Cartas a un amigo sobre la obra de evangelización
Primera carta - En busca de las almas
Querido amigo A.:
Ha sido de mucho interés y, espero, de mucho provecho en estos últimos tiempos seguir en los Evangelios y en los Hechos las distintas huellas de la obra de la evangelización; y puesto que tú estás tan ocupado en esta bendita obra, me ha parecido que no sería inoportuno presentarte algunos pensamientos que me vienen a la mente. Me siento mucho más a mis anchas empleando este medio que si tuviese que escribir un tratado formal sobre el asunto.
Ante todo, me sorprende sobremanera la simplicidad con que se llevaba adelante la obra de evangelizar en los primeros tiempos; qué diferente, en gran parte, de lo que hoy acostumbramos a hacer. Me parece que nosotros, hombres modernos, estamos demasiado maniatados por reglas convencionales, demasiado encadenados por las costumbres de la cristiandad. Es deplorable nuestra falta de lo que podría llamar «elasticidad espiritual». Somos llevados a pensar que para evangelizar hace falta un don especial, y que, incluso donde hay este don especial, vemos un gran despliegue de ingenio y organización humanos. Cuando hablamos de hacer la obra de evangelista (2 Timoteo 4:5), la mayoría de nosotros imaginamos grandes salas públicas abarrotadas de gente, que exigen un don y un poder para hablar considerables.
Ahora bien, tanto tú como yo creemos plenamente que, para predicar el Evangelio en público, hace falta un don especial proveniente de la Cabeza de la Iglesia; y, además, creemos que, de acuerdo con Efesios 4:11, Cristo ha dado y todavía da “evangelistas”. Esto está claro, si hemos de ser guiados por la Escritura. Pero veo en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles que una buena parte de la obra evangelística tan bendita fue cumplida por personas que no eran del todo dotadas de una manera especial, sino que tenían un amor ardiente por las almas y un sentimiento profundo del valor de Cristo y de su salvación. Además, veo en aquellos que eran especialmente dotados, llamados y establecidos por Cristo para predicar el Evangelio, una simplicidad, libertad y naturalidad en su manera de obrar, que deseo vivamente no solo para mí, sino para todos mis hermanos.
Examinemos un poco la Escritura. Tomemos esa hermosa escena de Juan 1:36-45. Juan derrama su corazón en testimonio a Jesús: “He aquí el Cordero de Dios”. Su alma estaba absorbida por aquel glorioso Objeto. ¿Cuál fue el resultado? “Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús”. ¿Y qué sigue? “Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús”. ¿Y qué hizo? “Este halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo). Y le trajo a Jesús”. Y también: “El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: Sígueme… Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José… Ven y ve”.
He aquí, pues, querido A., el estilo, la manera que tanto anhelo; esta obra individual, que consiste en echar mano de la primera persona que se nos cruza por el camino; en encontrar a nuestro propio hermano y llevarlo a Jesús. Siento que nuestros esfuerzos en este sentido son insuficientes. Está muy bien reunir muchas personas y predicarles el Evangelio, en la medida que Dios nos de la capacidad y la oportunidad para ello. No escribiría una sola palabra en desmedro del valor de ese modo de trabajo. Procuremos siempre alquilar salas, salones y teatros; distribuyamos invitaciones para que venga la gente; tratemos por todos los medios legítimos de divulgar el Evangelio. Procuremos llegar a las almas de la mejor manera que podamos. Lejos esté de mí desalentar a cualquiera que trabaja en la obra de esta manera pública.
Pero, ¿no te resulta llamativo que nos falte más de la obra individual; más de este trato privado, serio y personal con las almas? ¿No crees que si tuviéramos más Felipes, también tendríamos más Natanaeles? ¿Y que si tuviéramos más Andrés, tendríamos más Simones? Todo me lleva a creer que sí. Hay un poder admirable en un serio llamado personal. ¿No descubres a menudo que solo después de la predicación pública más formal, cuando comienza la íntima obra personal, las almas son alcanzadas? ¿A qué se debe, pues, que se vea tan poco este último tipo de actividad? ¿Acaso no sucede a menudo en nuestras predicaciones públicas que, cuando ha finalizado el discurso, se ha cantado un himno y se ha hecho una oración, todos se dispersan sin que ningún hermano intente acercarse a uno de los oyentes? Yo no hablo aquí, nótalo bien, del predicador –que posiblemente no será capaz de atender a cada uno en detalle–, sino de las veintenas de cristianos que lo han estado escuchando. Estos vieron entrar gente nueva en la sala; se sentaron a su lado; notaron tal vez su interés, y hasta vieron que se les escaparon algunas lágrimas; y sin embargo, dejaron que se fueran sin hacer un solo esfuerzo de amor por alcanzarlas o por continuar la buena obra.
Sin duda se puede decir: «Es mucho mejor dejar al Espíritu Santo cumplir su obra. Nosotros podemos hacer más mal que bien. Además, a las personas no les gusta que les dirijan la palabra; podría parecerles una indiscreción que puede terminar ahuyentándolas del lugar de reunión». Hay mucho de verdad en todo esto. Lo tengo muy en cuenta, y estoy seguro de que tú también, mi querido A. Temo que grandes errores sean cometidos por personas poco juiciosas, que se entrometen en la sagrada privacidad de los santos y profundos ejercicios de un alma. Ello requiere tacto y discernimiento; en resumidas cuentas, es preciso ser guiados espiritualmente para poder tratar con las almas; para saber a quién hablar y qué se debe decir.
Pero, admitiendo todo esto, como lo hacemos de la manera más plena posible, pienso que coincidirás conmigo en que, por regla general, hay algo que falta en nuestras predicaciones públicas. ¿No hay acaso demasiado poco de aquel interés afectuoso, profundo y personal por las almas, que podría expresarse de mil maneras diferentes, todas aptas para actuar eficazmente sobre el corazón? Confieso que solí estar apenado de lo que he podido observar en nuestras reuniones de predicación. Entra gente nueva y desconocida y se les deja que busquen un asiento como puedan. Nadie parece pensar en ellos. Hay cristianos presentes, pero difícilmente se moverían para hacer lugar a los visitantes. Nadie les ofrece una Biblia o un himnario. Y cuando finaliza la predicación, se les deja ir así como vinieron, sin ninguna palabra de afecto preguntando si gozaron o no de la verdad anunciada; ni siquiera un gesto de cordialidad que podría ganar la confianza del visitante y dar lugar a una conversación. Al contrario, hay una fría reserva que va casi hasta la repulsión.
Todo esto es muy triste; y tal vez, querido A. me digas que he pintado un cuadro con tintes un poco exagerados. ¡Ay, el cuadro es solo demasiado verdadero! Y lo que lo hace más deplorable todavía, es el hecho de que uno sabe que muchas personas frecuentan nuestros lugares de predicación y de lectura, pasando por grandes luchas y profundos ejercicios de alma, deseando abrir sus corazones a cualquiera que les ofrezca algún consejo espiritual; pero, ya sea por timidez, reserva o nerviosismo, evitan tomar una iniciativa, y tienen que retirarse solitarios y tristes a sus hogares y recámaras, para derramar sus lágrimas en la soledad, ya que nadie se interesó por sus preciosas almas. Ahora bien, estoy persuadido de que eso podría evitarse en gran parte si los cristianos que escuchan las predicaciones del Evangelio tuviesen más interés en la búsqueda de las almas: si no asistieran únicamente para su propio provecho, sino también para ser colaboradores de Dios procurando llevar almas a Jesús. Sin duda, es muy refrescante para los cristianos oír el Evangelio predicado de modo pleno y fiel. Pero no sería menos refrescante para ellos interesarse vivamente en la conversión de los pecadores y orar más por este asunto. Además, el gozo y provecho personal que obtienen de la predicación, no se verían para nada afectados –más bien, todo lo contrario– si cultivasen y manifestasen un vivo y afectuoso interés por aquellos que los rodean, y si, al término de la reunión, buscasen ayudar a alguien que pudiera tener la necesidad y el deseo de ser ayudado. Un efecto sorprendente puede ser producido en el predicador, en la predicación y en toda la reunión cuando los cristianos presentes se encuentran verdaderamente asumiendo y ejerciendo sus santas y elevadas responsabilidades para con Cristo y las almas. Ello comunica un tono diferente y genera una atmósfera peculiar que solo puede comprenderse cuando se la experimenta; pero una vez experimentada, no se puede prescindir de ella tan fácilmente.
