El yugo desigual filantrópico
Solo nos resta considerar el aspecto filantrópico del yugo desigual. Muchos dirán: «Admito plenamente que no debemos unirnos para el culto o el servicio para Dios con incrédulos declarados; pero sí tenemos libertad de unirnos a ellos para promover objetos de filantropía1 , como, por ejemplo, para proveer a las necesidades de los pobres, distribuirles pan y ropas, recuperar personas entregadas a diversos vicios tales como alcohólicos, drogadictos, etc., establecer asilos para ciegos, manicomios, fundar hospitales y sanatorios para la atención de enfermos y heridos, lugares de refugio para los abandonados, para las viudas y los huérfanos; en una palabra, para todo aquello que pueda contribuir a mejorar el estado físico, moral e intelectual de nuestros semejantes». Esto, a primera vista, parece sobradamente bello. Alguien me podría preguntar si yo no quisiera ayudar a un hombre en la ruta a sacar su vehículo atascado en el barro; a lo que contesto: por cierto que sí. Pero si se me propone hacerme miembro de una sociedad mixta de creyentes e inconversos, cuya meta sería remolcar vehículos atascados, entonces me rehusaría; no pretendiendo una santidad superior, sino porque la Palabra de Dios dice:
No os unáis en yugo desigual con los incrédulos
(2 Cor. 6:14).
Esta sería mi respuesta, cualquiera fuese el propósito de la sociedad. Al siervo de Cristo se le ordena estar “dispuesto a toda buena obra”; “hacer bien a todos”; “visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Tito 3:1; Gálatas 6:10; Santiago 1:27). Pero debe hacer todo eso como siervo de Cristo, y no como miembro de una sociedad o un comité donde se admitan inconversos, ateos y todo tipo de personas malvadas e impías. Además, debemos recordar que toda la filantropía de Dios está relacionada con la cruz del Señor Jesucristo. Este es el canal a través del cual Dios quiere dispensar sus bendiciones; la poderosa palanca por medio de la cual quiere elevar al hombre física, moral e intelectualmente.
Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres [griego: filantropía], nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador
(Tito 3:4-6).
Esta es la filantropía de Dios, su manera de mejorar la condición del hombre. El cristiano puede colocarse cómodamente bajo el yugo con todos aquellos que comprenden el valor de este modo de actuar, pero con nadie más.
Los hombres del mundo ignoran todo esto y no les importa en lo más mínimo. Pueden procurar realizar reformas, pero son reformas sin Cristo. Pueden promover mejoras, pero se trata de mejoras sin la cruz. Quieren hacer progresos de todo tipo, pero Jesús no es su punto de partida ni la meta de su carrera. ¿Cómo, pues, un cristiano podría colocarse bajo el yugo con ellos? Ellos quieren trabajar sin Cristo, Aquel a quien el cristiano debe todo. ¿Puede estar contento de trabajar con ellos? ¿Puede tener algún objeto en común con ellos? Si alguien viene y me dice: «Necesitamos su colaboración para distribuir ropas y alimentos a los pobres, para fundar hospitales y manicomios, para proveer a la manutención y la educación de los huérfanos, para mejorar el estado físico de nuestros semejantes; pero le avisamos que según un principio fundamental de la sociedad, el consejo o la comisión que se formó para tal objetivo, el nombre de Cristo no debe pronunciarse, puesto que ello daría lugar a controversias. Nuestros objetivos no son en absoluto religiosos, sino exclusivamente filantrópicos; por tanto, la religión debe ser cuidadosamente excluida de todas nuestras reuniones públicas. Nos reunimos como hombres para una obra de beneficencia, por lo que, incrédulos, ateos, personas con todo tipo de creencias, pueden unirse bajo el mismo yugo con el fin de poner en marcha la gloriosa máquina de la filantropía». ¿Cuál debería ser mi respuesta a tal demanda? El hecho es que, uno que ama verdaderamente al Señor Jesús, y quisiera dar respuesta a tal llamado, se quedaría sin palabras. ¿¡Qué!? ¿Hacer bien a los hombres con la exclusión de Cristo? ¡Dios no lo permita! Si para alcanzar los objetivos de la pura filantropía debo dejar de lado a este Salvador bendito que vivió y murió, y que vive eternamente para mí, entonces ¡no quiero su filantropía! Satanás siempre quiere dejar de lado al Hijo de Dios; y cuando logra que los hombres hagan lo mismo, les permite ser benevolentes, caritativos y filántropos. Pero, en honor a la verdad, tal benevolencia y tal filantropía deberían ser propiamente denominadas malevolencia y misantropía; pues ¿de qué manera más eficaz podría uno mostrar mala voluntad y aversión a la humanidad que dejando de lado a Aquel único que puede realmente bendecirlos para el tiempo y la eternidad? Pero ¿en qué condición moral se