La obra de evangelización

Hechos 16:8-31

La obra de evangelista

Nos hemos propuesto ofrecer una palabra al evangelista, y ahora nos enfocaremos en la obra del evangelista; y no podíamos hacer nada mejor que seleccionar, como base de nuestras observaciones, una página del registro misionero de uno de los más grandes evangelistas que jamás ha existido. El pasaje de la Escritura que aparece al principio de este capítulo ofrece muestras de tres diferentes clases de oyentes, y también los métodos utilizados por el gran apóstol de los gentiles, guiado, sin duda, por el Espíritu Santo.

Tenemos, primeramente, el que busca con sinceridad; luego, el falso profesante, y, por último, el pecador endurecido. El obrero del Señor se topa con estas tres clases de personas en todas partes y en todas las épocas; y por esta razón podemos estar agradecidos por disponer de un registro inspirado de la forma correcta de tratar con cada una de ellas. Es muy deseable que aquellos que siguen llevando el Evangelio sean capaces de tratar con las diversas condiciones del alma que encontrarán a diario; y no puede haber un modo más eficaz de obtener esta aptitud que estudiando cuidadosamente los modelos que nos ha dado Dios el Espíritu Santo.

El que busca con sinceridad

Cuando el laborioso apóstol, en el curso de sus viajes misioneros, llegó a Troas, se le mostró “una visión de noche: un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: Pasa a Macedonia y ayúdanos. Cuando vio la visión, en seguida procuramos partir para Macedonia, dando por cierto que Dios nos llamaba para que les anunciásemos el evangelio. Zarpando, pues, de Troas, vinimos con rumbo directo a Samotracia, y el día siguiente a Neápolis; y de allí a Filipos, que es la primera ciudad de la provincia de Macedonia, y una colonia; y estuvimos en aquella ciudad algunos días. Y un día de reposo salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración; y sentándonos, hablamos a las mujeres que se habían reunido. Entonces una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía. Y cuando fue bautizada, y su familia, nos rogó diciendo: Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad. Y nos obligó a quedarnos” (Hechos 16:9-15).

Aquí tenemos una escena conmovedora, algo digno de ser contemplado y ponderado. Se trata de alguien que, habiendo obtenido por gracia una cierta medida de luz, estaba viviendo en ella y buscando sinceramente más. Lidia, la vendedora de púrpura, pertenecía a la misma interesante línea de fe que el eunuco de Etiopía y el centurión de Cesarea. Los tres aparecen en las páginas inspiradas como almas vivificadas pero no emancipadas –no en reposo– no satisfechas. El eunuco había ido de Etiopía a Jerusalén en busca de algo en que descansar su alma ansiosa. Había dejado esa ciudad aún insatisfecho, y estaba devota y sinceramente apegado a las preciosas páginas inspiradas. Los ojos de Dios estaban sobre él, y envió a su siervo Felipe con el mensaje necesario para satisfacer sus necesidades, responder sus preguntas y traer descanso a su alma. Dios sabe cómo poner en contacto a los «Felipes» y a los «eunucos». Él sabe cómo preparar sus corazones para el mensaje, y el mensaje para el corazón. El eunuco era un adorador de Dios; pero Felipe fue enviado a enseñarle cómo ver a Dios en la faz de Jesucristo. Esto era exactamente lo que necesitaba. Era como un torrente de luz radiante que penetraba su espíritu sincero, que daba reposo a su corazón y a su conciencia, y que lo hacía seguir su camino lleno de gozo. Había seguido con sinceridad la luz que había surgido en su alma, y Dios le envió más.

Y siempre es así.

Porque a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más
(Mateo 13:12).

Nunca hubo un alma que sinceramente haya caminado en la luz que tenía y que no recibiera más luz. Esto es muy reconfortante y alentador para todos los buscadores sinceros. Si el lector pertenece a esta clase, que cobre ánimo. Si es uno de aquellos en los que Dios ha comenzado una obra, puede estar seguro de que el que comenzó “la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6). Él, con toda seguridad, perfeccionará aquello que concierne a su pueblo.

Pero que nadie se cruce de brazos; que nadie recoja los remos y diga fríamente: «Debo aguardar el tiempo de Dios para tener más luz. No hay nada que pueda hacer; mis esfuerzos son en vano. Cuando Dios lo disponga, entonces sí; pero, mientras tanto voy a permanecer como soy». No eran estos los pensamientos o los sentimientos del eunuco etíope. Él fue uno de los más sinceros buscadores; y todos los buscadores sinceros son ciertamente los que con alegría hallarán. Y así debe ser, porque Dios “es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).

Y así fue con el centurión de Cesarea. Él era un hombre de la misma línea de fe que el eunuco. Vivió de acuerdo con la luz que tenía. Ayunó, oró y dio limosna. No se nos dice que haya escuchado el sermón del monte, pero es de destacar que estaba ejercitado en las cuatro ramas principales de la justicia práctica que nuestro Señor nos presenta en el sexto capítulo de Mateo1 . Estaba formando su conducta y moldeando su camino en conformidad con el patrón que Dios había puesto ante él. Su justicia era mayor que la de los escribas y fariseos y, por tanto, entró en el reino (véase Mateo 5:20). Era, por la gracia de Dios, un hombre genuino, que seguía con sinceridad la luz, a medida que ella era derramada en su alma, y, de ese modo, fue llevado al pleno resplandor del evangelio de la gracia de Dios. Dios envió un Pedro a Cornelio, del mismo modo que había enviado un Felipe al eunuco. Las oraciones y limosnas de Cornelio habían subido como memorial delante de Dios, y Pedro fue enviado con un mensaje de completa salvación a través de un Salvador crucificado y resucitado.

Sin embargo, es muy posible que existan personas que, habiendo sido mecidas en la cuna de una cómoda profesión de fe evangélica, y educadas en el petulante formalismo de una religión autocomplaciente del tipo «es fácil ir al cielo», estén dispuestas a condenar la piadosa conducta de Cornelio, y a decir que fue el resultado de la ignorancia y el legalismo. Estas personas nunca han sabido lo que significa privarse de una simple comida, o pasar una hora en verdadera y sincera oración, o abrir la mano, en auténtica caridad, para satisfacer las necesidades de los pobres. Esta gente ha oído y aprendido, tal vez, que la salvación no se obtiene por tales medios –que somos justificados por la fe sin obras–, que la salvación es para el

que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío
(Romanos 4:5).