Pero, ¡lamentablemente, cuántas veces ocurre lo contrario! ¡Cuán frío, triste y desalentador es ver a menudo a toda la congregación dispersarse tan pronto como termina la predicación! Ningún grupo amoroso dedicando tiempo alrededor de los nuevos convertidos o de los buscadores angustiados y llenos de dudas. Viejos cristianos experimentados han estado presentes; pero en vez de quedarse más tiempo con la plena esperanza de que Dios pueda usarlos para “hablar en sazón palabra al cansado” (Isaías 50:4, RV 1909), salen a toda prisa, como si fuese una cuestión de vida o muerte estar en casa a determinada hora.
No supongas, querido A., que deseo establecer reglas para mis hermanos. Lejos está de mí ese pensamiento. Doy simplemente, en toda libertad, libre curso a los pensamientos de mi corazón, compartiéndolos con alguien que por muchos años ha sido mi compañero de obra en la evangelización. Estoy convencido de que falta algo. Tengo la firme persuasión de que ningún cristiano se encuentra en buenas condiciones si no busca, de una u otra forma, llevar almas a Cristo. Y, siguiendo el mismo principio, ninguna asamblea de cristianos está en buenas condiciones, si no es una asamblea enteramente evangelista. Todos debemos estar tras la búsqueda de las almas; y entonces –podemos estar seguros– veremos, como resultado, almas conmovidas y despertadas. Pero si nos conformamos con ir semana a semana, mes a mes y año tras año, sin que se mueva una hoja, sin ver una sola conversión, nuestro estado debe ser verdaderamente lamentable.
Pero creo que te oí decir: «¿Dónde se hallan, pues, todos los pasajes de la Escritura que debemos tener? ¿Dónde están las numerosas citas de los Evangelios y de los Hechos?». Bien, me he puesto a anotar sobre el papel los pensamientos que tanto tiempo ocuparon mi mente; y ahora el espacio no me permite extenderme por el momento. Pero si lo deseas, te escribiré una segunda carta sobre el mismo tema. Mientras tanto, ¡quiera el Señor, por su Espíritu, hacernos más deseosos de procurar la salvación de las almas inmortales mediante toda acción legítima! ¡Ojalá que nuestros corazones estén llenos de un verdadero amor por las almas preciosas, y entonces podemos estar seguros de que encontraremos la forma y los medios de llegar a ellas!
Siempre, créeme, querido A.
Muy afectuosamente en el Señor,
Tu compañero de yugo
C. H. M.
Segunda carta - El Espíritu Santo
Querido amigo A.:
Hay un punto en relación con nuestro tema que ha ocupado mucho mi mente. Se trata de la inmensa importancia de cultivar una fe genuina en la presencia y bajo la acción del Espíritu Santo. Es menester que recordemos, en todo momento, que nosotros no podemos hacer nada, y que Dios, el Espíritu Santo, lo puede hacer todo. El versículo
No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos
(Zacarías 4:6),
vale tanto para la gran obra de la evangelización como para todo lo demás. Tener esto siempre presente nos mantendrá humildes, pero también llenos de gozosa confianza. Humildes, por cuanto nosotros no podemos hacer nada; llenos de gozosa confianza, por cuanto Dios lo puede hacer todo. Además, tendría el efecto de mantenernos sobrios y tranquilos en nuestra obra; no fríos e indiferentes, sino calmos y serios, lo cual, de por sí, ya es una gran cosa precisamente en este tiempo. Me ha causado gran impresión una observación hecha recientemente por un viejo obrero en una carta dirigida a alguien que acababa de entrar en el campo de trabajo. Decía que «la excitación no es poder, sino debilidad. Fervor y energía provienen de Dios».
Esto es muy cierto y valioso. Pero me gusta tomar ambas expresiones juntas. Si las fuésemos a tomar por separado, pienso que, tanto tú como yo, preferiríamos la segunda; y por esta razón: temo que haya muchos que considerarían «excitación» aquello que tú y yo consideraríamos «fervor y energía». Ahora bien, confieso que me gusta que haya un profundo fervor en la obra. No puedo imaginar cómo alguien que comprende, en alguna medida, lo terrible que es la eternidad y la condición de aquellos que mueren en sus pecados, puede tomarse el asunto de otra manera que no sea con profundo fervor y con total seriedad. ¿Cómo puede alguien pensar en un alma inmortal, al borde del infierno y corriendo el peligro de ser arrojada en él en cualquier momento, y no ser serios y fervientes a ese respecto?
Pero eso no es excitación. Por excitación entiendo la actividad de la vieja naturaleza y el empleo de los esfuerzos de esa naturaleza tendientes a actuar sobre los sentimientos naturales; el empleo de métodos altamente persuasivos; de todo aquello que tiene que ver con lo puramente sensacional. Todo esto carece completamente de valor. Es efímero. Y no solo eso, sino que conduce a debilidad espiritual. Jamás encontramos el menor rastro de «excitación» en el ministerio de nuestro bendito Señor, ni en el de sus apóstoles; y, sin embargo, ¡qué fervor había! ¡Qué energía inagotable! ¡Qué ternura! Encontramos un fervor que siempre parecía acompañarlos; una energía que difícilmente se tomaba un momento de descanso o de refrigerio; y una ternura que podía llorar por los pecadores impenitentes. Vemos todo esto, pero no encontramos excitación. En una palabra, todo era fruto del Espíritu eterno, y todo era para gloria de Dios. Además, estaba siempre presente esa calma y solemnidad que conviene en la presencia de Dios, y ese profundo fervor que demuestra que la seria condición en que se encuentra el hombre era perfectamente comprendida.
Es precisamente esto, querido hermano, lo que necesitamos y lo que debemos cultivar con diligencia. Es una señal de infinita gracia el hecho de ser guardados de todo lo que es puramente «excitación natural», y, al mismo tiempo, estar debidamente impresionados por la magnitud y solemnidad de la obra. De esta manera, la mente se mantendrá en su debido equilibrio, y seremos preservados de la tendencia a ocuparnos de nuestra obra por el solo hecho de ser nuestra. Nos regocijaremos en el hecho de que Cristo sea glorificado y de que las almas sean salvas, quienquiera que sea el instrumento empleado.
Últimamente he estado pensando mucho en aquel tiempo memorable, hace exactamente diez años, cuando el Espíritu de Dios operó de forma tan maravillosa en la provincia de Ulster. Creo haber extraído una preciosa instrucción de lo que pude observar entonces. Fue un tiempo que nunca habrán de olvidar aquellos que tuvieron el privilegio de ser testigos presenciales de la magnífica ola de bendición que entonces inundó la región. Pero yo ahora hago alusión a ello en relación con el tema de la acción del Espíritu. No tengo la menor duda de que, en 1859, el Espíritu Santo fue contristado y estorbado por la intromisión del hombre. Recordarás, querido A., cómo comenzó esa obra. Recordarás la pequeña aula de la escuela al borde del camino, donde dos o tres se reunían semana tras semana para derramar sus corazones en oración a Dios, a fin de que él tuviera a bien irrumpir en medio de la muerte y la oscuridad que reinaban en derredor, y despertar Su obra y enviar Su luz y Su verdad con poder para la conversión de las almas. Tú sabes bien cómo estas oraciones fueron oídas y respondidas. Tú y yo tuvimos el privilegio de movernos en medio de esas escenas que despertaban a las almas en la provincia de Ulster, y no dudo de que el recuerdo de esas escenas todavía esté fresco en tu memoria, como lo está en la mía.
Ahora bien, ¿cuál era el carácter especial de esa obra en su fase inicial? ¿Acaso no era más que evidente que se trataba de una obra del Espíritu de Dios, el cual levantó y usó instrumentos que, según el criterio humano, serían considerados como los menos competentes y preparados para el cumplimiento de los propósitos de Su gracia? ¿No recordamos acaso el estilo y el carácter de los instrumentos que fueron más utilizados en la conversión de las almas? ¿Acaso no eran, en su mayoría, “hombres sin letras y del vulgo”? Además, ¿no recordamos claramente el hecho de que había el más decidido deseo de dejar de lado toda rutina oficial y organización humana? Hombres trabajadores venían del campo, de la fábrica y del taller para dirigirse a grandes multitudes de oyentes; y hemos visto a centenares de personas, con vivo interés, pendientes de los labios de hombres que eran incapaces de hablar cinco palabras gramaticalmente correctas. En resumidas cuentas, la poderosa corriente de vida y poder espiritual arrasó con nosotros, barriendo de momento gran parte de la maquinaria humana, e ignorando todas las cuestiones de la autoridad humana en las cosas de Dios y en el servicio de Cristo.
