La tentación y el socorro divino

Las tentaciones interiores

El deseo de los ojos

Después de haber dicho de un modo general: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo”, el apóstol Juan prosigue: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:15-16).

Es difícil distinguir con precisión entre esos tres elementos que atraen al creyente en un mundo corrompido y manchado por el pecado. Sin embargo, parece que el deseo de los ojos es provocado, sobre todo, por los objetos que atraen la mirada y hacen desear lo que Dios no ha provisto. A la vez, ese deseo estimula, por medio de cierta ostentación, a dirigir las miradas de los otros sobre sí mismo. El deseo de la carne incita hacia el objeto exterior que aviva ese deseo, y proporciona el placer carnal en su sentido restringido1 . La vanagloria de la vida nos eleva por encima de lo que somos o poseemos, a fin de dominar a los demás. Por el contrario, la humildad conduce a la humillación y a la sumisión.

  • 1El autor tiene en mente las desviaciones como se explican en el título «El deseo de la carne; las desviaciones sexuales» y en la nota relacionada.

La atracción exterior para los ojos

En Eva tenemos el primer ejemplo. Incitada por la serpiente, vio “que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos”. Ese deseo, una vez originado, la condujo hasta la flagrante desobediencia de un conocido mandamiento.

La codicia de los ojos produce el deseo de poseer las cosas que Dios no ha dado, o bien, que ha prohibido. En ocasión de la conquista de Jericó, Jehová había ordenado expresamente a su pueblo que no se apropiara de nada durante el saqueo de la ciudad (Josué 6:18-19). Acán vio “entre los despojos un manto babilónico muy bueno, y doscientos siclos de plata, y un lingote de oro…” (Josué 7:21); los codició, los tomó y los escondió en medio de su tienda. La codicia fue suscitada en él mediante lo que sus ojos vieron, lo cual provocó el deseo culpable de apropiarse de las riquezas que Dios no había dado.

El Nuevo Testamento llama “avaricia” a esa avidez de poseer, sea lo que sea (Colosenses 3:5; Efesios 5:3), precisando aun que el “avaro” es un idólatra (Efesios 5:5).

Considerar con envidia las posesiones de los demás promueve los celos y ese inmoderado deseo de disponer también de ellas. 1 Timoteo 6:9-10 nos pone en guardia contra “el amor al dinero”; se quiere poseer los medios para satisfacer las “codicias necias y dañosas” originadas en el alma que quiere obtener, a toda costa, los bienes materiales que Dios no le ha dado. A Giezi, el criado de Eliseo, su amo le pareció muy ingenuo por no haber aceptado los presentes de Naamán (2 Reyes 5:20-27). Al ver el dinero, los vestidos y el oro que el jefe del ejército sirio había traído, se engendró la codicia en él. Corrió tras el leproso sanado y, con un relato mentiroso, obtuvo de él dos talentos y dos vestidos nuevos, los cuales se apresuró a esconder en su casa. “¿Es tiempo de tomar…?” le reprocharía el profeta.

Balaam “amó el premio de la maldad”: por dinero se fue para maldecir al pueblo de Dios; pero Jehová cambió la maldición en bendición (Números 22:12; 2 Pedro 2:15). Por treinta piezas de plata, Judas, cayendo en la codicia, vendió a su Maestro.

La posesión de bienes materiales puede ser una trampa, incluso un obstáculo para entrar en el reino de Dios. Jesús dice: “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”. Los discípulos se extrañan excesivamente de ello, preguntándose quién puede ser salvo. “Para los hombres”, dice Jesús, mirándolos, “es imposible, mas para Dios, no” (Marcos 10:24-27).

Sin duda, Dios nos da todas las cosas en abundancia (1 Timoteo 6:17), y esto para gozar de ellas “con él” (Romanos 8:32). Por eso, los recursos materiales que el Señor confía a los suyos, en una medida más o menos grande, deben ser administrados para él y bajo Su dirección. Ellos son calificados en Lucas 16:1-12 como “lo muy poco… las riquezas injustas… lo ajeno”. Si estos bienes materiales se emplean de acuerdo con Su voluntad, el discípulo será encontrado fiel “sobre poco”. Entonces el Señor lo capacitará para ser fiel “sobre mucho” (Mateo 25:21), es decir, en las riquezas verdaderas, las que duran para siempre. Pablo indica a Timoteo cómo los ricos deben emplear los bienes materiales que Dios les ha confiado: “Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos” (1 Timoteo 6:18). Todo el poder de Dios es necesario para ser guardado de ese deseo de los ojos, “el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (Lucas 12:21).