Todo esto es absolutamente cierto; pero, ¿qué derecho tenemos de suponer que Cornelio oraba, ayunaba y daba limosna con el objeto de obtener la salvación? Absolutamente ninguno, si nos hemos de guiar por el relato inspirado, y no disponemos de ninguna otra forma de conocer a esta personalidad tan excelente e interesante. El ángel le dijo que sus oraciones y limosnas habían subido como memorial delante de Dios (Hechos 10:4). ¿No es esto una clara prueba de que esas oraciones y limosnas no eran adornos de su propia justicia, sino frutos de una justicia basada en el conocimiento que tenía de Dios? Seguramente, los frutos de la propia justicia y del legalismo nunca habrían ascendido como memorial delante del trono de Dios; ni nunca Pedro podía haber testificado que Cornelio era alguien que temía a Dios y hacía justicia (Hechos 10:35), si se hubiera tratado de un mero legalismo.

¡Oh, no, lector! Cornelio era un hombre íntegro en su sinceridad. Vivió en la medida de su conocimiento, y habría estado completamente equivocado si trataba de ir más allá. Para él, la salvación de su alma inmortal, el servicio de Dios y la eternidad, eran grandes realidades que absorbían toda su atención. No era, ni remotamente, uno de esos individuos de profesión frívola, llenos de discursos locuaces, insípidos e inútiles, pero que no hacen nada. Cornelio pertenecía a una estirpe completamente diferente. Pertenecía a la clase de personas que hacen, y no que hablan. Era un hombre sobre el cual la mirada de Dios se posaba con complacencia, y en quien los propósitos celestiales estaban profundamente interesados.

Y lo mismo se puede decir de nuestra amiga de Tiatira, Lidia, la vendedora de púrpura. Pertenecía a la misma escuela; estaba sobre la misma base que el centurión y el eunuco. Es verdaderamente delicioso contemplar estas tres almas preciosas: una en Etiopía, otra en Cesarea y una tercera en Tiatira o Filipos. Es algo particularmente reconfortante ver el contraste de esas almas, siempre francas y sinceras, con muchos que viven en estos días de pretendida luz y conocimiento, que recibieron, como lo llaman, el «plan de salvación» en sus cabezas, las doctrinas de la gracia en sus lenguas, pero el mundo en sus corazones; cuya constante ocupación es «yo», «yo», «yo» –ese miserable objeto–.

Un poco más adelante tendremos ocasión de referirnos a estos con más detenimiento, pero por el momento nos gustaría pensar en la sincera Lidia; y debemos confesar que este es un ejercicio de los más gratificantes. Es bastante claro que Lidia, al igual que Cornelio y el eunuco, era un alma vivificada; una adoradora de Dios; alguien que se contentaba con dejar a un lado su venta de púrpura, y acudir a una reunión de oración, o estar en algún lugar donde pudiera tener algún provecho espiritual y donde las cosas buenas estuviesen aconteciendo. Hay un dicho que dice: «Pájaros de un mismo plumaje vuelan juntos», y así Lidia pronto descubrió que algunas almas piadosas, unos pocos espíritus semejantes, solían reunirse para esperar en Dios en la oración.

Todo esto es hermoso. Hace bien al corazón ser puesto en contacto con esta atmósfera de profundo fervor. Seguramente el Espíritu Santo escribió este relato, al igual que toda la Sagrada Escritura, para nuestra enseñanza. Este es un ejemplo de ello, y hacemos bien en reflexionar sobre él. Lidia fue hallada aprovechando diligentemente toda y cualquier oportunidad, mostrando así los verdaderos frutos de la vida divina, los auténticos instintos de la nueva naturaleza. Ella descubrió dónde se reunían los santos para orar, y se unió a ellos.

No se cruzó de brazos ni se sentó cómoda a esperar, en reprobable indolencia y pereza, algo indefinible y extraordinario que pudiera sobrevenirle, o algún tipo de transformación misteriosa que le pudiera ocurrir. No; ella fue a una reunión de oración –el lugar donde se expresan las necesidades y donde se espera la bendición–; y fue allí donde Dios la encontró, como Él ciertamente encontrará a todo aquel que frecuenta esos lugares en el espíritu de Lidia.

Dios no desampara nunca a un corazón deseoso. Él dijo:

No se avergonzarán los que esperan en mí
(Isaías 49:23);

y, como un brillante y bendito rayo de sol sobre las páginas inspiradas, resplandece esta frase tan rica, tan plena y estimulante para el alma: Dios “es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). Él envió a Felipe al eunuco en el desierto de Gaza. Envió a Pedro al centurión en la ciudad de Cesarea. Envió a Pablo a una vendedora de púrpura, en las afueras de Filipos; y enviará un mensaje al lector de estas líneas, si es alguien que sinceramente busca la salvación de Dios.

Siempre es un momento de profundo interés cuando un alma preparada es puesta en contacto con el pleno evangelio de la gracia de Dios. Puede que tal alma haya estado pasando por profundos y dolorosos ejercicios durante muchos días, buscando reposo, pero sin hallarlo. Por medio de su Espíritu, el Señor ha estado trabajando y preparando el terreno para que reciba la buena semilla. Ha estado profundizando los surcos para que la preciosa semilla de su Palabra pueda echar raíces permanentes y producir fruto para Su alabanza. El Espíritu Santo nunca se precipita. Su obra es profunda, fuerte y bien arraigada. Las plantas que produce no son como la calabacera de Jonás, que crece y muere en una misma noche. Todo lo que Dios haga permanecerá, bendito sea su Nombre. “Todo lo que Dios hace será perpetuo” (Eclesiastés 3:14). Cuando Él convence, convierte y libera un alma, el sello de su propia y eterna mano está sobre Su obra, en todas sus etapas.

Volviendo a nuestro pasaje, debe haber sido un momento de intenso interés cuando una persona en un estado de alma como el de Lidia fue puesta en contacto con ese glorioso evangelio que Pablo llevaba (Hechos 16:14). Ella estaba totalmente preparada para el mensaje que predicaba Pablo; y sin duda el mensaje de él estaba totalmente preparado para ella. Pablo llevaba consigo una verdad que ella nunca antes había escuchado ni pensado que existía. Como se ha señalado, ella había vivido de acuerdo con la luz que tenía; era una adoradora de Dios; pero nos atrevemos a afirmar que no tenía idea de la gloriosa verdad alojada en el corazón de aquel desconocido que se sentó a su lado en la reunión de oración. Ella se había acercado –como mujer sincera y devota que era– para orar y adorar, para hallar un poco de refrigerio para su espíritu, después del arduo trabajo de la semana. Qué poco imaginaba que en esa reunión escucharía al más grande predicador que haya vivido, a excepción del Señor, y el más elevado orden de la verdad que jamás haya llegado a los oídos de los mortales.