Podemos ahora recordar que, en la medida que el Espíritu Santo era reconocido y honrado, la gloriosa obra progresaba; y que, en la misma proporción en que el hombre invadía los dominios del Espíritu eterno, haciendo alarde de su propia importancia, la obra se veía trabada y terminaba siendo hecha añicos. Pude comprobar la veracidad de lo que digo en innumerables casos. Se realizaban vigorosos esfuerzos tendientes a hacer que el agua viva fluya por los canales oficiales y denominacionales, y esto no podía contar con la aprobación del Espíritu Santo. Además, había en varias partes un fuerte y manifiesto deseo de aprovecharse del bendito movimiento con fines sectarios, lo cual era una ofensa contra el Espíritu Santo.
Y esto no era todo. En todas partes la obra y los obreros eran puestos en un pedestal, transformados en objetos importantes y atractivos. Casos de conversión considerados «sorprendentes», pasaron a ser usados como propaganda y exhibidos ostentosamente en periódicos y revistas. Viajeros y turistas venían de todas partes para visitar a estas personas, tomaban notas de sus palabras y conducta, y difundían el relato de ellos hasta los confines de la tierra. Gran número de pobres criaturas, que hasta entonces habían vivido en la oscuridad, desconocidas e inadvertidas, vinieron a ser de repente objetos de interés de los ricos, los nobles y el público en general. El púlpito y la prensa proclamaban sus dichos y actos y, como era de esperarse, terminaron perdiendo por completo su equilibrio. Bribones e hipócritas abundaron por todas partes. Cobraba gran importancia el hecho de tener alguna experiencia extraña y extravagante para contar, o algún sueño o visión extraordinarios que relatar. Y aun cuando este desacertado modo de actuar no lograba generar bribonería e hipocresía, los nuevos convertidos se volvían temerarios y altivos, y miraban con cierta medida de desprecio a los que eran cristianos desde hace mucho tiempo o a aquellos que no hubiesen sido convertidos de la misma manera que lo fueron ellos –que hasta tenía su particular nombre–.
Además de esto, algunos personajes muy notables, hombres de gran notoriedad por su mala fama, que parecían haberse convertido, eran llevados por todas partes y anunciados en carteles por las calles, donde multitudes se agolpaban para verlos y escuchar sus historias; historias que casi siempre eran relatos desagradables, llenos de detalles de inmoralidades y excesos que nunca deberían ser mencionados. Muchos de estos personajes famosos acabaron después largando todo, y cayendo de vuelta, con redoblado ardor, en sus prácticas pasadas.
Pude ser testigo de estas cosas en varios lugares. Creo que el Espíritu Santo fue contristado e impedido, y la obra terminó así echándose a perder. Estoy absolutamente convencido de esto: por eso creo que deberíamos buscar con sinceridad honrar al bendito Espíritu; depender de él en toda nuestra obra; seguir adondequiera que nos conduzca, y no adelantarnos a él. Su obra permanecerá:
Todo lo que Dios hace será perpetuo
(Eclesiastés 3:14).
Las obras hechas en la tierra, son obra de Sus manos. Tener presente esto, siempre mantendrá la mente en sano equilibrio. Los jóvenes obreros corren gran peligro de verse tan entusiasmados con su obra, con su predicación, con sus dones, hasta el punto de perder de vista al Bendito Maestro. Además, son propensos a hacer de la predicación el fin en vez del medio. Esto trae como consecuencia perniciosos resultados; les ocasiona perjuicios a ellos mismos y echa a perder su obra.
Tan pronto como hago de la predicación un fin, me sitúo fuera de la corriente del pensamiento de Dios, cuyo fin es glorificar a Cristo; me sitúo también fuera de la corriente del corazón de Cristo, cuyo fin es la salvación de las almas y la plena bendición de Su Iglesia. Pero cuando el Espíritu Santo ocupa el lugar que le corresponde, cuando es debidamente reconocido y se confía en él, todo estará bien. No habrá ninguna exaltación del hombre; no se hará alarde de la importancia de cada uno; no se hará un espectáculo de los frutos de nuestra obra; no habrá excitación. Todo será calmo, silencioso, real y sin pretensiones. Se esperará en Dios con sencillez, con vehemencia, con fe y con paciencia. El yo quedará apagado, y Cristo será exaltado.
Siempre me acuerdo de una frase tuya. Una vez me dijiste: «El cielo será el mejor y más seguro lugar para oír acerca de los resultados de nuestra obra». Estas son palabras saludables para todos los obreros. Me estremezco cuando veo los nombres de los siervos de Cristo publicados en revistas y boletines, con halagüeña alusión a su obra y a sus frutos. Seguramente aquellos que escriben tales artículos deberían reflexionar en lo que hacen; deberían considerar que están alimentando precisamente aquello que deberían desear ver mortificado y subyugado. Estoy plenamente persuadido de que la senda silenciosa, secreta y velada es la mejor y más segura para el obrero cristiano. Una senda así no lo hará menos fervoroso, sino todo lo contrario. No apagará su energía, sino que la incrementará y la intensificará.
Dios no permita que tú ni yo escribamos una sola línea o expresemos una sola frase que ni de la manera más remota pudiera desanimar o poner trabas a un solo obrero en toda la viña de Cristo. No, este no es el momento para algo así. Queremos ver a los obreros del Señor marchando con fervor; pero creemos sinceramente que el verdadero fervor será siempre el resultado de la más absoluta dependencia de Dios el Espíritu Santo.
Pero ¡mira qué lejos he llegado! Y hasta ahora no me referí a los pasajes de las Escrituras que mencioné en mi carta anterior. Bueno, mi amado en el Señor, sé que me dirijo a alguien que está bien familiarizado con los Evangelios y los Hechos, y que, por tanto, sabe que el propio gran Obrero, y todos aquellos que buscaron seguir Sus benditas pisadas, reconocieron y honraron al Espíritu eterno como Aquel por quien todas sus obras debían ser hechas.
Debo ahora concluir mi carta, mi muy amado hermano y colaborador, y lo hago de todo corazón, encomendándote, en espíritu, alma y cuerpo, a Aquel que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos llamó al honroso puesto de obreros en Su campo evangelístico. ¡Que Dios te bendiga a ti y a tu familia muy abundantemente, y te haga mil veces más útil para él!
Afectuosamente en el Señor
C. H. M.
Tercera carta - La Palabra de Dios
Querido amigo A.:
Hay otro punto que guarda estrecha relación con el tema de mi última carta; se trata del lugar que ocupa la Palabra de Dios en la obra de evangelización. En mi última carta, como recordarás, me referí a la obra del Espíritu Santo y a la inmensa importancia de darle a Él el lugar que le corresponde. No hace falta que te diga cuán claramente la preciosa Palabra de Dios está relacionada con la acción del Espíritu Santo. Ambas están inseparablemente ligadas en esas memorables palabras que nuestro Señor dirigió a Nicodemo –palabras tan poco comprendidas y, lamentablemente, tan mal aplicadas–:
El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios
(Juan 3:5).
Ahora bien, tanto tú como yo entendemos claramente que en este pasaje la Palabra está representada bajo la figura del “agua”. Gracias a Dios, no estamos dispuestos a dar ningún crédito al absurdo ritualismo de la regeneración bautismal. Estamos plenamente convencidos, creo, de que nadie tuvo ni podrá tener jamás la vida mediante las aguas del bautismo. Admitimos plenamente que todos los que creen en Cristo debieran ser bautizados; pero esto es algo totalmente diferente del fatal error que sustituye la muerte expiatoria de Cristo, el poder regenerador del Espíritu Santo y las virtudes de la Palabra de Dios para dar la vida, por una ordenanza. No perderé mi tiempo ni el tuyo en combatir este error, pues supongo que coincidirás conmigo al considerar que cuando nuestro Señor habla de “nacer de agua y del Espíritu”, se refiere a la Palabra y al Espíritu Santo (puedes ver Efesios 5:26).