Para ser victoriosos en la lucha contra el mundo hace falta la fe, no la fe inicial para la salvación, sino esta fe viva que se renueva todos los días: “Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). En la vida práctica, consagrar el debido tiempo para andar en las buenas obras que Dios preparó de antemano, para servir al Señor mediante el Evangelio y para el bienestar espiritual de los suyos, nos guardará de numerosas ocasiones en que el deseo de los ojos nos arrastraría lejos de él.

Atraer la atención sobre sí

El deseo de los ojos se demuestra también en el anhelo de brillar, de aparentar más de lo que uno es. Se manifiesta por la vanidad en el vestir, el exagerado arreglo personal, o al contrario, por el desaliño que busca un efecto semejante. Se hará alarde de lo que uno posee, como Ezequías cuando recibió a los enviados del rey de Babilonia (Isaías 39). En un hogar cristiano, ¿ven la luz los que “entran”? (Lucas 8:16). ¿Serán acogidos en una casa en la cual el Señor tiene su lugar, donde los esposos están unidos y los hijos alegres, criados para él? ¿O acaso observarán un lujo excesivo, una búsqueda de lo que es exterior y aparente, a fin de atraer las miradas?

Ese anhelo de brillar puede tomar la forma de solicitar honores. Pablo y Bernabé rehusaron enérgicamente las ofrendas de los habitantes de Listra (Hechos 14:11-18). En cambio, el rey Herodes se sentía halagado con las aclamaciones del pueblo que aplaudía su discurso: “¡Voz de Dios, y no de hombre!” (Hechos 12:22).

También uno puede buscar su notoriedad mediante sus buenas obras (Mateo 6:1-4) o por su conocimiento intelectual, que “envanece” (1 Corintios 8:1) y no edifica. Es fácil citar una cantidad de textos bíblicos bien coordinados –esencialmente con el fin de mostrar el propio conocimiento y hacerse valer– sin que los oyentes reciban bendición. Aunque había sido arrebatado al tercer cielo y tenía de qué gloriarse, Pablo se abstenía de hacerlo para que nadie pensara de él más de lo que en él se veía o de lo que de él se oía (2 Corintios 12:6).

Los fariseos ensanchaban las franjas de sus vestidos y oraban en las esquinas de las calles para que se notara su piedad. En la vida social hay quienes procuran parecer más inteligentes o cultos que otros, y en tanto que rebajan a los demás, se realzan a sí mismos.

“El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso” (1 Corintios 13:4). Este es el antídoto para la vanagloria. Si se ama al Señor, si se ama a los hermanos, cuidará de la modestia, de aquello que no dirige los ojos sobre sí mismo sino hacia Cristo.

Sin duda, el deseo de la carne –y más aún, la vanagloria de la vida– se hallan muy cerca de los deseos de los ojos. Si uno busca darse importancia, a menudo es para realzarse. Si uno busca satisfacer lo que ha atraído las miradas, se entremete la carne. Hemos intentado definir los caracteres de cada uno de los puntos tratados por Juan, con el fin de hacerlos más sensibles a nuestra conciencia y a nuestro corazón.

El deseo de la carne

Bajo este título se describen específicamente los deseos desordenados o desviaciones de la naturaleza humana, no la “carne” en general, la mala naturaleza tal como se la halla en los escritos de Pablo.

La concupiscencia de la carne se genera en el interior, como lo dice el Señor Jesús: “Lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones…” (Marcos 7:20-21). La concupiscencia entra en juego cuando los deseos naturales1 son desarreglados, muy especialmente en dos direcciones: la esfera sexual y los excesos en el comer y el beber, «la glotonería».

  • 1Esos deseos (el instinto sexual, el hambre, la sed, etc.) son, en sí mismos, normales. Pero, ¿con miras a qué se los satisface? El hombre es un ser de deseos, buenos o malos según su objeto.

Las desviaciones sexuales

Al hablar de la resurrección, el Señor Jesús subraya que “en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles de Dios en el cielo” (Mateo 22:30). En el más allá, la muerte física no se produce más, como tampoco, por consiguiente, la transmisión de la vida. En la tierra, toda vida vegetal, animal o humana se transmite de generación en generación. Sin embargo, existe una notoria diferencia: la planta y el animal se reproducen en ciertos períodos; el ser humano puede hacerlo consciente y voluntariamente. Más aún, los hijos que nacen de la unión de un hombre y una mujer no solo son seres terrestres, como un animal o una planta, sino almas que existirán eternamente. De ahí la extrema severidad de la Palabra de Dios respecto a todas las desviaciones referentes a la facultad de transmitir la vida. Esa facultad, ejercida en el marco matrimonial de un hombre y una mujer, unidos en el Señor para ser “una sola carne” (Efesios 5:31), procura una profunda satisfacción. Cualquier otra unión fuera del matrimonio se señala en la Palabra de Dios con el término de “fornicación”.