Y así ocurrió; y, ¡oh, qué importante fue para Lidia haber estado en esa memorable reunión de oración! ¡Qué bueno que no haya actuado como muchos hoy en día que, después de una semana de duro trabajo en la tienda, el depósito, la fábrica o el campo, usan el domingo para quedarse en la cama durmiendo! ¡A cuántos cristianos que vemos en sus puestos, desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la noche, trabajando con toda diligencia en su profesión, en vano los buscaremos en la reunión en el día del Señor!

¿A qué se debe esto? Puede que estas personas digan que están tan cansadas el sábado por la noche que no tienen fuerzas para levantarse el domingo y, por esta razón, dedican este día al ocio, la pereza y la autosatisfacción. No se preocupan por sus almas, no les importa Cristo ni las cosas eternas. Se ocupan de sí mismos, de sus familias, del mundo, de ganar dinero; y por eso las vemos levantarse muy temprano el lunes para ir a su trabajo.

Lidia no pertenecía de ninguna manera a esta clase de personas. No hay duda de que atendía su negocio, como toda persona correcta debe hacer. Nos atrevemos a decir –y estamos seguros de eso– que ella comercializaba púrpura de la mejor calidad, y que era una comerciante correcta y honesta en el sentido más amplio de la palabra. Pero ella no malgastaba el día sábado durmiendo o descansando en su casa, o cuidando de sí misma, o haciendo un gran alarde de todo lo que tenía que hacer durante la semana. Tampoco creemos que Lidia era una de esas personas que viven tan preocupadas consigo mismas que, para ellas, una lluvia es razón suficiente para faltar a las reuniones. No; Lidia era de una clase totalmente diferente. Era una mujer sincera que sentía que tenía un alma que salvar y una eternidad delante de ella, además de un Dios vivo para servir y adorar.

¡Ojalá tuviéramos más «Lidias» hoy! Esto añadiría un atractivo, un interés, una permanente novedad a la obra del evangelista, cosas estas que muchos de los obreros del Señor en vano anhelan encontrar. Parece que vivimos en una época de terrible falta de realidad respecto de las cosas divinas y eternas. Las personas son siempre bastante reales cuando se trata de ganar dinero, o de obtener bienes y placeres; pero, oh, cuando se trata de las cosas de Dios, de las cosas del alma, de las cosas de la eternidad, evidencian una actitud de soñolienta indiferencia. Pero el tiempo se acerca rápidamente –cada latido del corazón, cada tictac del reloj nos acerca más a él– cuando la flagrante indiferencia será reemplazada por “el lloro y el crujir de dientes” (Mateo 8:12). Si eso se sintiera más profundamente, tendríamos muchas más «Lidias» listas para prestar atención al evangelio de Pablo.

¡Qué fuerza y belleza hay en estas palabras:

El Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía
(Hechos 16:14)!

Lidia no era como esas personas que van a las reuniones para pensar en cualquier cosa menos en lo que dicen los mensajeros de Dios. Ella no estaba pensando en su púrpura, en sus precios ni en las posibles ganancias o pérdidas. ¿Cuántos de los que asisten a las reuniones o conferencias donde se estudia la Palabra de Dios y llenan nuestras salas, siguen el ejemplo de Lidia? ¡Ay, tememos que muy pocos! Los negocios, las condiciones del mercado, el estado de los fondos, el dinero, los placeres, los vestidos, las necedades: un sinnúmero de cosas vienen a la mente, se quedan allí y ocupan nuestra atención, de modo que el pobre, errante y volátil corazón, acaba ocupado con las cosas de la tierra, en vez de “estar atento” a lo que se habla.

Todo esto es muy solemne y terrible. Es algo que debe ser verdaderamente examinado y considerado. La gente parece olvidar la responsabilidad que implica escuchar el evangelio predicado. Parece que no se sienten impresionados en lo más mínimo por el hecho tan importante de que el Evangelio nunca deja a ningún inconverso en la misma condición en que se encontraba antes de oírlo. O es salvado por recibir el Evangelio, o se hace más culpable por rechazarlo. Por eso escuchar el Evangelio es un asunto serio. La gente puede asistir a las reuniones de evangelización por costumbre o como un servicio religioso, o porque no tienen nada que hacer y disponen de tiempo de sobra; o pueden ir por pensar que el mero hecho de asistir tiene en sí mismo algún tipo de mérito.

Así, miles asisten a las predicaciones en las que los siervos de Cristo, aunque sin ser «Pablos» en su don, poder o inteligencia, revelan la preciosa gracia de Dios al enviar a su Hijo unigénito al mundo para salvarnos de la miseria y el tormento eterno. La virtud y eficacia de la muerte expiatoria del divino Salvador –el Cordero de Dios–, las espantosas realidades de la eternidad; los tremendos horrores del infierno y los inefables gozos del cielo: todos estos asuntos de gran importancia, son presentados de acuerdo con la medida de gracia dada a cada mensajero del Señor y, sin embargo, ¡qué pequeño es el efecto producido! Ellos disertan acerca “de la justicia, el dominio propio y el juicio venidero” y, sin embargo, ¡qué pocos son los que incluso quedan “espantados” (Hechos 24:25)!

Y ¿a qué se debe esto? ¿Tendrá alguien la presunción de excusarse por rechazar el mensaje del Evangelio basado en su incapacidad de creer en él? ¿Apelará al mismo caso que estamos considerando, y dirá: «El Señor abrió el corazón de Lidia; y si él tan solo hiciese lo mismo conmigo, yo también aceptaría; pero mientras no lo haga, no hay nada que yo pueda hacer»? Respondemos –y con profunda seriedad– que tal argumento no le servirá de nada en el día del juicio. Y estamos completamente convencidos de que ni siquiera se atreverá a presentar tal argumento entonces. Si usted piensa así, está haciendo una mala aplicación de la atractiva historia de Lidia. Es cierto –felizmente cierto– que el Señor le abrió el corazón; y él está dispuesto a abrir su corazón también, si tan solo hubiese en usted una centésima parte de la sinceridad de Lidia.

¿Acaso no sabe, querido lector, que hay dos lados en este importante asunto, así como en todos los asuntos? Puede parecer bien, y sonar convincente, cuando dice: «No hay nada que pueda hacer». Pero, ¿quién le dijo eso? ¿Dónde lo aprendió? Lo desafiamos solemnemente, en la presencia de Dios: ¿Puede mirarlo a él y decir: «No hay nada que pueda hacer; yo no soy responsable»? ¿Será la salvación de su alma inmortal lo único respecto de lo cual no puede hacer nada? Usted puede hacer muchas cosas en el servicio del mundo, del yo y de Satanás, pero cuando se trata de Dios, del alma y de la eternidad, cándidamente dice: «No hay nada que pueda hacer; yo no soy responsable».

