Cristo y la muerte
¿Qué es la muerte? Para el incrédulo no hay nada más temible que la muerte. Con sobrada razón se la llama en las Escrituras “el rey de los terrores”. Desde el punto de vista del juicio, es el fin del primer Adán. No sólo es el fin de la naturaleza física, sino que, cuanto más se considera la muerte en relación con la naturaleza moral del hombre, más temible se hace.
Todo cuanto el hombre posee, sus bienes, sus pensamientos, toda la actividad de su ser acaba y muere para siempre, “sale su aliento… perecen sus pensamientos” (Salmo 146:4). Para el hombre es el fin de toda esperanza, el término de todo proyecto, la destrucción de todo plan. Se rompe el resorte, el móvil íntimo de todo pensamiento o acción. La vida en la que se desenvolvía deja de existir; la ruidosa escena en la que transcurrió toda su vida se evapora y ésta se apaga y desaparece. Nadie tiene ya trato con él. Su naturaleza sucumbe por no haber podido resistir a este tirano a quien pertenece y que reclama sus terribles derechos.
“La paga del pecado es muerte”
Pero eso no es todo. El hombre lleno de vida en este mundo se hunde en la muerte. ¿Por qué? Porque el pecado se introdujo en el mundo, y el pecado despertó la conciencia. Aun más, con el pecado vino el juicio de Dios. La paga del pecado es la muerte, terror para la conciencia. Es el poder de Satanás sobre el hombre, por cuanto Satanás tiene el dominio de la muerte.
¿No puede ayudarnos Dios al respecto? Desgraciadamente, ¡la muerte constituye Su propio juicio sobre el pecado! Parece que fuera sólo una prueba, un indicio de que el pecado no pasa inadvertido. Pero es el terror y el azote como testigo del juicio divino, como la policía para el criminal y como la prueba de su culpabilidad frente al juicio venidero. ¿Cómo dejaría de ser terrible? Es el sello puesto sobre la caída, la ruina y la condenación del primer Adán. No puede subsistir como hombre vivo delante de Dios. La muerte está escrita sobre él, pecador que no puede librarse. Culpable y condenado, se avecina a su juicio.
Cristo intervino entrando en la muerte
Pero Cristo intervino: entró en la muerte. ¡Qué verdad más maravillosa! El Príncipe de la vida penetró allí. Entonces, ¿qué es la muerte para el creyente?
Fijémonos en el alcance completo de esta maravillosa intervención de Dios. Hemos visto que la muerte es el fin del hombre, poder de Satanás, juicio de Dios y paga del pecado. Pero todo eso está relacionado con el primer Adán, el hombre natural que está bajo la sentencia de muerte y de juicio, a causa del pecado. Hemos visto el doble carácter de la muerte: primero, es el fin de la vida, de la fuerza vital; luego, es un testimonio del juicio de Dios al cual ella conduce.
Cristo fue hecho pecado por nosotros; sufrió la muerte y la atravesó, siendo ésta el poder de Satanás y el juicio de Dios. Cristo enfrentó a la muerte bajo todos sus aspectos.
Cristo padeció el juicio
Cristo soportó plenamente el juicio de Dios antes de que llegara el día del juicio. Sufrió la muerte como paga del pecado, pese a ser inocente. Así la muerte dejó por completo de sembrar el terror en el alma del creyente. Puede presentarse la muerte física (cuyo poder Cristo destruyó por completo), pero en 1 Corintios 15 leemos: “No todos dormiremos; pero todos seremos transformados… Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria” (v. 51, 54). Tal es el poder de la vida en Cristo.
Es un hecho infinitamente precioso para nosotros –motivo de profunda consolación y de gozo inefable– poder contemplar a Cristo ¡y decir que él es nuestra vida! La muerte no tiene ningún poder sobre la vida de Cristo. La fortaleza divina, obrando con poder de vida, traga la muerte y nos libera plenamente de las consecuencias del pecado. El mismo poder divino que resucitó a Cristo de entre los muertos, actúa ahora en nosotros y nos resucitará por medio de Jesús.
¿Adónde van los muertos?
No sería necesario escribir sobre este tema si los que deben explicar las enseñanzas de la Palabra de Dios no las desfiguraran y tergiversaran. Los errores de esos falsos maestros provienen, ante todo, de que no están convencidos de la plena autoridad de las Escrituras y las sustituyen por los tristes productos de su imaginación. “Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras…” (1 Timoteo 6:3-4). La Palabra de Dios califica justamente esas fantasías o ensueños de diferentes doctrinas, de fábulas profanas y de viejas (véase 1 Timoteo 1:3; 4:7; 2 Pedro 1:16).
Han surgido muchas ideas falsas
No nos extrañemos de los errores que cometen estos hombres cuando nos hablan del «sueño del alma» después de la muerte, o de su «desarrollo gradual» después de salir del cuerpo, o de su «paso de esfera en esfera hasta su perfección final». Los librepensadores universalistas acarician esa idea al hablar de las almas que vuelven a encontrar en el más allá los afectos y ocupaciones de este mundo.
Otro error es hablar del «aniquilamiento» o destrucción del alma de los malvados. Resultaría inútil querer agotar la lista de estas alucinaciones e ideas falsas, puesto que no son fruto del cristianismo y, por desgracia, no puede esperarse que sus propagandistas reconozcan su ignorancia. Queremos, sencillamente, afirmar a los queridos hijos de Dios en esa fe que fue dada una vez para siempre a los santos.
La incredulidad es la base de tales errores
La incredulidad acerca de la divina inspiración de las Escrituras es, como ya lo dijimos, la base de todos esos errores. Éstos forman parte de la apostasía predicha por la misma Palabra de Dios, cuyo desenlace final va acercándose. Aquellos creyentes dispuestos a prestar oídos a esos falsos discursos (sea por ignorancia, sea por una confianza mal depositada en los que los adoctrinan) necesitan, pues, someterlos a prueba por medio de las Escrituras.