El período que va desde la pubertad hasta el casamiento es difícil y requiere una constante disciplina personal, bajo la mirada del Señor y con su fuerza. Levítico 22:4-7, dirigiéndose a la familia de Aarón, muestra que la incontinencia no era admitida en Israel y conducía a la impureza; era, pues, necesario purificarse. Pero, después de la puesta del sol, el sacerdote era limpio y podía volver a comer de las cosas sagradas. Hallamos aquí una justa medida de la importancia que se debe otorgar a los problemas que turban el espíritu de más de un joven, que siente en su interior sensaciones que tal vez le hayan llevado a favorecer conscientemente ese flujo de semen. Hay que distinguir entre el accidente ocasional y la costumbre que puede conducir a una verdadera esclavitud o a una obsesión que corre el riesgo de arrastrar a un desequilibrio psíquico, a un relajamiento de la vida espiritual y a la pérdida de la comunión con el Señor.

Las relaciones de un hombre y una mujer fuera del matrimonio están severamente condenadas en el Antiguo y aún más en el Nuevo Testamento: “El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor… Habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios 6:13-20). Cuán agradecidos estamos de que la Palabra agregue: “… y el Señor (es) para el cuerpo” (v. 13). Podemos contar con su fuerza y sus recursos para ser guardados. Por cierto, es necesario todo su poder, ya que estamos en un ambiente en el cual la pureza de las relaciones según la Palabra ha llegado a ser casi una excepción.

El adulterio, es decir, la relación con un hombre casado o la mujer de otro, es aún más grave. La transgresión del mandamiento de Éxodo 20:14 está condenada a muerte en Levítico 20:10. “¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan?… Así es el que se llega a la mujer de su prójimo… Corrompe su alma el que tal hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada” (Proverbios 6:27-33).

El Señor Jesús va más lejos aún, pues mira al corazón. Después de haber recordado el mandamiento de la ley, agrega: “Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:28).

Levítico 18:22 califica de abominación las relaciones de hombre con hombre o de mujer con mujer, como lo hace también Romanos 1:27. Es un desorden moral contra la naturaleza, una pasión desordenada (Colosenses 3:5).

Los excesos en el comer y el beber

En el desierto, el pueblo de Israel deseaba volver a encontrar los alimentos que crecían a orillas del Nilo (Éxodo 16:3; Números 11:5). Cuando Dios los daba, esos alimentos podían recibirse de su mano. El peligro consistía en querer volver a Egipto, al mundo, para satisfacer un deseo carnal fuera de lugar. 1 Pedro 4:3-4 recuerda que algunos andaban en esos excesos antes de su conversión. El creyente es puesto a prueba cuando a sus antiguos compañeros o a sus actuales colegas les “parece extraño” que no se junte con ellos en sus placeres carnales. Un cristiano debe aceptar ser diferente de la gente del mundo. Romanos 13:13-14 insiste sobre este punto: “Andemos como de día, honestamente”. Después de señalar y condenar los excesos del comer y del beber, el apóstol agrega: “No proveáis para los deseos de la carne”.

En todos los tiempos el alcohol ha hecho muchos estragos. Hoy día se han añadido cosas más graves –drogas y otros estupefacientes– por los que uno se puede dejar arrastrar, aun sin darse cuenta. Solo la sobriedad, el dominio propio –con la fuerza que Dios da– podrán guardarnos: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31).

Los recursos divinos

Como lo hemos visto, ante la tentación exterior se trata de «resistir». Ahora bien, cuando estamos expuestos a la concupiscencia de la carne, debemos «huir» (1 Corintios 10:14). Colosenses 3:5 nos habla de «hacer morir» nuestros miembros. Aquí, «hacer morir» significa: dejar que el órgano vaya muriendo por falta de alimento, que se atrofie. ¿Qué “alimento” recogemos de esas imágenes que atraen nuestras miradas, de nuestras lecturas, de los lugares que frecuentamos? Tal libro o revista, tal póster, cosas que parecen no habernos causado ninguna impresión en el momento, reaparecerán más tarde en la memoria con toda su nocividad.