¡Ah! esto nunca resolverá la cuestión. Este tipo de argumento es fruto de una teología parcial. Es el resultado del más pernicioso razonamiento de la mente humana sobre ciertas verdades de las Escrituras, que son así distorsionadas y tristemente mal aplicadas. No puede tenerse en pie. Llamamos la atención del lector en cuanto a esto. De nada le servirá argumentar de ese modo. El pecador es responsable; y toda la teología, las insidiosas, aunque plausibles, objeciones y los razonamientos juntos, nunca lograrán menoscabar la gravedad y seriedad de este hecho.

Por lo tanto, rogamos al lector que, como Lidia, trate con seriedad la cuestión de la salvación de su alma, y que, en comparación con esta cuestión de tanto peso –la salvación de su preciosa alma–, considere cualquier otra cuestión, cualquier otro punto, cualquier otro asunto, como una mota de polvo en la balanza. Y entonces podrá estar seguro de que Aquel que envió a Felipe al eunuco, a Pedro al centurión, y a Pablo a Lidia, enviará al lector a alguien con un mensaje, y también abrirá su corazón para que lo reciba. No puede haber ninguna duda en cuanto a esto, pues la Escritura declara que Dios no quiere

que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento
(2 Pedro 3:9).

Todos los que se pierden, después de haber escuchado el mensaje de salvación –la dulce historia del amor generoso de Dios y de la muerte y resurrección del Salvador– perecerán sin siquiera una sombra de excusa, y descenderán al infierno con su propia sangre sobre sus cabezas culpables. Sus ojos entonces serán abiertos para ver a través de todos los débiles argumentos por los que trataron de mantener una falsa posición, y se dejaron caer en el sopor del pecado y de la mundanalidad.

Detengámonos ahora un poco “en lo que Pablo decía” (Hechos 16:14). El Espíritu de Dios no consideró oportuno darnos siquiera un breve esbozo de la predicación de Pablo en aquella reunión de oración. Por lo tanto, debemos considerar otros pasajes de la Escritura para formarnos una idea de lo que Lidia oyó de labios de Pablo en aquella ocasión tan interesante. Tomemos, por ejemplo, el famoso pasaje en el que Pablo recuerda a los corintios el evangelio que les había predicado. “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:1-4).

Ahora podemos concluir con seguridad que este pasaje contiene un compendio de las cosas que Pablo dijo en la reunión de oración en Filipos. El gran tema de la predicación de Pablo era Cristo: Cristo para el pecador, Cristo para el creyente, Cristo para la conciencia, Cristo para el corazón. Él nunca se dejó extraviar de este gran punto central, sino que hizo que todas sus predicaciones y enseñanzas girasen alrededor de él con admirable uniformidad. Cuando llamaba a los hombres –tanto a judíos como a gentiles– al arrepentimiento, la palanca que utilizaba era Cristo. Cuando los instaba a creer, el objeto que colocaba ante ellos para que creyesen, era Cristo, bajo la autoridad de las Escrituras. Cuando disertaba

acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero
(Hechos 24:25),

Cristo era el que daba la convicción y la fuerza moral de su argumento. En resumen, Cristo era la sustancia y el meollo, la suma y la esencia, el fundamento y la piedra angular de la predicación y la enseñanza de Pablo.

Pero, para nuestro actual propósito, hay tres grandes temas que encontramos en la predicación de Pablo, respecto de los cuales queremos llamar la atención del lector. Tenemos, en primer lugar, la gracia de Dios; en segundo lugar, la persona y obra de Cristo; y en tercer lugar, el testimonio del Espíritu Santo, según consta en las Santas Escrituras. No vamos a tratar de profundizar aquí estos temas tan extensos; solo los mencionaremos, e invitaremos al lector a reflexionar sobre ellos, a meditar en ellos y a que procure apropiarse de ellos.

La gracia de Dios

En primer lugar, la gracia de Dios –Su libre y soberano favor– es la fuente de donde mana la salvación –la salvación en toda su extensión, en toda su profundidad, en el sentido más amplio de esta preciosa palabra–; salvación que desciende, como una cadena de oro, desde el seno de Dios hasta el más profundo abismo de la culpa y la condición arruinada del pecador, y que sube de nuevo al trono de Dios; salvación que satisface todas las necesidades del pecador, que cubre toda la historia del creyente y que glorifica a Dios de la manera más elevada posible.

La Persona de Cristo

La persona de Cristo –y su obra terminada– constituyen el único canal por el cual la salvación puede fluir hacia el pecador perdido y culpable. No es la Iglesia, con sus sacramentos, ni la religión, con sus ritos y ceremonias; nada que provenga del hombre o de sus hechos, cualquiera que sea su forma o apariencia, sino la muerte y resurrección de Cristo. “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y… fue sepultado, y… resucitó al tercer día” (1 Corintios 15:3-4). Este fue el evangelio que Pablo predicó, mediante el cual los corintios fueron salvos, y sobre el cual el apóstol declara con solemne énfasis: “Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gálatas 1:9). ¡Tremendas palabras para nuestros días!

La autoridad

Por último, la autoridad sobre la cual recibimos la salvación es el testimonio del Espíritu Santo en las Escrituras. Es “conforme a las Escrituras”. Esta es una muy sólida y reconfortante verdad. No es cuestión de nuestros sentimientos o experiencias o pruebas; es una simple cuestión de fe en la Palabra de Dios, producida en el corazón por el Espíritu de Dios.

Dondequiera que el Espíritu de Dios obre, allí seguramente Satanás estará también ocupado, y esto merece la seria reflexión del evangelista. Debemos recordar esto, y estar siempre preparados para ello. El enemigo de Cristo y de las almas siempre está vigilando, siempre anda rondando para ver lo que puede hacer, ya para estorbar o para corromper la obra del Evangelio. No es necesario que esto haya de aterrorizar y mucho menos desalentar al obrero; pero es bueno tener esto en cuenta y no bajar la guardia. Satanás hará esfuerzos de todo tipo para desfigurar o impedir la bendita obra del Espíritu de Dios. Ha demostrado ser el enemigo vigilante e incansable de esa obra, desde los días del Edén hasta ahora.

