El yugo desigual religioso
Al echar ahora una ojeada al aspecto religioso del yugo desigual, quisiera asegurarle a mi lector que no es de ninguna manera mi deseo herir los sentimientos de nadie describiendo las pretensiones de las diferentes denominaciones que veo alrededor de mí. No es esa en absoluto mi intención. El tema de este escrito es lo suficientemente importante como para que uno le oscurezca mediante la introducción de otras ideas. Además, es demasiado preciso como para permitir semejante mezcla. Nuestro tema es El yugo desigual, y en él habremos de centrar nuestra atención.
Al recorrer las Escrituras, hallamos innumerables pasajes que expresan ese espíritu de separación que debería siempre caracterizar al pueblo de Dios. Ya sea que nuestra atención se dirija hacia el Antiguo Testamento –en el cual vemos a Dios en sus relaciones con su pueblo terrenal, Israel, y en sus tratos con él–, o que se fije en el Nuevo Testamento –en el que tenemos las relaciones de Dios con su pueblo celestial, la Iglesia, y sus tratos con ella–, encontramos la misma verdad puesta en evidencia de manera prominente, a saber, la entera separación de aquellos que pertenecen a Dios. La posición de Israel es reafirmada así en la parábola de Balaam: “He aquí que este pueblo habitará solo1 , y entre las demás naciones no será contado” (Números 23:9, V. M.). Su lugar estaba fuera de todas las naciones de la tierra, y ellos eran responsables de mantener esta separación. A lo largo de los cinco libros de Moisés, los israelitas son instruidos, advertidos y amonestados a ese respecto; y en los Salmos y los Profetas se registran sus fracasos relativos al mantenimiento de esta separación; fracasos que, como lo sabemos, atrajeron sobre sí los severos juicios de la mano de Dios. Este breve artículo se transformaría en un volumen si tan solo me propusiese citar todos los pasajes que se refieren a este punto. Doy por sentado que mis lectores conocen lo suficiente su Biblia como para hacer innecesarias tales citas. Pero si es necesario, el lector puede buscar en una concordancia los pasajes donde se hallan las palabras “separar” y “separación”, las que bastarán para darle un panorama de todo el conjunto de evidencias que la Escritura aporta sobre este tema. El pasaje de Números que acabo de citar es la expresión de los pensamientos de Dios acerca de su pueblo Israel: “He aquí que este pueblo habitará solo”.
Sucede lo mismo con respecto al pueblo celestial de Dios, la Iglesia, el cuerpo de Cristo, compuesta por todos los verdaderos creyentes. Ellos también son un pueblo separado, solo que sobre un terreno mucho más elevado.
Examinemos ahora el principio de esta separación. Hay una gran diferencia entre estar separados sobre la base de lo que somos nosotros, y estar separados sobre la base de lo que Dios es. Lo primero hace de un hombre un fariseo; lo último lo hace un santo. Si le digo a mi prójimo, pobre pecador como yo: “Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5), soy un detestable fariseo e hipócrita; pero Dios en su infinita condescendencia y en su perfecta gracia me dice: «Yo te he puesto en relación conmigo, en la persona de mi Hijo Jesucristo; por tanto, sé santo y separado de todo mal; sal de en medio de ellos y apártate». Entonces, tengo la obligación de obedecer, y mi obediencia es la manifestación práctica de mi carácter de santo. Poseo este carácter no a causa de algo que se halle en mí, sino simplemente porque Dios me ha traído cerca de él por la sangre preciosa de Cristo. Bueno es que tengamos en claro esto. El fariseísmo y la santificación divina son dos cosas muy diferentes, y, sin embargo, se las confunde con frecuencia. Aquellos que se esfuerzan por conservar este lugar de separación, que pertenece al pueblo de Dios, son constantemente acusados de ponerse por encima de sus semejantes, y de pretender tener un grado más elevado de santidad personal. Esta acusación surge por no prestar atención a esa distinción. Cuando Dios llama a los hombres a separarse, lo hace sobre la base de lo que él ha hecho por ellos en la cruz, y del lugar que les ha asignado en una eterna asociación con él en la persona de Cristo. Pero si yo me separo sobre la base de lo que soy en mí mismo, ello es la más absurda y fútil presunción, que tarde o temprano será hecha manifiesta. Dios manda a su pueblo a ser santo sobre la base de lo que Él es:
Sed santos, porque yo soy santo
(1 Pedro 1:16).