El mismo Señor Jesús ordena: “Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti… y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti” (Mateo 5:29-30).

Para un creyente “atraído y seducido” por el deseo de la carne, el recurso indicado por la Palabra es el de «cortar», espiritualmente hablando. A menudo es muy duro, pero ¿qué prevalecerá en el alma: el amor al Señor o la satisfacción de sí mismo?

Pedro exhorta al creyente a abstenerse “de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11). “No proveáis para los deseos de la carne” hemos notado en Romanos 13:14. ¡Cuántas ocasiones de caer podrían ser evitadas si se cuidara de no «entrar en tentación»!

La carrera de Sansón en Israel perdió mucho de su valor a causa de la concupiscencia de la carne. Y la vida de David fue ensombrecida hasta el final a causa de un día de despreocupación en el cual el deseo, despertado por medio de la mirada, tuvo las más trágicas consecuencias.

Ocupar bien los días es una salvaguardia. Sin duda el primer lugar corresponde a la Palabra de Dios y a la oración, alimento y respiración de nuestra alma. Cuántos beneficios siembra Dios en nuestro camino para que gocemos de ellos “con él”. Una sana ocupación del espíritu con un propósito profesional o educativo, un poco de descanso, evasión en la naturaleza o ejercicio corporal adecuado, todo esto constituye una salvaguardia que preservará de muchos extravíos.

La madre de Lemuel dio tres consejos a su hijo:

–“No des a las mujeres tu fuerza, ni tus caminos a lo que destruye a los reyes”.
–“No es de los reyes… beber vino, ni de los príncipes la sidra; no sea que bebiendo olviden la ley”.
–“Abre tu boca por el mudo en el juicio de todos los desvalidos. Abre tu boca…” (Proverbios 31:3-4, 8).

No solo hay exhortaciones negativas, sino también una positiva: Abre tu boca para compartir las riquezas que el Señor Jesús te ha dado. Abre tu boca por los que no conocen a Dios y no saben hablarle. Abre tu boca por los desvalidos y abandonados. Abre tu boca para difundir el Evangelio de la gracia. Consagrar tiempo al servicio del Señor, en su dependencia y por amor a él, podrá salvar almas de la muerte y preservarnos de muchos pecados.

El orgullo de la vida

El deseo de los ojos nos conduce a atraer a nosotros el objeto codiciado. El deseo de la carne nos impulsa a satisfacer los deseos inmorales de nuestra mala naturaleza. El orgullo, en cambio, nos conduce a elevarnos por encima de los demás.

 

El orgullo de lo que uno es

Es “la condenación del diablo” (1 Timoteo 3:6) tal como nos la describe Isaías 14:13-14. “Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono… seré semejante al Altísimo”.

Satanás supo insinuar este orgullo en el corazón de Eva al decirle: “Seréis como Dios” (Génesis 3:5). Al final de la historia de la Iglesia, Laodicea se vanagloria: “Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad” (Apocalipsis 3:17), orgullo espiritual, peor que todo. El orgullo se vale de lo que uno es, de lo que uno hace o tiene. De nacimiento y, sin mérito alguno por nuestra parte, se puede ser inteligente, hermoso o fuerte. Adonías, el cuarto hijo de David, declara: “Yo reinaré”. “Este era de muy hermoso parecer” (1 Reyes 1:5-6). “El fariseo… oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres” (Lucas 18:11).

El orgullo de lo que uno ha hecho

Cuán fácilmente puede uno envanecerse de lo que ha hecho. El rey Uzías había manifestado notables cualidades. Todo lo había previsto para el desarrollo económico y la protección de su pueblo. “Su fama se extendió lejos, porque fue ayudado maravillosamente, hasta hacerse poderoso. Mas cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina” (2 Crónicas 26:15-16). Quiso añadir a su función de rey la de sacerdote. Hasta se enojó cuando los hijos de Aarón buscaron detenerle.

En su juventud, Saúl era pequeño en sus “propios ojos” (1 Samuel 15:17). Luego, el orgullo ganó su corazón. Se atribuyó las victorias de Jonatán (cap. 13:4). En vez de destruir a los amalecitas, obró según su propio parecer antes que obedecer a la Palabra de Jehová transmitida por medio de Samuel. Incluso cuando parecía arrepentirse, pidió al profeta: “Te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo…” (cap. 15:30).

Advertido con doce meses de anticipación, Nabucodonosor persistía en su orgullo: “¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?” Dios tuvo que herir al rey con locura para enseñarle que el Todopoderoso “puede humillar a los que andan con soberbia” (Daniel 4:30, 37).