Si rastreamos la historia de Satanás, lo hallaremos actuando de dos maneras: como serpiente o como león: usando de astucia o de violencia. Él tratará de engañar, y, si no tiene éxito, entonces usará de violencia. Esto es lo que sucede en el capítulo 16 de los Hechos. El corazón del apóstol había recibido aliento y refrigerio por aquello que nuestros contemporáneos llamarían «un hermoso caso de conversión». La conversión de Lidia había sido muy real y decisiva en todos sus aspectos. Era algo directo, positivo e incuestionable. Había recibido a Cristo en su corazón y, a partir de entonces, entró en terreno cristiano al someterse al bautismo, esta ordenanza de significado tan profundo. Pero eso no fue todo. Ella inmediatamente abrió su casa a los mensajeros del Señor. No se trató de una mera profesión de labios –de simplemente decir que creía–. Ella demostró su fe en Cristo, no solo al pasar bajo las aguas del bautismo, sino también al identificarse, ella y su casa, con el nombre y la causa de esa bendita Persona a quien había recibido en su corazón por la fe.

Todo esto era claro y satisfactorio. Pero ahora vamos a ver algo muy diferente. La serpiente entra en escena en la persona del engañador.

  • 1N. del A.: En Mateo 6:1 leemos: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos”. Luego vienen las tres áreas de esa justicia: la limosna (v. 2-4), la oración (v. 5-15) y el ayuno (v. 16-18). Son las mismas cosas que Cornelio estaba haciendo. En resumen, temía a Dios, y estaba practicando la justicia conforme a la medida de luz que tenía.

El engañador

“Aconteció que mientras íbamos a la oración, nos salió al encuentro una muchacha que tenía espíritu de adivinación, la cual daba gran ganancia a sus amos, adivinando. Esta, siguiendo a Pablo y a nosotros, daba voces, diciendo: Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el camino de salvación. Y esto lo hacía por muchos días; mas desagradando a Pablo, este se volvió y dijo al espíritu: Te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Y salió en aquella misma hora” (Hechos 16:16-18).

Se trataba, pues, de un caso que tenía el expreso propósito de probar la espiritualidad e integridad del evangelista. La mayoría de los hombres habría dado la bienvenida a tales palabras provenientes de la boca de esta muchacha, como un testimonio alentador para la obra. ¿Por qué entonces Pablo estaba afligido? ¿Por qué no le permitió a la muchacha seguir dando testimonio del objetivo de su misión? ¿Acaso ella no estaba diciendo la verdad? ¿No eran ellos siervos del Dios Altísimo? ¿Acaso no estaban anunciando el camino de la salvación? ¿Por qué afligirse entonces? ¿Por qué silenciar un testimonio así? Porque provenía de Satanás; y, con toda seguridad, el apóstol no iba a recibir un testimonio de él. Pablo no podía permitir que Satanás le ayudase en su obra. Es cierto que podría haber caminado por las calles de Filipos siendo honrado y reconocido como un siervo de Dios, si tan solo hubiese consentido en permitir que el diablo le diera una mano en la obra. Pero Pablo no podía estar de acuerdo con esto. Nunca podría permitir que el enemigo se mezclase con la obra del Señor. Si lo hubiera hecho, habría dado el golpe mortal al testimonio en Filipos. Permitir que Satanás pusiese su mano en la obra, habría significado el naufragio total de la misión a Macedonia.

Para el obrero del Señor, considerar este asunto es algo de profunda importancia. Podemos estar seguros de que la historia de esta muchacha fue escrita para nuestra instrucción. No es solamente un registro de lo sucedido, sino una muestra de lo que puede suceder, y sucede, todos los días. La cristiandad está llena de falsa profesión. Hay multitudes de falsos cristianos hoy en día, esparcidos en los vastos dominios de la profesión cristiana1 . Es triste decir esto, pero es así, y debemos llamar la atención del lector sobre este hecho. Estamos rodeados por todas partes de aquellos que dan un mero asentimiento nominal a las verdades de la religión cristiana. Viven semana tras semana y año tras año, profesando creer en ciertas cosas en las que realmente no creen en absoluto. Miles profesan cada día del Señor creer en el perdón de los pecados; pero, si tales personas fuesen examinadas, se descubriría que, o no piensan en absoluto en el asunto o, si piensan, consideran que es la presunción más atrevida el hecho de que alguien tenga la certeza de que sus pecados son perdonados.

Esto es algo muy serio. Basta pensar en una persona que se pone en pie delante de Dios y dice: «Creo en el perdón de los pecados», y que, al mismo tiempo, ¡no está creyendo en tal cosa! ¿Puede haber algo que endurezca tanto el corazón o que amortigüe tanto la conciencia como esto? Estamos persuadidos de que las ceremonias y los formalismos de la cristiandad profesante2) están ocasionando más destrucción a las almas preciosas que todas las formas de depravación moral juntas. Es verdaderamente aterrador ver en este preciso momento a tanta multitud arrojándose por la senda trillada, por el camino ancho y fácil de la profesión religiosa, que conduce a las llamas eternas del infierno. Nos sentimos impelidos a lanzar una voz de advertencia. Queremos que el lector preste solemnemente atención a este asunto.

Solo mencionamos un punto en particular, por cuanto se refiere a un asunto de interés e importancia generales. ¡Qué pocos, relativamente, tienen claridad y firmeza en cuanto al asunto del perdón de los pecados! ¡Qué pocos son capaces de decir, con calma, con decisión y de forma inteligente, «sé que mis pecados son perdonados»! ¡Qué pocos están realmente gozando del pleno perdón de los pecados por la fe en aquella preciosa sangre que “nos limpia de todo pecado”! ¡Qué solemne es, pues, cuando oímos decir a algunas personas: «Creo en el perdón de los pecados», cuando, en realidad, no creen en las palabras que salen de sus propias bocas!

¿Acaso el lector tiene la costumbre de usar esta forma de lenguaje? ¿Acaso cree en esto? Dígame, querido lector: ¿son perdonados sus pecados? ¿Ha sido lavado en la preciosa sangre expiatoria de Cristo? Si no, ¿por qué no? El camino está abierto. No hay ningún obstáculo. Le invitamos ahora mismo a gozar de los beneficios gratuitos de la obra expiatoria de Cristo. Aunque sus pecados fueren como la grana; aunque fueren oscuros como la medianoche, negros como el mismo infierno; aunque se eleven como una aterradora montaña ante la vista de su atribulada alma, y quieran hacer que se hunda en la perdición eterna; no obstante, estas palabras brillan en las páginas de la inspiración con divino y celestial resplandor:

La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7).