Esto evidentemente es muy diferente de: “Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5). Si Dios puso a los hombres en relación con él, tiene el derecho de prescribir cuál debe ser su carácter moral, y ellos tienen la responsabilidad de responder a ello. Así pues, vemos que la más profunda humildad constituye la base de la separación de un santo. No hay nada más adecuado para ponernos en el polvo, que tener presente la verdadera naturaleza de la santidad divina. Es una humildad enteramente falsa la que surge de contemplarnos a nosotros mismos; en efecto, ella en realidad está basada en el orgullo, el cual nunca ha visto hasta el fondo de su propia y total indignidad. Algunos se imaginan que pueden alcanzar la más profunda y verdadera humildad al contemplarse a sí mismos, pero eso solo es posible contemplando a Cristo. Como lo expresa el poeta:
Entre más tus glorias deslumbren mis ojos,
En un lugar más humilde me tenderé.
Este es un sentimiento justo, fundado en un principio divino. El alma que contempla el esplendor de la gloria moral de Cristo es verdaderamente humilde, y ningún otro lo es. Tenemos motivos para humillarnos, sin duda, cuando pensamos en las pobres criaturas que somos; pero basta reflexionar un momento de manera justa, para ver que es pura falacia el buscar producir algún buen resultado práctico contemplándose a uno mismo. Somos verdaderamente humildes solo cuando nos encontramos en presencia de una excelencia infinita. Por eso un hijo de Dios debería rehusar llevar el yugo con un incrédulo, ya sea con fines domésticos, comerciales o religiosos, porque Dios le dice que se separe, y no a causa de su propia santidad personal. Poner en práctica este principio, en materia religiosa, debe necesariamente implicar muchas pruebas y dolores; será tildado de intolerancia, fanatismo, estrechez de miras, exclusivismo, etc.; pero nada podemos hacer para remediar esto. Con tal que nos mantengamos separados según un principio justo y con un espíritu recto, podemos sin temor dejar a Dios todos los resultados. Seguramente el remanente en los días de Esdras debió parecer excesivamente intolerante cuando rechazó la cooperación de los pueblos circunvecinos para la construcción de la casa de Dios; pero, al rehusar esta ayuda, ellos actuaron de acuerdo con un principio divino. “Oyendo los enemigos de Judá y de Benjamín que los venidos de la cautividad edificaban el templo de Jehová Dios de Israel, vinieron a Zorobabel y a los jefes de casas paternas, y les dijeron: Edificaremos con vosotros, porque como vosotros buscamos a vuestro Dios, y a él ofrecemos sacrificios desde los días de Esar-hadón rey de asiria, que nos hizo venir aquí” (Esdras 4:1-2). Parecía una propuesta muy atractiva, que manifestaba una muy decidida inclinación por el Dios de Israel; sin embargo, el remanente la rechazó porque esta gente, a pesar de su bella profesión, no eran en el fondo más que incircuncisos y adversarios. “Zorobabel, Jesúa, y los demás jefes de casas paternas de Israel dijeron: No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel” (Esdras 4:3). Ellos no quisieron llevar el yugo con los incircuncisos; no quisieron “arar con buey y con asno juntamente” ni “sembrar su campo con mezcla de semillas”; se mantuvieron separados, aun cuando se expusieran por eso a ser tratados de fanáticos, estrechos de miras, iliberales e intolerantes.
Así también leemos en Nehemías: “Y habíase ya separado el linaje de Israel de todos los hijos de tierra extraña; y poniéndose en pie hicieron confesión de sus pecados, y de las iniquidades de sus padres” (cap. 9:2, V. M.). Esto no era sectarismo, sino una positiva obediencia. Su separación era esencial para su existencia como pueblo. No habrían podido gozar de la presencia divina sobre ningún otro terreno. Así debe ser siempre con el pueblo de Dios en la tierra. Es menester que los cristianos se separen, pues, de lo contrario, no solo serían inútiles, sino malsanos. Dios no puede reconocerlos ni andar con ellos si se unen en yugo desigual con los incrédulos, sobre cualquier terreno o con el objetivo que sea. La gran dificultad estriba en combinar un espíritu de intensa separación con un espíritu de gracia, dulzura e indulgencia, o, como otro lo ha expresado: «Mantener los pies en el camino estrecho, con un corazón amplio». Esto es realmente difícil. Pues así como el mantenimiento estricto y sin concesiones de la verdad, tiende a estrechar el círculo alrededor de nosotros, así también necesitamos el poder expansivo de la gracia para mantener un corazón amplio y nuestros afectos vivos y cálidos. Si contendemos por la verdad de otra manera que no sea en gracia, solo presentaremos un lado del testimonio, e incluso el menos atractivo. Por otra parte, si mostramos la gracia a expensas de la verdad, ello, a la larga, demostrará ser tan solo la manifestación de un liberalismo popular a expensas de Dios: una cosa muy indigna.
