La obra de evangelización

Una palabra al evangelista

Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura
(Marcos 16:15).

Creemos que no será considerado inoportuno si nos aventuramos a ofrecer una palabra de consuelo y aliento a todos aquellos que están comprometidos en la bendita obra de predicar “el evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24).1

Somos hasta cierto punto conscientes de las dificultades y los desalientos que suelen frecuentar la senda de todo evangelista, ya sea en su esfera de trabajo o en la medida de su don; y es nuestro deseo animar los corazones y mantener erguidas las manos de todos los que puedan estar en peligro de caer bajo el poder desalentador de estas cosas. Sentimos cada vez más la inmensa importancia de un testimonio sincero y fervoroso del Evangelio en todo lugar; y tememos sobremanera cualquier deserción en este campo. Somos imperativamente llamados a hacer la “obra de evangelista” (2 Timoteo 4:5) y a no abandonar esa obra bajo ningún pretexto o consideración que pueda surgir.

Nadie debe imaginar que con esto queremos disminuir en lo más mínimo el valor de la enseñanza, de las conferencias o de la exhortación. Nada podría estar más lejos de nuestros pensamientos.

Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello
(Mateo 23:23).

No tenemos la intención de comparar la obra de un evangelista con la de un maestro, ni de exaltar la primera en detrimento de la última. Cada una tiene su propio lugar, su propio interés y su importancia peculiar.

Pero, por otro lado, ¿no hay peligro de que el evangelista abandone su propia obra, tan preciosa, para entregarse a la obra de la enseñanza y a dictar conferencias bíblicas? ¿No existe el peligro de que el evangelista acabe confundiéndose con un maestro? Tememos que ese peligro exista; y bajo la influencia de este temor, escribimos estas pocas líneas. Observamos con profunda preocupación que algunos que en otro tiempo eran reconocidos entre nosotros como fervientes y prósperos evangelistas, ahora hayan abandonado casi por completo su obra y se han convertido en maestros y conferenciantes.

Esto es sumamente deplorable. Verdaderamente deseamos evangelistas. Un verdadero evangelista es casi una rareza tan grande como un verdadero pastor. ¡Oh, qué raros son ambos! Y ambos están íntimamente ligados. El evangelista reúne a las ovejas; el pastor las alimenta y las cuida. La obra de cada uno se encuentra muy cerca del corazón de Cristo, el divino Evangelista y Pastor. Pero ahora queremos ocuparnos del primero, para animarlo en su trabajo y advertirle contra la tentación de apartarse de él. No podemos admitir la pérdida de un solo embajador precisamente ahora, ni queremos ver un solo predicador en silencio.

Somos perfectamente conscientes del hecho de que, en algunos círculos, existe una fuerte tendencia a arrojar agua fría sobre la obra de evangelización. Hay una lamentable falta de simpatía con el predicador del Evangelio, y, por consecuencia, también de activa cooperación con él en su obra. Por otra parte, hay un modo de hablar de la predicación del Evangelio que no está muy en sintonía con el corazón de Aquel que lloró por los pecadores impenitentes, y que pudo decir, al comienzo de su bendito ministerio: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres” (Lucas 4:18; Isaías 61:1). Y también:

Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido
(Marcos 1:38).

Nuestro bendito Señor fue un incansable predicador del Evangelio, y todos los que estén imbuidos de Su voluntad y de Su espíritu tendrán un vivo interés en la obra de todos aquellos que, en su débil medida, tratan de hacer lo mismo que Él. Ese interés se evidencia no solo por las fervientes oraciones hechas para que Dios bendiga la obra, sino también por los diligentes y perseverantes esfuerzos por alcanzar a las almas inmortales bajo el son del Evangelio.

Esta es la manera de ayudar al evangelista, y este camino está abierto para todo miembro de la Iglesia de Dios, ya sea hombre, mujer o niño. Todos pueden así contribuir al desarrollo de la gloriosa obra de la evangelización. Si cada miembro de la asamblea trabajase diligentemente y con oración en este sentido, qué diferentes serían las cosas para los queridos siervos del Señor que tratan de dar a conocer las inescrutables riquezas de Cristo.

Pero, ¡oh! cuán a menudo sucede lo contrario. Con qué frecuencia oímos, incluso de aquellos que tienen cierta reputación de inteligencia y espiritualidad, al referirse a reuniones para la predicación del Evangelio, frases como: «Ah, no iré; es solo el Evangelio». ¡Piense en esto! «Solo el Evangelio». Si expresaran la misma idea en otras palabras, estarían diciendo: ¡«Es solo el corazón de Dios» –«solo la preciosa sangre de Cristo»– «solo el glorioso testimonio del Espíritu Santo»!

Es así cuando ponemos las cosas claramente. No hay nada más triste que oír a los cristianos profesantes hablar de esa manera. Esto demuestra, con toda claridad, que sus almas están muy lejos del corazón de Jesús. Hemos visto, invariablemente, que aquellos que piensan y hablan con ligereza de la obra del evangelista son personas de muy poca espiritualidad.