Así pues, la Palabra de Dios es el gran instrumento empleado en la obra de evangelización. Muchos pasajes de la Santa Escritura establecen este punto con tal claridad y determinación que no deja lugar a disputa alguna. En Santiago 1:18 leemos: “El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad”. Asimismo 1 Pedro 1:23 dice: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre”. Es menester que cite todo el pasaje debido a su inmensa importancia en relación con nuestro tema: “Porque toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (v. 24-25).
Esta última cláusula es de incalculable valor para el evangelista. Lo liga, de la manera más clara posible, a la Palabra de Dios como el instrumento único y plenamente suficiente que debe utilizar en su gloriosa obra. Él debe dar la Palabra a la gente; y cuanto más simple sea la forma en que lo haga, mejor será. Debe dejar que el agua pura corra desde el corazón de Dios hacia el corazón del pecador, evitando a la vez que el canal por el que corre esta agua ceda alguna traza de sí y la contamine. El evangelista debe predicar la Palabra; y debe hacerlo en simple dependencia del poder del Espíritu Santo. Este es el verdadero secreto del éxito en la predicación.
Pero si bien insisto en este punto de fundamental importancia en la obra de la predicación –y creo que no podría insistir tanto como debiera–, lejos estoy de pensar que el evangelista deba presentar a sus oyentes un gran volumen de verdad. Todo lo contrario, considero esto un grave error. El evangelista debe dejar esta tarea en manos de un maestro, un conferenciante o un pastor. Muchas veces temo que gran parte de nuestra predicación pase por sobre las cabezas de la gente, debido al hecho de que preferimos desarrollar la verdad antes que alcanzar a las almas. Puede que nos contentemos con haber dado un mensaje muy claro y enérgico, con haber hecho una muy interesante e instructiva exposición de las Escrituras, algo muy valioso para el pueblo de Dios. Pero el oyente inconverso se quedó allí sentado sin ser tocado, sin ser alcanzado, sin ser impresionado. No había nada para él. El predicador estuvo más ocupado con su exposición que con el pecador; estuvo más absorbido con su tema que con el alma.
Estoy absolutamente convencido de que este es un grave error, y un error en el cual todos nosotros –al menos yo– somos muy propensos a caer. Lo considero profundamente deplorable, y deseo sinceramente evitar cometerlo. Me pregunto si este error no puede considerarse como la verdadera causa de nuestra falta de éxito. Pero quizá no deba hablar de «nuestra falta», sino de mi falta. No creo que sea justo –hasta donde conozco tu ministerio– atribuirte el defecto al que me acabo de referir. Respecto de este, tú mismo serás el mejor juez. Pero de una cosa estoy seguro: que el evangelista más exitoso es aquel que tiene sus ojos fijos en el pecador; aquel que tiene su corazón inclinado a la salvación de las almas; sí, aquel para el cual el amor por las preciosas almas es casi una pasión. El que más garantías tendrá para su ministerio, no es el hombre que desarrolla un volumen de verdad, sino aquel que más suspira por las almas.
Digo todo esto –nótalo bien– reconociendo de la manera más clara y absoluta la afirmación que hice al comienzo de esta carta, a saber, que la Palabra de Dios es el gran instrumento en la obra de la conversión. Nunca debemos perder de vista este hecho ni debilitar su fuerza. No importa el arado que se utilice para hacer el surco, de qué forma la Palabra pueda revestirse ni el instrumento por el cual pueda ser transmitida, pues las almas solo pueden nacer de nuevo “por la Palabra de verdad”.
Todo esto es divinamente cierto, y siempre deberíamos tenerlo presente. Pero ¿acaso no vemos a menudo que aquellos que se proponen predicar el Evangelio (sobre todo cuando permanecen mucho tiempo en el mismo lugar) son muy propensos a abandonar el dominio del evangelista –ese tan bendito dominio– y a invadir el dominio del maestro o del expositor? Esto es lo que desapruebo y lo que tan profundamente deploro. Sé que yo mismo he faltado a este respecto, y grande ha sido mi aflicción por dicha falta. Escribo con entera libertad para confesar que últimamente el Señor ha profundizado inmensamente en mi alma el sentido de la gran importancia de la predicación sincera del Evangelio. Dios no permita que, al hacerlo, subestime la obra de un maestro o de un pastor. Creo que dondequiera que haya un corazón que ame a Cristo, se deleitará en apacentar y cuidar de los preciosos corderos y ovejas del rebaño de Cristo, rebaño que él compró con su propia sangre.
Pero las ovejas deben ser reunidas antes de poder ser apacentadas; ¿y cómo pueden ser reunidas sino mediante la ferviente predicación del Evangelio? La gran ocupación del evangelista es salir hacia los tenebrosos montes del pecado y el error, para hacer sonar la trompeta del Evangelio y reunir las ovejas; y tengo la firme convicción de que hará mejor su trabajo, no mediante una elaborada exposición de la verdad; no dando conferencias claras, valiosas e instructivas; no mediante bellas explicaciones de la verdad profética, dispensacional o doctrinal –por preciosas e importantes que sean en su debido lugar–; sino ocupándose de manera ferviente, directa y sincera con las almas inmortales; con una voz de advertencia, con un ruego solemne; disertando fielmente
acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero
(Hechos 24:25),
con una alarmante presentación de la muerte y el juicio, de las terribles realidades de la eternidad, del lago de fuego y del gusano que nunca muere (Marcos 9:44, 48).
En resumidas cuentas, me conmueve el hecho de que necesitamos predicadores que despierten a sus oyentes. Admito plenamente que están las dos cosas: la enseñanza del Evangelio y la predicación del Evangelio. Pablo, por ejemplo, enseña el Evangelio en Romanos 1 a 7; pero también le vemos predicando el Evangelio en Hechos 13 o 17. Esto es algo de gran importancia en todas las épocas, sobre todo cuando se tiene casi la certeza de que existe un gran número de personas que solemos llamar «almas ejercitadas» en nuestras predicaciones públicas, que necesitan un evangelio liberador: el pleno, claro y elevado evangelio de la resurrección.
Pero si bien admito todo esto, aún creo que lo que se necesita para una evangelización exitosa no es tanto un volumen de verdad, sino un intenso amor por las almas. Mira al eminente evangelista George Whitefield1 . ¿Cuál crees que haya sido el secreto de su éxito? No tengo duda de que habrás leído sus sermones. ¿Notaste acaso que haya una gran amplitud de verdad? Lo dudo. No obstante, debo decir que me sorprendió justamente lo contrario. Pero, oh, había algo en Whitefield que tanto tú como yo debemos codiciar y tener el deseo de cultivar. Había un ardiente amor por las almas, una sed por su salvación, un poderoso cuerpo a cuerpo con la conciencia, un trato denodado, vigoroso y cara a cara con los hombres acerca de sus caminos pasados, de su estado presente y de su destino futuro. Estas eran las cosas que Dios reconocía y bendecía; y él seguirá todavía reconociendo y bendiciendo las mismas cosas.
Estoy persuadido –y escribo esto delante de Dios– de que si nuestros corazones estuviesen inclinados a la salvación de las almas, Dios nos utilizará en esa divina y gloriosa obra. Pero si, por otra parte, nos entregamos a las desecantes influencias de un fatalismo frío, sin corazón e impío; si nos contentamos con una declaración formal y oficial del Evangelio –algo sin atractivo–; si –para usar una expresión vulgar– nuestra predicación se rige por el principio de «tómalo o déjalo», ¿nos hemos de asombrar si no vemos conversiones? Nos asombraríamos más bien si viésemos alguna.