Así pues, en lo que respecta al propósito por el cual los verdaderos cristianos se unen ordinariamente en yugo desigual con aquellos que, según su propia confesión y según el juicio de la sociedad misma, no son para nada cristianos, diré finalmente que nunca se puede alcanzar un objeto verdaderamente divino y celestial transgrediendo una verdad de Dios. «Per fas aut nefas»2 jamás puede ser una divisa divina. Los medios no son santificados por el fin; sino que tanto los medios como el fin deben estar conformes con los principios de la santa Palabra de Dios; de lo contrario, todo desembocará en confusión y deshonra. Rescatar a Ramot de Galaad de las manos del enemigo podía parecer un muy digno objetivo para Josafat; además, podría haber parecido un hombre muy liberal, grato, popular y de corazón amplio, cuando, en respuesta a la propuesta de Acab, dijo: “Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra” (2 Crónicas 18:3). Es fácil ser liberales y tener un corazón amplio a expensas de los principios divinos; pero ¿cómo terminó esto? Acab fue muerto y Josafat a duras penas escapó con vida, tras haber hecho naufragio en cuanto al testimonio. Vemos, pues, que Josafat ni siquiera alcanzó el objetivo por el cual se había puesto bajo un yugo desigual con un incrédulo; y aun si lo hubiera alcanzado, este suceso no habría justificado su proceder.3 Nada puede justificar el yugo desigual de un creyente con un incrédulo; y, en consecuencia, por más hermosa, atractiva y plausible que haya podido parecer la expedición de Ramot a los ojos de los hombres, ella, para el juicio de Dios, era dar ayuda al impío, y amar a los que aborrecen a Jehová (2 Crónicas 19:2). La verdad de Dios despoja a los hombres y a las cosas del falso brillo del que quisieran revestirlos aquellos que se dejan llevar por el espíritu de la conveniencia; ella los presenta en su verdadera luz; y es una gracia inefable tener el claro juicio de Dios acerca de todo lo que acontece alrededor de nosotros: ello confiere calma al espíritu, da firmeza a la marcha y al carácter, y nos libra de esa triste fluctuación de pensamientos, sentimientos y principios que nos vuelve completamente ineptos para la posición de testigos firmes y consecuentes para Cristo.
De seguro erraremos el blanco si intentamos formar nuestro juicio según los pensamientos y las opiniones de los hombres; pues ellos juzgan siempre según las apariencias exteriores, y no según el carácter intrínseco y el principio de las cosas. Con tal que los hombres alcancen lo que ellos creen que es un objetivo justo, poco les importa el modo de llegar a tal fin. Pero el verdadero siervo de Cristo sabe que debe hacer la obra de su Maestro según los principios y en el espíritu de su Maestro. Este jamás podrá estar satisfecho de alcanzar el objetivo más loable, a menos que lo haga por un camino trazado por Dios. Los medios y el fin deben ser ambos divinos. Admito, por ejemplo, que es un muy deseable objetivo propagar las Santas Escrituras –la Palabra pura y eterna de Dios–. Pero si yo no puedo propagarlas por otro medio que no sea unirme en yugo desigual con un incrédulo, tengo que abstenerme, ya que no debo hacer el mal para que venga el bien.
Pero –bendito sea Dios– su siervo puede propagar su precioso libro sin violar los preceptos contenidos en él. Él puede, bajo su propia responsabilidad individual, o en comunión con aquellos que están verdaderamente del lado del Señor, propagar en todas partes la preciosa semilla, sin por eso asociarse con aquellos cuya marcha y conducta demuestran que son del mundo.
