Cristo y la gloria
Para el cristiano que ha dormido, despojado momentáneamente de su morada terrenal, la que no es sino una frágil tienda, ¿cuál será la suerte de su alma separada del cuerpo? La Palabra de Dios habla con claridad sobre este tema. El alma está con Cristo. “Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho” –dice el apóstol– “teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23). También añade: “pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”, aunque no desee ser despojado de su cuerpo mortal, sino ser revestido de un cuerpo glorioso “para que lo mortal sea absorbido por la vida” (2 Corintios 5:4-8).
¡Qué futuro más dichoso! Lleno de paz para los cristianos de edad madura que han crecido en el conocimiento del Señor, que han gozado durante su vida de su comunión y cuya consigna ha sido: “Para mí el vivir es Cristo”. Esto alienta, conforta y regocija a las almas jóvenes en la fe que, sin tener aún experiencia, se confían cual corderos en los brazos del Buen Pastor. Pero, por otra parte, ¡qué angustiada perspectiva para los que, aun siendo hijos de Dios, viven con el mundo y para éste, sin comprender que su única tarea es vivir para el Señor!
Estar con Cristo es, pues, la primera, la suprema bendición del alma del cristiano separada del cuerpo. En adelante, Cristo es su único fin. Nada viene a interponerse entre el alma y su Salvador; la comunión con él, tan fácilmente destruida en este mundo, es, en lo sucesivo, continua. Sin embargo, esto no constituye todavía la perfección, la que sólo se alcanza al resucitar de entre los muertos (Filipenses 3:11, 12).
Ningún creyente llegará aisladamente, ni se adelantará a los demás, sino que todos entraremos juntos. Al hablar de los creyentes del Antiguo Testamento, el apóstol dice que ellos “no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Hebreos 11:39, 40)1 . Ahora bien, la perfección –es decir, la misma gloria de Cristo– la alcanzaremos al resucitar de entre los muertos, cuando seamos “semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). Tal estado no es el del alma después de la muerte; pero lo que sabemos es que ella está con Cristo.
¿Nos basta saber esto cuando pensamos en la posibilidad de morir? ¿Necesitamos otra cosa? ¿Desearíamos sustituir la suprema bendición de estar con el Señor por los miserables ensueños con los cuales tratan algunos de ocupar nuestra mente? Si les prestamos oídos es porque el Señor no ocupa en nosotros el lugar que sólo él debe tener; es porque no hemos puesto en práctica:
Para mí el vivir es Cristo (Filipenses 1:21)
- 1Nota del traductor: O “… para que sin nosotros no llegasen ellos a la perfección” (versión francesa de Darby).
El paraíso
“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43). Estas palabras, dirigidas al ladrón que se convirtió en la cruz, nos llevan a hablar del lugar donde se hallan las almas después de la muerte. En el Antiguo Testamento, este lugar queda incluido en el término muy vago de “Seol”1 o lugar invisible, el que no trasunta distinción entre el lugar al cual van las almas de los bienaventurados y aquel al que van las de los condenados. Esta imprecisión se explica por el carácter de las promesas que se le hicieron a Israel con vistas a una gloria terrenal y no celestial e invisible.
Cuando Jesús estuvo en la tierra, su misma presencia fue la revelación de las cosas invisibles. En cierta ocasión levantó algo el velo que escondía al Seol (o Hades), lugar al cual van las almas después de la muerte. El Señor muestra en una parábola que ciertas almas son consoladas en un lugar de reposo y delicias, mencionado como el seno de Abraham, el mejor lugar que podía desear un judío. Este lugar es para nosotros el seno de Jesús desde que, al terminar su obra, fue a sentarse en lugares celestiales. En este mismo relato el Señor enseñó que las almas de los que habían recibido sus bienes durante su vida y que no se volvieron a Dios, están en un lugar de tormento, esto es, en otra región del Seol.
Finalmente, Jesús reveló que no hay ningún paso posible entre estas dos regiones o partes del Seol, y que la suerte de los que se hallan allí está irremediablemente determinada (lea Lucas 16:19-31. Por consiguiente, no hay que hablar de un «desarrollo gradual» o del «paso de una esfera a otra más elevada». La Palabra de Dios destruye con una sola afirmación esas tontas teorías: “Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá” (Lucas 16:26).
- 1Nota del editor: Según Gesenius-Tregelles, es “un lugar subterráneo” (de allí viene “infierno”: lugar inferior) lleno de densas tinieblas (Job 10:21-22), lugar de sombra de muerte donde moran los muertos (Proverbios 9:18, Isaías 38:10; Ezequiel 31:16-17).
El paraíso es el tercer cielo
En la cruz, donde el Señor llevó a cabo la expiación o perdón, él ya no presenta el lugar invisible bajo la forma de una parábola o un símil. Lo abrió en todo su esplendor a los ojos del pobre ladrón convertido: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43). El paraíso es el tercer cielo, al cual corresponde, en figura, el lugar santísimo del templo, porque el templo estaba dividido en tres partes: el atrio, el lugar santo y el lugar santísimo.
Palabras inefables
No hay un cuarto cielo, de modo que el paraíso es el lugar más alto, es el cielo de Dios, “el paraíso de Dios” (Apocalipsis 2:7). Allí fue arrebatado el apóstol Pablo. ¿Cómo? Sólo Dios lo sabe; pero Pablo estaba seguro de que podía estar allí tanto como alma separada del cuerpo como en el cuerpo. “Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo… al paraíso, donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar” (2 Corintios 12:2-4).