No; creo que deberíamos examinar seriamente este gran tema práctico. Demanda la solemne e imparcial consideración de todos aquellos que están dedicados a la obra. Hay peligro de todos lados. Hay opiniones contradictorias de todas partes. Pero no puedo concebir cómo un cristiano puede estar satisfecho de faltar a la responsabilidad de ir a buscar almas. Alguien puede decir: «Yo no soy un evangelista; no es mi ámbito; soy más un maestro o un pastor». Bien, entiendo lo que quiere decir; pero ¿me dirá alguien que un maestro o un pastor no deben salir con un deseo ardiente en busca de almas? No puedo admitirlo ni un instante. Es más, no importa en lo más mínimo qué don tenga la persona, o incluso si no posee ningún don que se destaque; aun así, ella puede y debe cultivar un deseo vehemente por la salvación de las almas. ¿Sería correcto pasar por una casa en llamas sin dar una voz de alarma, aunque no pertenezcamos al cuerpo de bomberos? ¿Acaso no deberíamos tratar de salvar a un hombre que está a punto de ahogarse, aunque no dispusiésemos de un bote salvavidas? ¿Alguien en su sano juicio podría mantener algo tan monstruoso? Por lo que respecta a la salvación de las almas, entonces, lo que se necesita no es tanto un don o conocimiento de la verdad, sino un profundo y ferviente anhelo por las almas, un agudo sentido del peligro que corren y un deseo de que sean rescatadas.
Afectuosamente en el Señor
C. H. M.
- 1N. del T.: Convertido en 1735, George Whitefield (1714-1770) fue un conocido predicador inglés que comenzó a predicar al aire libre en 1739, atrayendo multitudes con su elocuencia: Su trabajo estuvo volcado a la predicación del Evangelio en Inglaterra y Estados Unidos, donde fundó un orfanato.
Cuarta carta - La oración
Querido amigo A.:
Cuando tomé mi pluma para escribirte la primera carta, nunca imaginé que tendría la oportunidad de escribir una cuarta carta. De cualquier manera, el tema es de gran interés para mí; y solo hay dos o tres puntos más que quiero tratar brevemente.
En primer lugar, siento profundamente la falta que hay en nosotros de un espíritu de oración para llevar adelante la obra de evangelización. Ya me referí a la obra del Espíritu; y también al lugar que la Palabra de Dios debe ocupar siempre; pero me sorprende el hecho de que seamos muy deficientes cuando se trata de una oración fervorosa, perseverante y de fe. En esto estriba el secreto del poder.
Nosotros –dicen los apóstoles– persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra
(Hechos 6:4).
Fíjate en el orden: Primero “la oración”, y luego “el ministerio de la palabra”. La oración pone de manifiesto el poder de Dios. Y esto es lo que necesitamos, no el poder de la elocuencia, sino el poder de Dios; y este solo se puede obtener esperando en él: “El da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; y correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán” (Isaías 40:29-31).
Me parece que somos muy mecánicos en la obra, si puedo expresarme así. Un gran porcentaje es servicio puramente rutinario, trabajar «por amor al servicio», como se dice. Temo inmensamente que algunos de nosotros estemos más apoyados sobre nuestros pies que sobre nuestras rodillas; pasando más tiempo en los vagones del ferrocarril que en nuestro aposento privado; más en las carreteras que en el santuario; más con los hombres que con Dios. Esto no funcionará nunca. Es imposible que nuestra predicación esté caracterizada por poder y coronada con resultados, si no esperamos en Dios. Mira al mismo adorable Maestro, a ese gran Obrero. Fíjate cuán a menudo lo hallamos en oración: En su bautismo; en la transfiguración; antes de elegir y enviar a los doce. En resumidas cuentas, una y otra vez hallamos a ese Bendito Ser en actitud de oración. En una ocasión se levanta “muy de mañana, siendo aún muy oscuro” (Marcos 1:35), para entregarse a la oración. En otra ocasión pasa toda la noche en oración, por cuanto el día era dedicado al trabajo.
¡Qué ejemplo para nosotros! ¡Ojalá que lo sigamos! ¡Ojalá que sepamos un poco más lo que es luchar hasta la agonía en oración! ¡Qué poco sabemos de esto! Hablo por mí mismo. A veces me parece que estamos tan ocupados con los compromisos de predicar que no tenemos tiempo para orar, para dedicarnos a la obra en la privacidad, para estar a solas con Dios. Nos enroscamos en una suerte de torbellino de obra pública; corremos de un lugar a otro, de una reunión a otra, en un estado de alma estéril y sin oración. ¿Hemos de asombrarnos ante los pobres resultados? ¿Cómo podría ser de otra manera si hemos dejado de esperar en Dios? Nosotros no podemos convertir a las almas. Solo Dios puede hacerlo; y si seguimos sin esperar en Él, si dejamos que la predicación pública desplace a la oración en privado, podemos estar seguros de que nuestra predicación resultará estéril y sin valor. Debemos realmente “persistir en la oración” si queremos tener éxito en “el ministerio de la palabra”.
Pero esto no es todo. No se trata simplemente de que nos falta la santa y bendita práctica de la oración en privado. Esto, lamentablemente, es absolutamente cierto, como ya dijimos. Pero hay más que esto. Fallamos en nuestras reuniones públicas de oración. En ellas no nos acordamos lo suficiente de la gran obra de evangelización. Siempre deberíamos presentarla delante de Dios, con insistencia y determinación. Puede que en ocasiones se la mencione de una manera formal y pasajera, para quedar luego en el olvido. Siento de veras que hay una gran falta de ahínco y perseverancia en nuestras reuniones de oración en general, no solo en cuanto a la obra del Evangelio, sino también a otras cosas. Hay a menudo mucha formalidad y debilidad. No parecemos ser hombres inmersos en fervor. Nos falta el espíritu de la viuda de Lucas 18, quien venció al juez injusto apenas con la fuerza de su importunidad. Parece que nos olvidamos de que Dios quiere que le presentemos nuestras peticiones, y de que él
es galardonador de los que le buscan
(Hebreos 11:6).
De nada vale que alguien diga: «Dios puede obrar sin nuestras insistentes súplicas; él cumplirá sus propósitos; él reunirá a los suyos». Sabemos todo esto; pero sabemos también que Aquel que determinó el fin, también determinó los medios para alcanzarlo; y si dejamos de depender de él, entonces se valdrá de otros para llevar a cabo Su obra. La obra será hecha, sin duda alguna; pero nosotros perderemos la dignidad, el privilegio y la recompensa del trabajo. ¿No significa nada esto? ¿Será algo de poca importancia ser privados del dulce privilegio de ser colaboradores de Dios, de tener comunión con él en la bendita obra que lleva adelante? ¡Ay, qué triste es darle tan poco valor a esto! ¡Ojalá que le demos su debido valor!; y una de las pocas ocasiones en que más podemos experimentar este privilegio es cuando estamos unidos de común acuerdo en ferviente oración. Es algo en que todos los santos pueden unirse; todos pueden agregar un sincero «Amén». No todos pueden ser predicadores, pero todos pueden orar; todos pueden unirse en la oración y tener comunión en ella.
¿No observas que siempre hay un torrente de bendición profundo y verdadero cuando la asamblea se encuentra inmersa en ferviente oración por el Evangelio y por la salvación de las almas? He visto invariablemente esto, y es verdaderamente una fuente de indecible consuelo, gozo y aliento para mi corazón encontrar a la asamblea dedicada a la oración, porque cuando es así –estoy seguro–, Dios derrama copiosas lluvias de bendición.
Además, cuando ello tiene lugar, cuando este espíritu de los más excelentes invade toda la asamblea, puedes estar seguro de que no habrá ninguna dificultad respecto a lo que se suele llamar «la responsabilidad de la predicación». No tendrá importancia quién haga la obra, con tal que sea hecha de la mejor manera posible. Si la asamblea espera en Dios, en ferviente intercesión por el progreso de la obra, no surgirá ninguna cuestión respecto a quién se ocupará de la predicación, con tal que Cristo sea anunciado y las almas bendecidas.
Aún hay una cosa más que ha ocupado bastante mis pensamientos últimamente; se trata de la manera en que tratamos a los recién convertidos. Sin duda hay una inmensa necesidad de cuidado y cautela, no sea que nos hallemos reconociendo y acreditando aquello que no es en absoluto un fruto genuino de la obra del Espíritu Santo. Hay un gran peligro en esto. El enemigo siempre está buscando introducir elementos espurios en la asamblea, con el fin de destruir el testimonio y traer descrédito a la verdad de Dios.
Todo esto es muy cierto, y demanda nuestra seria consideración. Pero, ¿no te parece, querido hermano, que muy frecuentemente caemos en el otro extremo? ¿No echamos a menudo agua fría sobre los recién convertidos con nuestro rígido y peculiar estilo? ¿No provocamos, por nuestro espíritu y conducta, cierta repulsión hacia los recién convertidos? Esperamos que los que acaban de hacerse cristianos estén a una altura de inteligencia espiritual que a nosotros nos ha llevado años alcanzar. Y no solo eso; a veces los sometemos a un proceso de examen que solo provoca hostigamiento y perplejidad.