Pero mire bien, querido amigo; no siga adelante, semana tras semana, burlándose de Dios, endureciendo su corazón y haciendo uso de los métodos del gran enemigo de Cristo, por medio de una falsa profesión cristiana. Esto es lo que caracterizaba a la joven poseída por un espíritu de adivinación, y su historia aquí está ligada a la terrible condición de la cristiandad actual. ¿Dónde estaba puesto el acento de lo que proclamaba esta joven durante esos “muchos días” (v. 18) en los cuales el apóstol analizaba cuidadosamente su caso? “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el camino de salvación” (Hechos 16:17). Pero ella no era salva –no era libre–; estaba todo el tiempo bajo el poder de Satanás. Y Satanás, además, buscaba valerse de ella con el propósito de frustrar y estorbar la obra del Evangelio.

Lo mismo ocurre con la cristiandad, con todos los falsos profesantes en todos los ámbitos de la iglesia profesante. Los que profesan creer en el perdón de los pecados, pero que en realidad no creen en ello –no saben que sus pecados son perdonados, ni creen que nadie pueda saberlo hasta el día del juicio–, están, en principio, sobre el mismo terreno que la muchacha que tenía espíritu de adivinación. Lo que ella decía era cierto, pero no lo decía de corazón. Y eso era lo terrible del caso. Una cosa es decir o afirmar lo que es verdadero, y otra muy distinta es decirlo desde el corazón. ¿De qué le servía repetir todos los días la frase «ellos nos anuncian el camino de salvación», si seguía estando en la misma condición, sin ser salva y sin bendición alguna? No conocemos nada –ni en los más profundos abismos de mal moral, ni en las más tenebrosas sombras del paganismo– que sea más verdaderamente horrible que el estado de descuido, endurecimiento, autosatisfacción y mundanalidad de cristianos profesantes que, cada domingo, cada día del Señor, hacen declaraciones, tanto en sus oraciones como en sus cánticos, con palabras que, en lo que concierne a sí mismos, son totalmente falsas.

Este pensamiento es, a veces, casi abrumador. No podemos detenernos más en este asunto. Es realmente muy triste. Debemos seguir adelante, después de haber advertido solemnemente una vez más al lector contra cualquier indicio o sombra de falsa profesión cristiana. Que no vaya a decir ni cantar algo que no cree de corazón. El diablo está detrás de toda falsa profesión cristiana, y, por este medio, busca traer descrédito a la obra del Señor.

Pero ¡cuán refrescante es contemplar la actitud del fiel apóstol en el caso de la muchacha! Si él hubiese buscado su propio interés, o si hubiese sido simplemente un ministro religioso, quizás habría dado una calurosa bienvenida a las palabras de ella, como un afluente para elevar la marea de su popularidad, o para promover el interés en favor de su causa. Pero Pablo no era un simple ministro religioso; él era un ministro de Cristo –algo completamente diferente–. Y hay que señalar que la muchacha no dijo ni una palabra acerca de Cristo. Ella no menciona el precioso e inestimable nombre de Jesús. Hay un silencio total acerca de Él. Esto denota que todo provenía de Satanás.

Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo
(1 Corintios 12:3).

La gente puede hablar de Dios y de religión; pero Cristo no tiene cabida en sus corazones. Los fariseos, en el capítulo 9 de Juan, podían decirle al pobre hombre: “Da gloria a Dios”; pero, al hablar de Jesús, dijeron: “Este hombre es pecador” (Juan 9:24-25).

Esto es lo que ocurre siempre en el caso de la religión corrupta o falsa profesión. Es lo que ocurrió con la muchacha de Hechos 16: No había una sola sílaba acerca de Cristo. No había nada de verdad, ni vida ni realidad. Era algo falso y vacío. Era algo proveniente de Satanás; y por eso Pablo no lo habría aceptado, ni habría podido aceptarlo; estaba perturbado por eso y acabó rechazándolo por completo.

¡Ojalá todos fueran como Pablo! ¡Ojalá todos tuviesen un ojo sencillo para detectar, y un corazón íntegro para rechazar, la obra de Satanás en mucho de lo que está aconteciendo a nuestro alrededor! Estamos totalmente convencidos de que el Espíritu de Dios ha escrito la historia de esta muchacha para nuestra instrucción. Puede que se alegue que no tenemos casos similares hoy día. A lo que respondemos: ¿con qué finalidad el Espíritu Santo escribió el relato? ¡Lamentablemente, hay miles de casos en este momento que se corresponden con el de la muchacha! No podemos sino considerarlo como un ejemplo, una ilustración de la falsa profesión de la cristiandad, la cual manifiesta mucho más las mañas y sutiles astucias del enemigo que la que se puede hallar en las miles de formas que puede revestir la depravación moral. Cualquiera puede juzgar el robo, la embriaguez y cosas similares; pero se requiere un ojo ungido con colirio celestial para detectar las astutas acciones de la serpiente que tienen lugar detrás del velo de la bella profesión de un mundo bautizado.

Pablo, por la gracia, tenía este ojo sencillo. No podía ser engañado. Vio que todo el asunto era un esfuerzo de Satanás para mezclarse con la obra, a fin de poder neutralizarla por completo.

Mas desagradando a Pablo, este se volvió y dijo al espíritu: Te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Y salió en aquella misma hora
(Hechos 16:18).

Esa era una actitud verdaderamente espiritual. Pablo no iba de ninguna manera a precipitarse a entrar en conflicto con el mal, ni siquiera a tomar una posición prematura al respecto. Esperó “muchos días”; pero tan pronto como el enemigo fue detectado, Pablo lo resistió y lo repelió con incuestionable decisión. Un obrero menos espiritual habría dejado pasar todo esto, pensando que podría ser de provecho y de ayuda en el desenvolvimiento de la obra. Pablo pensaba de manera diferente; y no se equivocó. No podía recibir ninguna ayuda de Satanás. No podía trabajar bajo tal influencia; por lo que, en el nombre de Jesucristo –el nombre que el enemigo con tanto cuidado omitió– echó fuera a Satanás.

Pero no bien Satanás fue repelido como serpiente, asumió el carácter de león. Cuando no logra sus objetivos con su astucia, entonces usa de violencia. “Pero viendo sus amos que había salido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y los trajeron al foro, ante las autoridades; y presentándolos a los magistrados, dijeron: Estos hombres, siendo judíos, alborotan nuestra ciudad, y enseñan costumbres que no nos es lícito recibir ni hacer, pues somos romanos. Y se agolpó el pueblo contra ellos; y los magistrados, rasgándoles las ropas, ordenaron azotarles con varas. Después de haberles azotado mucho, los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase con seguridad” (Hechos 16:19-23).