Aun Gedeón no resistió el deseo de establecer un trofeo por su victoria: tropezadero para él y su familia (Jueces 8:27).

El orgullo de lo que uno posee

El orgullo se desliza también en lo que uno posee. Tal fue el caso del rico en Lucas 12, quien llenó sus graneros y aseguró a su alma que tenía muchos bienes para muchos años (v. 13-21).

Las riquezas espirituales pueden ser causa de un orgullo más grave todavía. “El conocimiento envanece, pero el amor edifica” (1 Corintios 8:1). “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Corintios 4:7). ¿Por qué gloriarse de ello, pues?

El orgullo quiere tener el primer lugar

El orgullo quiere también colocarse por encima de los demás. El apóstol advierte que no tenga uno “más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12:3).

A Diótrefes le gustaba “tener el primer lugar” en la iglesia. Rechazaba a los hermanos que no le agradaban y hasta expulsaba a los que deseaban recibirlos (3 Juan 9-10).

En otros tiempos Coré, Datán y Abiram se alzaron contra Moisés y contra Aarón, queriendo atribuirse un puesto que Dios no les había dado (Números 16).

La vida de los mismos discípulos del Señor Jesús no estuvo libre de tal pretensión, o sea, la de querer ser superiores a los demás. En el camino, después que Jesús les hubo hablado de sus sufrimientos, disputaban entre sí para saber “quién había de ser el mayor” (Marcos 9:33-34). Jacobo y Juan, junto con la madre de estos, se acercaron a Jesús para pedirle el mejor lugar en su gloria, uno a su derecha y otro a su izquierda, (Mateo 20:20-28). Y, cosa casi increíble, Lucas nos relata una disputa entre ellos, precisamente después de la institución de la Cena, en la que el Señor había colocado ante el corazón de sus discípulos, los padecimientos que le aguardaban (Lucas 22:24).

El orgullo impulsa también a compararse a los demás en el servicio para el Señor. Pablo nos pone en guardia contra este peligro: “No nos atrevemos a contarnos ni a compararnos con algunos que se alaban a sí mismos; pero ellos, midiéndose a sí mismos por sí mismos, y comparándose consigo mismos, no son juiciosos. Pero nosotros no nos gloriaremos desmedidamente, sino conforme a la regla que Dios nos ha dado por medida” (2 Corintios 10:12-13).

Es preciso que cumplamos con el servicio que el Señor ha colocado ante nosotros, que empleemos, “como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”, los dones que él nos haya confiado “conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (1 Pedro 4:10; Romanos 12:3). No debemos invadir el terreno dado a otros, ni apropiarnos de una imagen o un nombre que nos alce por encima de ellos.

Existe también el peligro de que alguien “se engría a favor de uno en contra de otro” (1 Corintios 4:6, V. M.) Tal caso sería un escollo para él mismo, para la asamblea y para el siervo a quien se admira.

Los remedios divinos

Tras haber cedido a la vanidad de mostrar todos sus tesoros a los enviados del rey de Babilonia, “Ezequías, después de haberse enaltecido su corazón, se humilló” (2 Crónicas 32:26). Este es un ejemplo que se debe seguir cada vez que comprobamos que el orgullo se ha deslizado en nosotros y ha producido sus frutos.

Debemos confesar a Dios nuestra falta, volver a tomar conciencia de nuestra condición de pecadores salvados por gracia, recordar la obra de la cruz, los sufrimientos del Señor y la misericordia de la cual hemos sido y somos siempre el objeto.

Y como supremo recurso, podemos volver sin cesar al ejemplo del Señor Jesús: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual… se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo… se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Filipenses 2:4-8).

Si rehusamos humillarnos, Dios debe obligarnos a hacerlo. Tal fue la experiencia de Nabucodonosor. En cambio, sobre Amán cayó el juicio divino. Había conseguido la adulación de los hombres y deseó que lo paseasen por las calles de la ciudad como “el varón cuya honra desea el rey”. En lugar de esto fue colgado en una horca de cincuenta codos de altura que él había mandado preparar para Mardoqueo (Ester, cap. 3 a 7).

A través de la parábola dirigida a los convidados que elegían los mejores asientos, el Señor Jesús nos advierte: “No te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: da lugar a este; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar” (Lucas 14:7-9).

A la exhortación: “Todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad”, Pedro añade: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo” (1 Pedro 5:5-6; véase Santiago 4:6).