Es evidente que esto no está bien. El Espíritu Santo nunca confundirá, pondrá perplejo ni repelerá a un querido buscador angustiado; el Espíritu nunca hará esto. Nunca podría ser conforme al pensamiento o al corazón de Cristo enfriar el espíritu del cordero más débil de todo su rebaño, el cual compró con su propia sangre. Él quiere que tratemos de conducirlos con suavidad y ternura; que los calmemos, los sustentemos y los cuidemos conforme al profundo amor de Su corazón. Es una gran cosa hacernos a un lado, y mantenernos abiertos para discernir y apreciar la obra de Dios en las almas, y no echarla a perder poniendo nuestros miserables caprichos como piedras de tropiezo en su camino. Necesitamos la ayuda y la dirección divina en este asunto, así como en cualquier otra área de nuestra obra. Pero, bendito sea Dios, él es suficiente tanto para esto como para todo lo demás. Solo confiemos en él, aferrémonos a él y echemos mano de su inagotable tesoro, para cada caso que pueda surgir, para las necesidades de cada momento. Él nunca decepcionará a un corazón confiado, esperanzado y dependiente.
Debo ahora terminar esta serie de cartas. Creo haber abarcado, si no todos, al menos la mayoría de los puntos que tenía en mente. Tendrás en cuenta, espero, que, en todas estas cartas, simplemente puse mis pensamientos por escrito con la mayor libertad posible, y con toda la intimidad de una verdadera amistad fraternal. No escribí un tratado formal, sino solo he derramado mi corazón a un amado amigo y compañero de yugo. Y todos los que lean estas cartas deben tener presente esto mismo.
¡Que Dios te bendiga y te guarde, querido hermano! ¡Que corone tus labores con las más ricas y mejores bendiciones! ¡Que te guarde de toda obra mala, y te preserve para su reino eterno!
Afectuosamente en el Señor
C. H. M.
Quinta carta - La obra de literatura
Querido amigo A.:
Parece que una vez más debo tomar mi pluma para escribirte acerca de ciertos asuntos relacionados con la obra de evangelización, que últimamente han estado llamando mi atención. Hay tres distintas ramas de la obra, que me gustaría ver ocupando un lugar más definido y prominente entre nosotros. Me refiero a la obra de literatura1 , a la predicación del Evangelio y a la Escuela Dominical.
Me sorprende ver que el Señor esté despertando la atención sobre la importancia de la obra de literatura como un medio valioso en la obra de evangelización; pero me pregunto si realmente nos tomamos este asunto con toda seriedad. ¿Por qué digo esto? ¿Acaso los libros y tratados han perdido interés y valor a nuestros ojos? ¿O será que la falta radica en el modo en que es conducida la obra de literatura? A mi juicio, parece que falta algo respecto a este último punto.
Cómo me gustaría ver un depósito de literatura bien administrado en cada ciudad importante; cuando digo «bien administrado», me refiero a algo que he asumido y llevado adelante como un servicio directo para el Señor, con un sincero amor por las almas, con profundo interés por difundir la verdad y, al mismo tiempo, con buenas prácticas comerciales. He visto varios depósitos de literatura desmoronarse por falta de habilidad en sus responsables. Parecían personas muy fervorosas y sinceras, pero incapaces de conducir un negocio. En resumidas cuentas, eran personas en cuyas manos cualquier negocio habría ido a la quiebra. Por ejemplo, en algunos lugares que visité, el depósito de literatura era manejado por gente con incapacidades físicas. En un lugar vi el negocio en manos de una pobre anciana postrada en una cama. Era una persona muy querida, y era muy placentero pasar una hora hablando con ella al lado de su cama, pero ¿cómo podía manejar un depósito de libros? Creo que hacía tres años que estaba postrada en su cama. La gente pasaba por la puerta de su casa durante años sin advertir nunca que allí podía adquirir un tratado o un libro. No había tienda, anuncios, ni ningún tipo de exposición de los tratados en la vidriera. No se trata aquí de un hecho aislado. Si lo fuera, no lo hubiera mencionado. En muchas grandes ciudades se tienen unos pocos tratados, todos amontonados y llenos de polvo, en condiciones lamentables, en una desconocida sala en un callejón. Ahora bien, me gustaría saber si se puede esperar que alguien consiga tratados en esas circunstancias. Con toda seguridad, la mayoría de las personas no lo harían. Esta es la razón por la cual en muchos lugares hay un deplorable fracaso en esta tan valiosa e interesante obra de manejar un depósito de literatura. ¿Cómo podemos alcanzar mejor a las almas para las cuales han sido preparados los libros y tratados? Creo que exhibiendo los libros y tratados para la venta en las vitrinas, siempre que ello sea posible, de modo que la gente pueda verlos al pasar, y entrar y comprar lo que quieran. Muchas almas han sido alcanzadas por este medio. Muchos, no tengo dudas, han sido salvos y bendecidos por medio de tratados que vieron por primera vez en una vidriera o presentados en un mostrador. Pero cuando no existe esa posibilidad, el salón de reuniones de la asamblea es la sede natural para el depósito de literatura.
Hay claramente una real necesidad de una librería cristiana en toda gran ciudad, conducida por alguien con conocimientos y sanos hábitos comerciales, y que sea capaz de conversar con las personas acerca de los tratados y de recomendar aquello que pueda ser de ayuda para las almas angustiadas que buscan la verdad. De esta forma, estoy persuadido de que se podrían hacer muchas cosas buenas. Los cristianos de la ciudad sabrían a donde ir a buscar tratados, no solo para su lectura personal, sino también para la distribución general. Ciertamente, si algo vale la pena, vale la pena hacerlo bien; y si esto no se aplica a la obra de literatura, no sé a qué se aplicará.
La obra de literatura debe ser emprendida como un servicio hecho directamente para Cristo. Tengo la certeza de que cuando es emprendida y llevada adelante de esta manera, con energía, celo e integridad, el Señor la reconocerá y hará de ella una bendición. ¿Acaso no hay nadie que quiera emprender esta obra tan valiosa, no por amor a una remuneración, sino por amor a Cristo? ¿No hay nadie que quiera dedicarse a ella con fe sencilla, mirando únicamente al Dios viviente?
Aquí está el fondo de la cuestión. Pues en este ramo de la obra, así como en todo otro ramo, necesitamos de aquellos que confíen en Dios y que se nieguen a sí mismos. Me parece que sacaríamos mucho provecho si la obra de literatura fuese colocada en su debido lugar, y considerada como parte integral de la obra evangelística, asumida con responsabilidad hacia el Señor y llevada adelante con la energía de la fe en el Dios viviente. Cada rama de la obra evangelística –la literatura, la predicación y la Escuela Dominical–, debe ser llevada adelante de esta manera. Está muy bien y es muy precioso tener comunión –plena y cordial comunión– en todo nuestro servicio; pero si esperamos la comunión y colaboración para poder comenzar una obra –que pertenece al ámbito de la responsabilidad tanto personal como colectiva– nos vamos a quedar atrás, o es probable que la obra ni siquiera sea hecha.
Tendré oportunidad de referirme más particularmente a este punto cuando trate el asunto de la predicación y la Escuela Dominical. Lo único que quiero ahora es dejar claro el hecho de que la obra de literatura es una rama –una muy importante y eficiente rama– de la obra evangelística. Si esto fuera bien comprendido por todos, habremos dado un gran paso. Debo confesarte que siempre ha sido una grave ofensa a mi sentido moral el estilo frío y comercial con que se manejan las publicaciones y la venta de libros y tratados –un estilo apropiado tal vez para un mero negocio comercial, pero que es muy ofensivo cuando se adopta en relación con la preciosa obra de Dios–.
Admito plenamente –y lucho por ello– que la buena gestión de un depósito de literatura requiere buenos y sanos hábitos de negocios, además de principios comerciales honestos. Pero a la vez estoy persuadido de que la obra de literatura nunca estará en su verdadero lugar –nunca cumplirá su verdadero propósito, nunca alcanzará el fin deseado– hasta que esté firmemente asentada sobre su santa base, y sea considerada como parte integral de la más gloriosa obra a la cual somos llamados: la obra de evangelización activa, fervorosa y perseverante.