Así pues, el enemigo parece triunfar; pero hay que recordar que los guerreros de Cristo conquistan sus más espléndidas victorias a través de aparentes derrotas. El diablo cometió un gran error cuando echó al apóstol en la cárcel. Es verdaderamente consolador pensar que él nunca hizo otra cosa que cometer grandes errores, desde que dejó su estado original hasta el momento actual. Toda su historia, de principio a fin, es un tejido de errores.

Por lo tanto, como ya se ha señalado, el diablo cometió un gran error al echar a Pablo en la cárcel de Filipos. A los ojos de la carne, podía parecer otra cosa; pero, desde el punto de vista de la fe, el siervo de Cristo estaba en un lugar mucho más apropiado para él, estando en la cárcel por causa de la verdad, que si estuviese fuera de ella a expensas de su Maestro. Es cierto que Pablo podría haberse librado. Podría haber sido un hombre honorable, aceptado y reconocido como «siervo del Dios Altísimo», si solo hubiera aceptado el testimonio de la muchacha y permitido que el diablo lo ayudase en su trabajo. Pero él no podía hacer esto y, por lo tanto, tenía que sufrir. “Y se agolpó el pueblo [siempre inconstante y fácilmente influenciable] contra ellos; y los magistrados, rasgándoles las ropas, ordenaron azotarles con varas. Después de haberles azotado mucho, los echaron en la cárcel, mandando al carcelero que los guardase con seguridad. El cual, recibido este mandato, los metió en el calabozo de más adentro, y les aseguró los pies en el cepo” (Hechos 16:22-24).

Algunos bien podían haber dicho que ese era el final de la obra del evangelista en la ciudad de Filipos. Que se puso término a su predicación. Pero no fue así; la prisión era en ese momento el lugar más apropiado para el evangelista. Su trabajo estaba allí. Dentro de los muros de esa prisión había de encontrar una congregación que no habría podido encontrar fuera. Pero esto nos lleva al tercero y último de los eventos: el caso del pecador endurecido.

  • 1N. del T.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la iglesia profesante– abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profesante se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profesante y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mateo 15:8; Apocalipsis 3:1).

El pecador endurecido

Era muy improbable que el carcelero tuviese abierto el camino hasta la reunión de oración junto al río. No le importaban esas cosas. No era uno de los que buscan sinceramente, ni tampoco un engañador. Era un pecador endurecido, con una profesión que lo volvía aún más insensible. Por la propia exigencia de su trabajo, los carceleros son generalmente hombres duros y severos. No hay duda de que hay excepciones. Hay algunos hombres de corazón tierno que pueden hallarse en tales ocupaciones; pero, como regla general, los carceleros no son tiernos de corazón. El tipo de oficio que ejercen difícilmente permitiría que sean así. Ellos tienen que lidiar con la peor clase de la sociedad. No son ajenos a la mayoría de los delitos que ocurren en todo el país; y muchos de estos delincuentes son puestos a su cuidado. Por estar habituados a tratar con lo rudo y lo grosero, terminan volviéndose también rudos y groseros.

Ahora, a juzgar por el relato inspirado que tenemos ante nosotros, bien podemos preguntarnos si el carcelero de Filipos no era una excepción a la regla general sobre esa clase de hombres. Ciertamente, no parece haber sido muy considerado para con Pablo y Silas. “Los metió en el calabozo de más adentro, y les aseguró los pies en el cepo” (Hechos 16:24). Parece haber hecho todo lo posible para hacerlos sentir incómodos.

Pero Dios tenía una rica misericordia reservada para ese pobre, insensible y cruel carcelero; y como todo indica que nunca iría a escuchar el Evangelio, el Señor le envió el Evangelio a él; es más, hizo que el diablo fuese el instrumento para llevarle el Evangelio. Poco sabía el carcelero a quién tenía a su cargo dentro de la cárcel. Apenas podía imaginar lo que ocurriría antes de que viese de nuevo la luz del sol. Y, podemos añadir, el diablo no tenía idea de lo que estaba haciendo cuando mandó a los predicadores del Evangelio a la cárcel, para ser allí los medios utilizados por Dios para la conversión del carcelero. Pero el Señor Jesucristo sabía lo que iba a hacer en el caso de aquel pobre y endurecido pecador. Puede hacer que la ira del hombre lo alabe y reprimir el resto de las iras (véase Salmo 76:10).

Dondequiera que opera,
Todo se inclina a su poder,
Todo acto Suyo es pura bendición,
Y Su senda, luz pura ha de ser.

Cuando desnuda Él su brazo,
¿Quién puede oponerse a su mover?
Cuando defiende la causa de su pueblo,
¿Qué fuerza lo podrá detener?

El Señor tenía el propósito de salvar al carcelero; y Satanás no solo era incapaz de frustrar ese propósito, sino que acabó siendo el instrumento para lograrlo. El propósito de Dios permanecerá, y hará todo lo que quisiere (Isaías 46:10). Y siempre que pone su amor en un pobre, miserable y culpable pecador, lo introducirá en el cielo, pese a toda la malicia y furia del infierno.

En cuanto a Pablo y Silas, es evidente que en esa prisión, estaban donde debían estar. Estaban allí por causa de la verdad y, por tanto, el Señor estaba con ellos. Por eso estaban plenamente felices. Aunque habían sido confinados entre las oscuras paredes de esa prisión, con los pies asegurados en el cepo, esas mismas paredes no podían contener sus espíritus. Nada puede impedir el gozo de alguien que tiene al Señor consigo. Sadrac, Mesac y Abed-nego estaban felices en el horno de fuego. Daniel estaba feliz en el foso de los leones; y Pablo y Silas estaban felices en el calabozo de Filipos:

Pero a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían
(Hechos 16:25).

¡Qué sonidos extraños salían de las profundidades de un calabozo! Podemos decir seguramente que, sonidos como esos nunca antes habían salido de allí. Maldiciones, execraciones y blasfemias pueden haberse escuchado; lamentos, llantos y gemidos se oyen siempre desde esas paredes. Pero debe haber sido extraño escuchar esos acentos de alabanza y oración entonados a la medianoche. La fe puede cantar en un calabozo con la misma dulzura que canta en una reunión de oración. No importa dónde estemos, siempre que tengamos a Dios con nosotros. Su presencia ilumina la celda más oscura, y transforma un calabozo en la puerta misma del cielo. Él puede hacer felices a sus siervos, independientemente de dónde se encuentren, y les puede dar la victoria en las circunstancias más adversas, haciendo que den voces de júbilo donde seguramente la naturaleza humana estaría extremadamente afligida.

Pero el Señor tenía sus ojos puestos en el carcelero. Había escrito su nombre en el libro de la vida del Cordero antes de la fundación del mundo, y estaba a punto de introducirlo en el más pleno gozo de la salvación que Él da.