Por otro lado, los santos más devotos, los más sinceros, los más iluminados por Dios, siempre buscan tener un profundo interés en esta obra. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Acaso la voz de las Sagradas Escrituras no dan el más claro testimonio acerca del interés que la Trinidad tiene en la obra del Evangelio? Ciertamente que sí. ¿Quién fue el que predicó el Evangelio por primera vez? ¿Quién fue el primer heraldo de salvación? ¿Quién anunció primero las buenas nuevas de la Simiente herida de la mujer? El propio Jehová Dios en el jardín de Edén. Este es un hecho significativo en relación con nuestro tema. Y, yendo más lejos, permítasenos preguntar, ¿quién fue el más fervoroso, laborioso y fiel Predicador que jamás haya pisado esta tierra? El Hijo de Dios. Y ¿quién ha estado predicando el Evangelio en los últimos dieciocho siglos?2 El Espíritu Santo enviado del cielo.

Tenemos así al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, todos verdaderamente comprometidos en la obra de evangelización; y, si es así, ¿quiénes somos nosotros para atrevernos a hablar livianamente de tal obra? ¡Oh!, que el Espíritu de Dios despierte lo más profundo de nuestro ser moral a fin de que seamos capaces de añadir nuestro ferviente y profundo Amén a estas preciosas palabras inspiradas:

¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!
(Romanos 10:15; Isaías 52:7).

Sin embargo, puede que estas líneas estén siendo leídas por alguien que, habiendo estado comprometido en la obra de predicación del Evangelio, comienza a sentirse un poco desanimado. Puede que haya sido llamado a predicar en el mismo lugar durante años y se sienta abrumado por la idea de tener que dirigirse al mismo auditorio, sobre el mismo tema, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Tal vez se sienta como si estuviese dejando de experimentar algo nuevo, algo más vivo, diferente. Tal vez tenga el deseo de actuar en cualquier otro sitio donde los temas que le son familiares sean nuevos para sus oyentes. O, si no puede hacerlo, puede sentirse guiado a reemplazar la predicación ferviente, directa y sincera del Evangelio por conferencias y exposiciones.

Si, en alguna medida, logramos despertar los sentimientos del lector respecto a este asunto, creemos que le será de gran ayuda en su trabajo tener en cuenta que Cristo es el único gran tema del verdadero evangelista. El Espíritu Santo es el poder para desarrollar ese gran tema; y los pobres pecadores perdidos son los oyentes ante los cuales ese gran tema se debe presentar. Ahora bien, Cristo es siempre nuevo; el poder del Espíritu Santo no disminuye nunca; la condición y el destino del alma son siempre de gran interés.

Además, es conveniente para el evangelista, cada vez que predica, recordar que aquellos a quienes se dirige ignoran totalmente el Evangelio, de manera que debe hablarles como si fuera la primera vez que su auditorio oye el mensaje y la primera vez que él se lo anuncia. En efecto, la predicación del Evangelio, en la divina acepción de esta palabra, no es una mera y estéril exposición de doctrina evangélica, ni una cierta fórmula de discursos repetidos sin cesar según la misma rutina fastidiosa. Lejos de ello: el Evangelio es en realidad el enorme y amoroso corazón de Dios que rebosa y fluye hacia el pobre pecador perdido, en torrentes de vida y salvación. Es la presentación de la muerte expiatoria y de la gloriosa resurrección del Hijo de Dios; y todo esto, por la energía presente, el brillo y la frescura del Espíritu Santo, proveniente de la mina inagotable de las Sagradas Escrituras.

También hay que recordar que el único objeto que debe absorber por entero al predicador es ganar almas para Cristo, para gloria de Dios. Para esto trabaja y suplica; para esto ora, llora y agoniza; para esto truena su voz, clama y lucha con el corazón y la conciencia de su oyente. Su objetivo no es enseñar doctrinas, aunque pueden enseñarse doctrinas; su propósito no es exponer las Escrituras, aunque las Escrituras pueden exponerse. Estas cosas pertenecen al ámbito del maestro o del conferenciante; pero nunca ha de olvidarse que el objetivo del predicador es poner al Salvador y al pecador juntos –ganar almas para Cristo–. ¡Que Dios por Su Espíritu mantenga estas cosas delante de nuestros corazones, a fin de que tengamos un interés más profundo en la gloriosa obra de la evangelización!

En conclusión, solo quisiera agregar una palabra de exhortación con respecto a la noche del domingo, día del Señor. Con todo afecto, nos gustaría decir a nuestros amados y honrados colaboradores: Traten de dedicar esa hora a la gran obra de la salvación de las almas. Hay 168 horas en la semana y, seguramente, lo menos que podemos hacer es dedicar una de ellas para esta importante obra. Puede ser que justamente en esa hora alcancemos el oído de un pecador comoο nosotros. ¡Oh, usémosla para propagar la dulce historia del gratuito amor de Dios y de la plena y completa salvación de Cristo!

  • 1N. del A. (Nota del autor): Algunas personas a veces hablan del “evangelio de la gloria” como si fuese diferente del “evangelio de la gracia de Dios”. Suponemos que quieren poner de relieve la gran verdad de que Cristo está en la gloria. Pero nunca debemos olvidar que Aquel que está en la gloria, fue clavado en la cruz y fue sepultado en la tumba. Esto es lo que predicaba Pablo (1 Corintios 15:1-4).
  • 2N. del T. (Nota del traductor): El autor vivió en el siglo XIX.