En ese estado, el apóstol era semejante a los discípulos en el monte de la transfiguración, con la diferencia de que sólo había oído, pero no visto. Sin embargo, lo que oyó fue más que la voz del Padre diciendo: “Éste es mi Hijo amado… a él oíd” (Mateo 17:5). Aquéllas eran palabras inefables, absolutamente inexpresables en cualquier lenguaje humano. Pablo no se las podía revelar a nadie, por cuanto ningún ser humano las hubiera comprendido. Otro tanto ocurre con las almas que están en el paraíso con Jesús. Nuestra curiosidad no encuentra en la Biblia nada con que alimentarse acerca de esto. Las cosas que aquellas almas entienden no son de nuestro dominio.
Paraíso y gloria
Notemos además que el paraíso no es la gloria. No cabe la menor duda de que la gloria está allí donde Cristo se encuentre; pero nosotros sólo podremos entrar en la gloria como seres completos; tendremos cuerpo y alma reunidos, y no nos hallaremos en un estado intermedio. Generalmente nos hacemos una falsa idea de la gloria al considerarla como un lugar. La gloria es una manifestación. Es la manifestación del conjunto de las perfecciones divinas: majestad, magnificencia, sabiduría, verdad, poder, santidad, justicia y amor. Nosotros contemplamos en Cristo esta gloria. La misma que tenía cerca del Padre antes de que el mundo fuese y que recibió de él como hombre glorificado; pero, cuando nosotros seamos semejantes a Cristo, tendremos parte en su gloria y ésta se manifestará también en nosotros (Juan 17:22-24). El paraíso no es, pues, la gloria, sino un invisible lugar de delicias.
¿Nos reconoceremos en el cielo?
A veces los cristianos se preguntan si reconoceremos en el cielo a aquellos que nos tomaron la delantera. Personalmente, no lo dudo; pero reconoceremos también a los que no habíamos conocido en este mundo, de la misma manera que los discípulos reconocieron en el monte de la transfiguración a Moisés y a Elías en gloria, mientras que éstos no hacían más que hablar con Jesús. Pero, aunque se nos dice muy poco de reunirnos, después de nuestra partida, con aquellos que hemos amado (2 Samuel 12:23), se nos dice, no que ellos se nos hayan adelantado, ni que nosotros nos adelantaremos a ellos, sino que nosotros, los que vivimos, una vez transformados seremos arrebatados junto con nuestros amados, resucitados de entre los muertos para ir al encuentro del Señor.
En un instante, todos los santos seremos reunidos en el aire para ser llevados por el Señor en un abrir y cerrar de ojos (1 Corintios 15:51-52; 1 Tesalonicenses 4:13-18). Los afectos y vínculos, tales como los hemos conocido en la tierra, ya no tendrán valor alguno en la gloria.
Un mismo amor y un sentir común, concentrados sobre un mismo y solo objeto, se habrán apoderado de todas las fuerzas, de todas las aspiraciones y afanes de nuestro ser. El que no conozca bien al Salvador, tal vez pueda pensar que allí encontrará cosas que interesarán más que el mismo Autor de su salvación. Pero el cristiano entendido sabe que Jesús llena el tercer cielo con su santa presencia, como antiguamente, delante del profeta, las faldas de sus vestiduras llenaban el templo (Isaías 6:1). Ahora bien: “Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él” (Juan 12:41).
¿Cómo es el cielo?
El cielo tiene diferentes objetos cuya enumeración se prolongaría indefinidamente si se quisieran contar. Los capítulos 2 al 5 y 19 al 22 del Apocalipsis contienen, bajo forma de símbolos, una interminable lista de ellos.
Debemos buscar esas cosas invisibles, que son de arriba y que sólo pueden distinguirse por la mirada de la fe (2 Corintios 4:18). Debemos pensar en estas cosas y no en las que son de esta tierra (Colosenses 3:2). Pero recordemos que la Biblia las resume todas en una sola palabra al decir: “Las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1).
Ésta debe ser nuestra ocupación en este mundo, tal es la ocupación de las almas despojadas del cuerpo y ésa será eternamente la de todos los redimidos, resucitados y glorificados, juntos en una perfecta unidad de amor y de lenguas alrededor de nuestro Salvador.
¡Cristianos, ojalá que nada ni nadie nos impida pensar y ocuparnos primeramente en nuestro bendito Redentor y Señor!
“Y el que estaba sentado en el trono dijo: … Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Apocalipsis 21:5-8).
La esperanza del creyente a través del duelo
En 1 Tesalonicenses 4:13-18 el apóstol Pablo dice: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”. Él no dice: «Para que no seáis entristecidos en absoluto». La aflicción del duelo es reconocida en la Palabra y la ruptura momentánea de las relaciones mutuas es cruel para el corazón. No se espera de un cristiano que tome el duelo de forma estoica. Pero, por otra parte, el apóstol no quería que los cristianos de Tesalónica se afligiesen a la manera de aquellos que no tienen esperanza. En efecto, ese sentimiento se expresa a menudo entre los incrédulos mediante esta exclamación desesperada: «¡Nunca te volveré a ver!». Pero los hijos de Dios tienen la certeza de que la separación no es más que momentánea y esta esperanza es un bálsamo precioso sobre la herida de sus corazones. “Por tanto, alentaos (o consolaos) los unos a los otros con estas palabras” (v. 18).
“Creemos que Jesús murió y resucitó” (v. 14). Tal es la fe del cristiano en toda su sencillez y en toda su verdad. Él cree, no sólo que su Salvador murió, sino también que resucitó: “El que fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3-4).