Lo mismo puede decirse con respecto a cualquier objetivo de carácter religioso. El mismo solo puede y debe cumplirse según los principios de Dios. Se nos objetará, quizás, que la Biblia nos dice que no juzguemos –que no podemos leer en el corazón–, y que debemos confiar en que todos aquellos que colaboran en buenas obras, como por ejemplo la traducción de la Biblia, la distribución de tratados y el apoyo de obras misioneras, son cristianos; por consecuencia, no puede ser malo que nos liguemos con ellos. A todo eso respondo que a duras penas encontramos un pasaje en el Nuevo Testamento tan mal comprendido y tan mal aplicado como Mateo 7:1: “No juzguéis, para que no seáis juzgados”. En el mismo capítulo leemos: “Guardaos de los falsos profetas… por sus frutos los conoceréis” (v. 15). Ahora bien, ¿cómo podemos “guardarnos” si no ejercemos nuestro juicio? Asimismo, leemos en 1 Corintios 5: “Porque, ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están fuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (v. 12-13). Aquí se nos enseña claramente que aquellos que están “dentro” están inmediatamente sujetos al juicio de la Iglesia. Ahora bien, según la interpretación ordinaria de Mateo 7:1, no deberíamos juzgar a nadie; esta interpretación, pues, debe necesariamente ser falsa. Si las personas profesan estar “dentro”, se nos manda juzgarlas. “¿No juzgáis vosotros a los que están dentro?”. En cuanto a los que están “fuera”, nada tenemos que ver con ellos, más allá de presentarles la gracia pura, perfecta, rica, ilimitada e insondable que brilla con un esplendor inefable en la muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Todo esto es bastante simple. Se le ordena al pueblo de Dios que ejerza su juicio en cuanto a todos aquellos que profesan estar “dentro”; se le dice que se guarde “de los falsos profetas”; se le manda “probar los espíritus” (1 Juan 4); y ¿cómo podríamos probarlos si no debemos juzgar en absoluto? ¿Qué quiso decir, pues, nuestro Señor con estas palabras: “No juzguéis”? Yo creo que él quiso decir precisamente lo que Pablo dijo por el Espíritu Santo, cuando nos manda “no juzgar nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5). Lo que no debemos juzgar son los motivos del corazón, pero sí debemos juzgar la conducta y los principios de los demás; es decir, la conducta y los principios de todos aquellos que profesan estar “dentro”. Y de hecho, los mismos que dicen: «No debemos juzgar», no dejan de emitir juicios. No hay ningún cristiano verdadero en quien el instinto moral de la naturaleza divina no juzgue sobre el carácter, la conducta y la doctrina; y estos son precisamente los puntos que se hallan dentro del ámbito de juicio del creyente.
Todo lo que quisiera, pues, urgir en la conciencia del lector cristiano, es el deber que tiene de ejercer un juicio sobre aquellos con quienes se coloca bajo yugo en materia religiosa. Si él en este momento estuviera trabajando en yugo con un incrédulo, ello sería una positiva violación del mandamiento del Espíritu Santo. Puede que lo haya hecho en ignorancia hasta este día; si es así, la gracia del Señor está presta a perdonar y restaurar. Pero si, tras haber sido advertido, persiste en la desobediencia, no es posible que pueda esperar la bendición de Dios y Su presencia con él, cualquiera sea el valor o la importancia de la meta que se proponga alcanzar.
El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros
(1 Samuel 15:22).
- 1N. del T.: En la versión Reina-Valera solo consta en una nota alternativa; pero ese es el sentido que dan la mayoría de las versiones.
- 2N. del T.: Expresión latina castellanizada «por fas o per nefas», que significa «por lo justo o lo injusto», es decir, «el fin justifica los medios», sin reparar en su calidad o licitud.
- 3N. del A.: El yugo desigual resultó ser una terrible trampa para el amable corazón de Josafat. Él se puso bajo yugo con Acab con un fin religioso; y a pesar del fin desastroso de este proyecto, lo vemos unirse nuevamente en yugo con Ocozías con un fin comercial, que también terminó en pérdida y confusión. Por último, llevó el yugo con Joram con un fin militar (comp. 2 Crónicas 18; 20:32-37; 2 Reyes 3).