Primera parte - Las cosas que Juan vio
Tanto para Juan como para nosotros, estas cosas se concentran en un solo objeto: Cristo. Pero, además, encontramos aquí un carácter de Cristo que hasta entonces era desconocido en su conjunto para el profeta, aunque los detalles de él estén revelados en la profecía de Daniel y en otra parte. Se trata de Cristo hombre con atributos divinos; Cristo, pero no en su carácter de intercesor; Cristo ceñido con un cinto de oro, no para servir, pues la ropa talar –símbolo de su dignidad– le llega hasta los pies, sino Cristo hombre y Anciano de días, aplicando su apreciación sacerdotal a aquella que tiene el nombre de Iglesia aquí abajo, sondeando todas las cosas, quien está como juez en medio de los candeleros. Juan, el discípulo amado, nunca había encontrado a su Salvador revestido de ese carácter, por lo cual el profeta cae a sus pies como muerto, no pudiendo soportar la plena luz y el fuego devorador de su presencia. Recibe de propia boca del juez la seguridad de que Él es el hombre otrora crucificado, luego resucitado y vencedor del Hades y de la muerte, garantía de la resurrección de sus amados. El profeta, pues, no tiene nada que temer. El objeto del juicio no es la Iglesia, cuerpo de Cristo, o Esposa de Cristo, o morada de Dios en Espíritu y edificada por el propio Cristo, sino que es la Iglesia vista desde fuera, por así decirlo, confiada a la responsabilidad del hombre y, como tal, desde ese momento caída en la ruina.