoy diciendo en absoluto que este sea un justificativo para que uno permanezca en ella. De ninguna manera; pero ello le evitará muchísimos sufrimientos de corazón y manchas de conciencia relacionados con tal posición, e influirá considerablemente en el modo de retirarse de la sociedad.

Al final, el Señor es glorificado por la inclinación moral del corazón y de la conciencia en la dirección correcta, lo cual, seguramente, le será agradable. Si me juzgo a mí mismo cuando me hallo en un mal camino, y la inclinación moral de mi corazón y de mi conciencia producen en mí el deseo de salir, Dios lo aceptará y, sin ninguna duda, me pondrá en el buen camino. Pero al hacerlo, él no tolerará que viole una verdad al procurar obedecer otra. La misma Palabra que dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos”, también dice:


Pagad a todos lo que debéis. No debáis a nadie nada. Procurad lo bueno delante de todos los hombres. A fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera
(Romanos 13:7-8; 12:17; 1 Tesalonicenses 4:12).

Si he ofendido a Dios al asociarme con un incrédulo, debo guardarme de ofender a cualquier hombre por la manera de separarme de la sociedad. Una profunda sumisión a la Palabra de Dios, por el poder del Espíritu Santo, pondrá todas las cosas en orden, nos conducirá por sendas derechas y nos dará la capacidad de evitar extremos peligrosos.