halla un corazón, con respecto a Cristo, que es capaz de tomar lugar en una junta o sobre un estrado, con la condición de que ese Nombre bendito no sea pronunciado? ¡Seguramente ese corazón debe de estar muy frío!; esto demuestra que los proyectos y las obras de los hombres inconversos son, a su juicio, lo suficientemente importantes como para arrojar a su Amo por la borda, por así decirlo, a fin de llevarlos a cabo. Pero no confundamos las cosas. Este es el verdadero aspecto en que debemos considerar la filantropía del mundo. Los hombres del mundo pueden “vender el perfume por trescientos denarios, y darlo a los pobres”, a la vez que declaran que es una pérdida derramar este perfume sobre la cabeza de Cristo. ¿Puede el cristiano adherir a esta opinión? ¿Podrá ponerse bajo yugo con hombres así? ¿Podrá proponerse mejorar el mundo sin Cristo? ¿Podrá unirse a aquellos que buscan adornar y embellecer una escena que está manchada con la sangre de su Maestro? Pedro pudo decir: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6). Pedro quiso sanar a un inválido por el poder del nombre de Jesús, pero ¿qué habría dicho si alguien le hubiera propuesto unirse a un comité o a una sociedad para asistir a los inválidos, con la condición de dejar totalmente de lado ese nombre? Podemos, sin grandes esfuerzos de la imaginación, concebir lo que habría contestado. Habría rechazado con toda su alma semejante pensamiento. Él sanó al inválido solamente con el fin de exaltar el nombre de Jesús, de manifestar todo el valor, la excelencia y la gloria de ese nombre a los ojos de los hombres; pero el propósito de la filantropía del mundo es justamente lo contrario: pone totalmente a un lado ese bendito Nombre, y excluye a Cristo de sus consejos, comités y programas. ¿No tenemos, pues, derecho a decir: «¡Qué vergüenza que un cristiano se halle en un lugar del que su Maestro es excluido!»? ¡Oh, que salga de allí, y que, con la energía del amor por Jesús y con el poder de ese Nombre, haga todo el bien que pueda!; pero que no se coloque bajo el yugo con los incrédulos con el fin de contrarrestar los efectos del pecado excluyendo la cruz de Cristo. El gran objeto de Dios es exaltar a su Hijo,
Para que todos honren al Hijo como honran al Padre
(Juan 5:23).
El propósito del cristiano debe ser “hacer bien a todos”; pero si se une a una sociedad o a un comité para hacer bien, no actuará “en el nombre de Jesús”, sino en el nombre de la sociedad o del comité, sin el nombre de Jesús.
Esto debiera bastar a todo corazón sincero y fiel. Dios no tiene otro medio de bendecir a los hombres sino a través de Jesucristo, ni tiene otro propósito al bendecirlos sino exaltar a Cristo. Como en el tiempo de Faraón, cuando multitudes de egipcios hambrientos acudían a él, y él les decía: “Id a José” (Génesis 41:55), así también la Palabra de Dios nos dice a todos: “Id a Jesús”. Sí, es necesario que acudamos a Jesús para el alma y para el cuerpo, para el tiempo y la eternidad; pero los hombres del mundo no le conocen, ni tampoco le quieren; ¿qué, pues, tiene que ver el cristiano con ellos? ¿Cómo podría trabajar bajo un mismo yugo con ellos? No podría hacerlo más que negando de forma práctica el nombre de su Salvador. Hay muchos que no lo consideran así; pero ello no modifica en absoluto la realidad de las cosas. Debemos actuar con honestidad, como en la luz; y aun cuando los sentimientos y los afectos de la nueva naturaleza no fuesen lo suficientemente fuertes en nosotros para que rechacemos de inmediato el mero pensamiento de colocarnos en las filas de los enemigos de Cristo, la conciencia, al menos, debería inclinarse ante la imperativa autoridad de esa palabra: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos”.
¡Que el Espíritu Santo revista su Palabra del poder celestial, y agudice su filo para que penetre en la conciencia, a fin de que los santos sean librados de todo escollo que impida correr “la carrera que tenemos por delante” (Hebreos 12:1)! El tiempo es breve. El Señor mismo aparecerá pronto. Entonces, más de un yugo desigual será roto en un santiamén: ovejas y chivos serán entonces eternamente separados. Ojalá que seamos capaces de purificarnos de toda asociación impura, y de toda influencia profana, a fin de que, cuando Jesús venga, no seamos avergonzados, sino que podamos ir a su encuentro con corazones gozosos y con conciencias que nos aprueben.
- 1N. del T.: Según el DRAE (edición 23.ª), filantropía significa “amor al género humano”, mientras que filántropo significa “persona que se distingue por el amor a sus semejantes y por sus obras en bien de la comunidad”. En el Nuevo Testamento solo aparece la palabra filantropía (Hechos 28:2; Tito 3:4) con el mismo significado de los diccionarios comunes.