Y esta obra debe ser asumida con un profundo sentimiento de responsabilidad hacia Cristo y con la energía de la fe en el Dios viviente. De nada sirve que una asamblea de cristianos, o alguien rico, elijan a algún apadrinado y le encarguen la dirección del emprendimiento a fin de proveerle un medio de ganarse la vida. Es una gran bendición que todos tengan comunión en la obra; pero estoy completamente convencido de que la obra debe ser emprendida como un directo servicio a Cristo y llevada adelante en amor por las almas y con un auténtico interés en la propagación de la verdad. En tal caso, podemos estar seguros de que Dios tendrá cuidado de sus queridos siervos. Espero escribirte de nuevo para tratar las otras dos divisiones de mi tema.
Afectuosamente en el Señor
C. H. M.
- 1N. del T.: C. H. M. habla de «tract depots» (lit.: «depósitos de tratados o folletos»). Para nosotros ello se refiere a las librerías cristianas, o, como lo expresamos aquí, a la literatura cristiana.
Sexta carta - La predicación del Evangelio
Querido amigo A.:
En una de mis primeras cartas de esta serie, insistí en la indecible importancia de mantener con celo y constancia una fiel predicación del Evangelio –una clara obra de evangelización llevada adelante en la energía del amor por las preciosas almas y con directa referencia a la gloria de Cristo–; una obra dirigida exclusivamente a los inconversos y, por ende, completamente distinta de la obra de enseñanza, de disertación o de exhortación, que tiene lugar en el seno de la asamblea; la cual –no preciso decirlo– es de igual importancia a los ojos de nuestro Señor Jesucristo.
Mi objetivo al referirme nuevamente a este tema, es llamar tu atención respecto a un punto en relación con él, sobre el cual me parece que hay una gran falta de claridad entre algunos de nuestros amigos. Me pregunto si, por regla general, tenemos completa claridad acerca de la responsabilidad individual en la obra de evangelización. Admito naturalmente que el maestro o el conferenciante es llamado a ejercer su don, en su mayor parte, sobre el mismo principio que el evangelista; es decir, sobre la base de su propia responsabilidad personal hacia Cristo; y que la asamblea no es responsable por sus servicios individuales; a menos, claro está, que enseñe falsas doctrinas, en cuyo caso la asamblea tiene la obligación de actuar.
Pero mi tema es la obra del evangelista; él debe hacer su trabajo fuera de la asamblea. Su esfera de acción es el mundo entero.
Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura
(Marcos 16:15).
Esta es la esfera de actividad del evangelista: “Todo el mundo”, y su objetivo: “Toda criatura”. Él puede salir del seno de la asamblea, y volver allí cargado con las doradas mieses de su cosecha; sin embargo, sale con la energía de su fe personal en el Dios viviente y sobre la base de su responsabilidad personal hacia Cristo; la asamblea tampoco es responsable por el modo peculiar en que él lleva adelante su obra.
Sin duda la asamblea tiene que actuar cuando el evangelista introduce el fruto de su trabajo en la forma de almas que profesan estar convertidas, y que desean ser recibidas en comunión a la mesa del Señor. Pero esto se trata de algo completamente distinto, y debe distinguirse de la obra del evangelista.
El evangelista debe tener libertad de acción. Eso es lo que sostengo. No debe estar atado a ciertas normas o reglamentos, ni restringido por ningún convencionalismo particular. Un evangelista con un corazón ancho se siente perfectamente libre de hacer muchas cosas que tal vez no estén de acuerdo con el juicio espiritual y las simpatías de algunas personas de la asamblea; pero si él no transgrede ningún principio vital o fundamental, tales personas no tienen derecho de interferir en su trabajo.
Y debe recordarse, querido hermano, que cuando uso la expresión «juicio espiritual y simpatías», estoy hablando desde el punto de vista más elevado posible, y tratando al objetor con el mayor de los respetos. Siento que es lo correcto y lo conveniente. Todo verdadero hombre tiene derecho a que su opinión y su juicio –esto sin hablar de la conciencia– sean tratados con el debido respeto. Pero hay, lamentablemente, en todas partes hombres de miras estrechas que se oponen a todo lo que no cuadra con sus propias ideas. Hombres que estarían dispuestos a restringir la acción del evangelista a su propia línea de pensamiento y conducta que, según piensan, corresponde a la asamblea del pueblo de Dios cuando se reúne para el culto alrededor de la Mesa del Señor.
Todo esto es una completa equivocación. El evangelista no debe escuchar estas cosas ni dejarse influir por ellas. Debe proseguir tranquilamente su camino habitual, sin tener en cuenta toda la estrechez e intromisión que pueda encontrar. Él puede sentirse perfectamente libre de adoptar un estilo de hablar y un modo de obrar que estarían enteramente fuera de lugar en la asamblea. Considera por ejemplo el asunto de cantar himnos. El evangelista puede sentirse perfectamente libre de utilizar himnos o cánticos evangelísticos que serían completamente inadecuados en una reunión de asamblea. El hecho es que él canta el Evangelio con el mismo objetivo con que predica el Evangelio, o sea, para alcanzar el corazón del pecador. Está tan dispuesto a cantar «Ven» como a predicarlo. Pero puede que se diga: «Si invitamos a la gente a cantar himnos, ¿no se corre el peligro de conducirla a una posición falsa?». Sin duda que sí. Hay peligro en esto como en todo lo demás. Pero entonces el evangelista inteligente no invita a los inconversos a cantar. Al contrario, les advierte de ello. A menudo sucede que el Espíritu de Dios hace una obra sólida en la conciencia, en relación con estas palabras de advertencia pronunciadas durante el canto; pues –bendito sea su Nombre–, el Espíritu Eterno opera en una esfera de acción infinitamente más amplia que la nuestra. Sus pensamientos no son nuestros pensamientos, ni Sus caminos son nuestros caminos (Isaías 55:8).
Tal es el juicio que por muchos años he tenido sobre este tema, aunque no estoy completamente seguro de que sea algo que esté plenamente de acuerdo con tu discernimiento espiritual. Me preocupa el hecho de que estemos en peligro de caer en la falsa noción que la cristiandad tiene de «iniciar una obra» y «organizar una iglesia». Por eso muchos consideran las cuatro paredes en que se reúne la asamblea como una «capilla», y el evangelista que está predicando allí sea visto como «el ministro de la capilla».
Debemos guardarnos cuidadosamente de todo esto. Pero mi intención al referirme a ello ahora es aclarar el punto en cuanto a la predicación del Evangelio. El verdadero evangelista no es el ministro de ninguna capilla, ni el órgano de ninguna congregación, ni el representante de una agrupación, ni el funcionario pago de ninguna organización. No; es el embajador de Cristo; el mensajero de un Dios de amor; el heraldo de las Buenas Nuevas. Su corazón está lleno de amor por las almas, sus labios ungidos por el Espíritu Santo, y sus palabras revestidas de poder celestial. ¡Dejémosle en paz! ¡No lo encadenemos con normas y reglamentos! ¡Dejémosle dedicarse a su obra y a su Amo!
Además, ten en cuenta que la Iglesia de Dios puede proveer una plataforma suficientemente amplia para toda suerte de obreros y todo estilo posible de trabajo, siempre y cuando no se toquen las verdades fundamentales. Es un fatal error tratar de reducir a todos y todas las cosas a un mismo nivel. El cristianismo es una viva realidad divina. Los siervos de Cristo son enviados por él, y ante él son responsables.
¿Tú quien eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae
(Romanos 14:4).
Podemos estar seguros de que estas cosas demandan nuestra seria consideración, si no queremos ver la bendita obra de evangelización echarse a perder en nuestras manos.
