Cristo y las resurrecciones
Hay un hecho que explica, hasta cierto punto, la prisa con la que aun ciertos cristianos aceptan estas ideas confusas. La gran verdad de la resurrección de entre los muertos, si no es ignorada, por lo menos es echada en un lamentable olvido. Esta “primera resurrección” es contemporánea a la venida del Señor para arrebatar a sus santos con él (1 Corintios 15:51-55; 1 Tesalonicenses 4:15-18). La resurrección de entre los muertos, verdad trascendental del cristianismo, no es otra cosa que una resurrección del cuerpo. Ésta comprende tres fases:
1. La resurrección de Cristo, “primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20)
2. La resurrección de todos los santos a la venida de Cristo (1 Corintios 15:21-23)
3. La resurrección de los mártires del Apocalipsis antes del reino milenario de Cristo (Apocalipsis 20:4-6).
La primera resurrección
Estas tres fases constituyen “la primera resurrección” o “la resurrección de entre los muertos”. La resurrección de los muertos –los que no han creído– no ocurrirá sino después del milenio (Apocalipsis 20:5), con vistas al juicio final. Por eso este suceso no se llama segunda resurrección, sino “la muerte segunda” (Apocalipsis 20:11-15).
Hasta que el Señor venga a recogernos, los cristianos estamos como muertos y resucitados con Cristo, en virtud de nuestra unión con él por medio del Espíritu Santo (Colosenses 2:20; 3:1-4).
Al desconocer el lugar de importancia que le corresponde a la resurrección de entre los muertos, la mayoría de los cristianos ha llegado a conceder una trascendencia capital al estado del alma después de la muerte y a no ver más la gran verdad cristiana en la resurrección de los santos. Decimos «cristiana» porque el Antiguo Testamento la distingue poco, ya que éste considera el porvenir como bendiciones terrenales traídas por el Mesías. Esto explica, en cierto modo, cómo fue posible que la herejía de los saduceos subsistiera junto a la ortodoxia de los fariseos. No es que aquélla tuviera excusa, porque el Señor les dijo, citando Éxodo 3:6: “Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios… Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Mateo 22:29; Lucas 20:38).
Aun en los tiempos más remotos, Job estaba convencido de la resurrección de su cuerpo:
Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro
(Job 19:25-27).
Del mismo modo leemos en Daniel 12:13: “Y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu heredad al fin de los días”.
Cristo le da una nueva importancia a la resurrección
En cuanto al Nuevo Testamento, es fácil comprobar que está lleno de esta verdad, la cual es consecuencia de la obra del Señor, quien “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10). Él introdujo la vida eterna, la cual pone al alma y al cuerpo más allá de la muerte y su poder. La incorruptibilidad se manifestó plenamente en él, porque Dios no permitió que su carne sufriera corrupción (Hechos 2:31). Pero si nuestro cuerpo “se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción… porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles” (1 Corintios 15:42, 52).
La resurrección es, pues, el estado definitivo del cristiano. La resurrección de entre los muertos ha sido iniciada por Cristo (primicias de la misma) y ésta es nuestra porción segura en virtud de nuestra unión con él.
El estado intermedio
El estado del alma después de la muerte no es más que un estado intermedio, digno del mayor aprecio, desde luego, para el cristiano, pero que no deja de ser transitorio, no definitivo. Por esto, la Escritura habla relativamente poco de dicho estado, aunque nos informa acerca de las bendiciones que se desprenden de él. En primer lugar, no olvidemos que una de esas bendiciones –la vida eterna– es común a todas las fases o épocas de la vida cristiana. Como hombre que está en este mundo, el cristiano ya tiene la vida eterna. Como alma separada del cuerpo, goza de la misma vida en una nueva esfera. Y, como resucitado o transformado, la poseerá y seguirá gozando de dicha vida en la gloria.
Está dicho que el incrédulo muere
El estado intermedio del cual hablamos está compuesto de dos elementos. El cuerpo muere y el alma vive. Para el cristiano, la muerte del cuerpo se llama sueño. El Antiguo Testamento usa constantemente esta palabra para referirse a la muerte. “Durmió con sus padres”, tal era el término acostumbrado para definir la muerte, fuera de los buenos o fuera de los reyes malvados de Israel. Mientras que, en el Nuevo Testamento, las palabras “morir” y “muerte” caracterizan generalmente a los incrédulos; los términos “dormir” y “dormirse”, en cambio, sólo se emplean para los creyentes. El Señor les dijo a sus discípulos: “Lázaro duerme”, y si añade en seguida: “Lázaro ha muerto” (Juan 11:11, 14), es porque ellos no entendían sus palabras. Este mismo pasaje nos prueba que dormir no se refiere al sueño del alma, sino a la muerte del cuerpo.
Conviene notar que, si bien el Nuevo Testamento emplea de modo muy excepcional el término “muerte”, esa misma palabra se aplica repetidamente al Señor mismo, porque él llevó sobre sí la muerte –que nosotros merecíamos– para anularla. “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3). “(Cristo) murió por todos” (2 Corintios 5:14, 15). Véase, además, Juan 12:24, 33; 18:32; Romanos 5:6, 8, 10; 8:34; 1 Corintios 11:26; 1 Tesalonicenses 5:10; Hebreos 2:9. Por la muerte, Cristo redujo a la impotencia al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo (Hebreos 2:14). Al entrar en la muerte, Cristo quitó la muerte (2 Timoteo 1:10). Ahora, habiendo estado muerto, tiene las llaves de la muerte y del Hades, esto es, el lugar invisible al cual van las almas después de la muerte (Apocalipsis 1:18).
Ni el Hades ni la muerte jamás podrán retener nuestras almas o nuestros cuerpos. Pero, desgraciadamente, aquellos que no han creído siguen siendo llamados muertos. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27). “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años” (Apocalipsis 20:5). “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios” (Apocalipsis 20:12). También véase 1 Corintios 15:22; Romanos 5:12, 17; 6:23.
Está dicho que el creyente duerme
No se dice que el creyente muere, sino que duerme: 1 Tesalonicenses 4:13-15; Mateo 27:52; Juan 11:11-12; 1 Corintios 11:30; 15:20, 51. No se puede hablar de la muerte de un hombre que, tal vez en el momento de ser depositado en la fosa, podría volver a la vida. Es verdad que, desde la muerte del primer creyente, miles y miles de muertos en Cristo esperan el momento en que sus almas se reúnan con sus cuerpos resucitados. Pero ni para ellos ni para nosotros, los que esperamos al Señor, existe la menor tardanza, porque sabemos el motivo de esa «demora». Dios “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9).
Aunque se desmenuzaran nuestros cuerpos en polvo finísimo y éste se dispersara a los cuatro vientos, nada impediría que el Creador de los cielos y de la tierra los hallara y, en un abrir y cerrar de ojos, formara cuerpos gloriosos, de los cuales está dicho:
Sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio; una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos
(2 Corintios 5:1).
El sueño es, pues, el término que se usa para señalar la muerte del cristiano, en cuanto a su cuerpo. En la resurrección, él saldrá de ese sueño con un cuerpo glorioso semejante al de Cristo, para verle tal como él es, y para estar siempre con él. El creyente nunca comparecerá en juicio, mientras que el incrédulo resucitará para comparecer inmediatamente ante el gran trono blanco donde será juzgado (Apocalipsis 20:11-15).