Entonces sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron
(Hechos 16:26).

Si Pablo no hubiese estado en plena comunión con el pensamiento y el corazón de Cristo, seguramente habría recurrido a Silas y le habría dicho: «Ha llegado la hora de escaparnos. Dios se presentó de manera muy evidente en nuestro auxilio y nos dejó una puerta abierta. Nunca hubo una puerta tan claramente abierta por la providencia divina como ahora». Pero no; Pablo lo sabía bien. Estaba totalmente inmerso en la corriente de los pensamientos de su bendito Maestro, y en completa armonía con Su corazón. Por eso no hizo ningún intento por escapar. La verdad lo llevó a la cárcel; la gracia lo mantuvo allí; la providencia le abrió la puerta; pero la fe se negó a huir. Las personas hablan de dejarse guiar por la providencia; pero si Pablo se hubiese dejado guiar así, nunca habría tenido al carcelero como una joya en su corona.

Despertando el carcelero, y viendo abiertas las puertas de la cárcel, sacó la espada y se iba a matar, pensando que los presos habían huido
(Hechos 16:27).

Esto demuestra claramente que el terremoto, con todo lo que provocó, no había siquiera tocado el corazón del carcelero. Cuando vio las puertas abiertas, supuso naturalmente que todos los presos se habían escapado. No podía imaginar que había un grupo de presos sentados en silencio en sus celdas mientras las puertas estaban abiertas y las cadenas sueltas. ¿Y qué habría pasado con él si los presos se hubiesen escapado? ¿Cómo podía comparecer ante las autoridades? Sería imposible hacerlo. Cualquier cosa sería mejor que esto. Era preferible la muerte, incluso por sus propias manos.

Y así el diablo condujo a este pecador endurecido hasta el borde del precipicio, y estaba a punto de dar el empujón final y fatal que lo llevaría a las eternas llamas del infierno, cuando una voz de amor sonó en sus oídos. Era la voz de Jesús a través de los labios de Su siervo –una voz de tierna y profunda compasión–: “No te hagas ningún mal”.

Esto era irresistible. Un pecador endurecido podía enfrentar un terremoto. Podía incluso enfrentar la muerte; pero no pudo resistir el inmenso, tierno y quebrantador poder del amor.

El entonces, pidiendo luz, se precipitó adentro, y temblando, se postró a los pies de Pablo y de Silas; y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?
(Hechos 16:30).

El amor puede quebrantar el corazón más duro. Y con toda certeza había amor en esas palabras, “No te hagas ningún mal”, que salieron de los labios de aquel a quien el carcelero había hecho tanto daño unas horas antes. Y hay que observar que no había, en las palabras de Pablo, ni una sílaba de reprobación o reproche dirigida al carcelero. Todo era conforme a Cristo. Tal es la vía ordinaria de la gracia divina. Si recorremos los evangelios, nunca encontraremos al Señor reprochando al pecador. Él siempre tiene lágrimas de compasión; siempre tiene palabras conmovedoras de gracia y de ternura; pero no hay ningún reproche en sus palabras. No hay reproche ni tacha dirigidos al pobre y afligido pecador. No podemos dar aquí los muchos ejemplos y pruebas de esta afirmación; pero el lector solo tiene que leer los Evangelios para ver que es verdad. Leamos la historia del hijo pródigo; o la del ladrón en la cruz. Ni una palabra de reproche a ninguno de ellos.

Así ocurre en todos los casos; y así fue con el Espíritu de Dios en Pablo. No dice una sola palabra por el duro trato que recibió –por haber sido metido en el calabozo de más adentro–, ni le dice nada por haberle asegurado los pies en el cepo. “No te hagas ningún mal”. Y luego:

Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa
(Hechos 16:31).

Tal es la rica y preciosa gracia de Dios. Brilla, en esta escena, con extraordinario fulgor. Ella se complace en tomar pecadores endurecidos para derretir y conquistar sus duros corazones, e introducirlos en el pleno fulgor de una salvación completa; y todo esto de una manera especial y propia de ella misma. Sí, Dios tiene su propia manera de hacer las cosas, bendito sea su nombre; y cuando él salva a un miserable pecador, lo hace de una manera tal que demuestra plenamente que todo su corazón está involucrado en esa obra. Él se deleita en salvar a un pecador –aun al mayor– y lo hace de una manera digna de Sí mismo.

Vamos a ver ahora el fruto de todo esto. La conversión del carcelero era inconfundible. Salvado del borde del infierno, fue introducido en la misma atmósfera del cielo. Preservada su vida de la autodestrucción, fue llevado al círculo de la salvación de Dios; y las evidencias de ello fueron tan claras como se podría desear. “Y llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios” (Hechos 16:34).

¡Qué maravilloso cambio! ¡El cruel carcelero se convirtió en un amable huésped!

Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas
(2 Corintios 5:17).

¡Con qué claridad podemos ver que Pablo hizo bien en no dejarse guiar por la providencia! ¡Cuánto mejor y más elevado es dejarse guiar por los “ojos” de Dios (Salmo 32:8)! ¡Qué eterna pérdida habría sido si hubiese salido por aquella puerta abierta! ¡Cuánto mejor fue dejarse llevar fuera por la misma mano que lo había puesto allí; una mano que una vez fue un instrumento de crueldad y de pecado, pero que ahora era un instrumento de justicia y de amor! ¡Qué magnífico triunfo! ¡Qué escena! ¡Qué lejos estaba el diablo de imaginar que el encarcelamiento de los siervos del Señor tendría un resultado así! El diablo fue totalmente burlado. Le salió el tiro por la culata. Pensó que obstaculizaría el Evangelio, pero ¡oh!, se vio colaborando con su expansión. Quería deshacerse de los dos siervos de Cristo, pero ¡oh!, terminó perdiendo uno de los suyos. Cristo es más fuerte que Satanás; y todos los que confían en el Señor y siguen la corriente de sus pensamientos, sin duda compartirán los triunfos de su gracia ahora, y brillarán en el resplandor de Su gloria para siempre.

Con esto concluimos lo relativo a “la obra de evangelista”. Tales son las circunstancias por las que puede tener que pasar; tales son los casos con los que puede entrar en contacto. Vimos satisfecho al que busca ansiosamente; vimos al engañador, silenciado; y vimos al pecador endurecido, salvado. ¡Que todos los que siguen predicando el evangelio de la gracia de Dios sepan cómo tratar los distintos tipos de caracteres que puedan encontrar en su camino! ¡Que muchos puedan ser levantados para hacer la obra de evangelista!