Tengo solo un punto más al que quisiera referirme antes de terminar mi carta, ya que es algo que ha sido una cuestión muy controvertida en algunos lugares. Me refiero a lo que ha sido llamado «la responsabilidad de la predicación». ¡Cuántos de nuestros amigos se han sentido molestos por esta cuestión! ¿Por qué razón? Estoy persuadido de que es por no entenderse la verdadera naturaleza, el verdadero carácter y la esfera de acción de la obra de evangelización. Por eso ha habido personas que insisten en que la predicación del Evangelio el domingo a la noche debe dejarse como una reunión abierta. Pero, ¿abierta a qué? Esta es la cuestión. En muchísimos casos demostró estar «abierta» a un tipo de discurso completamente inadecuado para muchos de los que habían asistido o que habían sido traídos por amigos, esperando oír un pleno, claro y enérgico mensaje evangelístico. En tales ocasiones, nuestros amigos se llevaron un chasco, y los inconversos fueron totalmente incapaces de comprender el significado de la reunión. Ciertamente tales cosas no deberían suceder; y no ocurrirían si tan solo los hombres discernieran algo tan simple como es la distinción entre todas las reuniones en que los siervos de Cristo ejercen su ministerio sobre la base de su responsabilidad personal, y todas las reuniones que son puramente reuniones de la asamblea, ya sea para celebrar la Cena del Señor, la oración, o cualquier otro propósito.
Afectuosamente en el Señor
C. H. M.
Séptima carta - La Escuela Dominical
Querido amigo A.:
Por falta de espacio, me vi obligado a finalizar mi última carta sin siquiera tocar el tema de la Escuela Dominical. Sin embargo, debo dedicar una o dos páginas a una rama de la obra que ha ocupado un lugar muy amplio en mi corazón por treinta años. Consideraría que mi serie de cartas quedaría incompleta si no hubiese tocado este tema.
Algunos podrían cuestionar hasta dónde la Escuela Dominical puede ser considerada como parte integral de la obra de evangelización. De mi parte, solo puedo decir que la considero principalmente a través de tal prisma. La veo como una de las mayores y más interesantes ramas de la obra evangelística. El director y el maestro de la Escuela Dominical son obreros en el vasto campo del Evangelio, tan claramente como el evangelista o el predicador del Evangelio.
Soy plenamente consciente de que una escuela dominical difiere sustancialmente de una predicación normal del Evangelio. No es convocada ni conducida de la misma manera. Hay, si puedo expresarme así, una unión del padre, del maestro y del evangelista en la persona del obrero de la Escuela Dominical. En ese momento él toma el lugar del padre, trata de cumplir con su deber de maestro, pero no pierde de vista el objetivo del evangelista: el inestimable objetivo que es la salvación de las almas de los preciosos pequeños que fueron encomendados a su cuidado. En cuanto al modo en que alcanza su objetivo, a los detalles de su obra y a los diversos medios de que puede echar mano, él es el único responsable.
Soy consciente de que algunos objetan la obra de la Escuela Dominical, con el argumento de que tiende a interferir con la educación que los padres dan en casa. Pero debo confesar que no encuentro ningún fundamento para tales objeciones. El verdadero objetivo de la Escuela Dominical no es reemplazar la educación de los padres, sino para ayudar en ella cuando existe, o para suplir su falta cuando no existe. Hay, como tú y yo bien sabemos, cientos de miles de queridos niños que no reciben ninguna educación de los padres. Hay miles de niños que no tienen padres, y otros miles tienen padres que son peores que ninguno. Mira las multitudes de niños en las callejas, vías y plazas de nuestras grandes ciudades y de los pueblos, que difícilmente parecen estar en un nivel de existencia por arriba del animal; sí, muchos de ellos parecen más pequeños demonios encarnados.
¿Quién podría pensar en todas esas almas preciosas sin desear sinceramente que Dios ayude a todos los verdaderos obreros de la Escuela Dominical, y sin un ardiente deseo por mayor fervor y energía en esa tan bendita obra?
Cuando digo verdaderos obreros de escuela dominical, es porque me temo que hay muchos que se ocupan de esta obra, que no son obreros verdaderos, auténticos ni aptos para ella. Muchos, me temo, toman la Escuela Dominical como una especie de trabajo religioso de moda, adecuado para los miembros más jóvenes de las comunidades religiosas. Muchos también la consideran como una especie de compensación para una semana cargada de insensatez, mundanalidad y satisfacción propia. Personas así son más un estorbo que una ayuda para este sagrado servicio.
Pero también hay muchos que aman sinceramente a Cristo y desean servirle en la Escuela Dominical, pero que no están realmente preparados para la obra. Les falta tacto, energía, orden y autoridad. Les falta ese poder de adaptarse a los niños y de cautivar sus jóvenes corazones, que es tan esencial para el obrero de escuela dominical.
Es un gran error suponer que cualquiera que esté “en la plaza desocupado” (Mateo 20:3), es apto para hacerse cargo de esta rama particular de labor cristiana. Al contrario, se requiere una persona enteramente preparada por Dios para esta obra; y si alguien pregunta: «¿Cómo podemos conseguir personas así capacitadas para esta rama del servicio evangelístico?», respondo: De la misma manera que se consiguen personas para todos los demás departamentos de la obra: por medio de una oración fervorosa, perseverante y de fe.
Estoy plenamente persuadido de que si los cristianos estuviesen más motivados por el Espíritu Santo para sentir la importancia de la Escuela Dominical –si solo pudieran captar la idea de que ella, al igual que la obra de literatura y la predicación, es parte integrante de la más gloriosa obra a la que somos llamados en estos últimos días de la historia de la cristiandad–, si estuvieran más impregnados de la idea de la naturaleza evangelística y el objetivo de la obra de la Escuela Dominical, serían más persistentes y fervorosos en la oración, tanto en secreto como en público, para que el Señor levante en medio de nosotros, muchos obreros fervorosos, devotos y de todo corazón, para la Escuela Dominical.
He aquí la falta. ¡Quiera Dios, en su abundante gracia, suplirla! Él es capaz y ciertamente está dispuesto a hacerlo. Pero quiere que esperemos en él y se lo pidamos. No olvidemos que Dios “es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). Creo que tenemos muchos motivos de gratitud y alabanza por lo que ha sido hecho mediante las Escuelas Dominicales durante los últimos pocos años. Recuerdo muy bien el tiempo cuando muchos de nuestros amigos parecían pasar completamente por alto esta rama de la obra. Aun ahora hay muchos que la tratan con indiferencia, “debilitando las manos” (Jeremías 18:4, V. M.) y desanimando los corazones de aquellos que están ocupados en ella.
Pero no me detendré en esto, puesto que mi tema es la Escuela Dominical, y no aquellos que la descuidan o que se oponen a ella. Bendigo a Dios por todo lo que veo que sirva de aliento. Siempre me ha refrigerado y deleitado mucho ver a algunos de nuestros más viejos amigos levantándose de la mesa de su Señor para ordenar los bancos en los que poco después se habrán de sentar los queridos pequeños para oír las dulces historias de amor del Salvador. ¿Y qué podría ser más bello, más conmovedor o más moralmente conveniente que los que acaban de recordar el amor del Salvador en Su muerte, procuren –desde que acomodan los bancos– llevar a la práctica Sus vivas palabras:
Dejad a los niños venir a mí
(Marcos 10:14)?
Hay muchas otras cosas que me gustaría agregar acerca del modo de llevar adelante la labor de la Escuela Dominical; pero tal vez sea mejor que cada obrero dependa totalmente del Dios vivo para consejo y ayuda en cuanto a los detalles de la obra. Siempre debemos recordar que la Escuela Dominical, como la obra de literatura y la predicación, es, en su totalidad, una obra de responsabilidad individual. Este es un punto de gran importancia; y cuando se lo comprende plenamente, cuando existe un real fervor de corazón y un ojo sencillo, creo que no habrá grandes dificultades en cuanto a la manera de trabajar de cada uno. Un corazón amplio y un firme propósito para llevar adelante la gran obra y cumplir la gloriosa misión que nos ha sido encomendada, nos librará efectivamente de la desecante influencia de las extravagancias y los prejuicios: esos miserables obstáculos a “todo lo amable” y a “todo lo que es de buen nombre” (Filipenses 4:8).
¡Quiera Dios derramar su bendición sobre todas las Escuelas Dominicales, sobre los alumnos, los maestros y los directores! ¡Quiera él también bendecir a todos aquellos que, de uno u otro modo, se dedican a la instrucción de los jóvenes! ¡Quiera él animar y refrescar sus espíritus permitiendo que sieguen muchas doradas mieses en su particular rincón de aquel grande y glorioso campo del Evangelio!
Afectuosamente en el Señor
C. H. M.