La justificación
En su gracia, Dios nos perdona y, aun más, nos justifica. Ser justificado es estar liberado de toda acusación que pudiera ser presentada contra nosotros. Es lo contrario de ser condenado, así como ser culpable es lo opuesto de ser perdonado.
La justificación libera al creyente de toda acusación y de toda sentencia que el tribunal divino debería pronunciar contra él. Pero eso no es todo, ya que la justificación no tiene solamente el carácter negativo de liberar de la condenación. Ella enriquece al creyente con una justicia a la vez positiva y divina.
Hemos visto que el comienzo de la epístola a los Romanos declara la culpabilidad del hombre. Como conclusión, el versículo 19 del capítulo 3 declara que todo hombre es culpable ante Dios. El versículo siguiente advierte que la ley no proporciona ningún socorro. Al contrario, en lugar de justificar al hombre, ella lo convence de pecado y hace caer sobre él una justa condenación. Ante estas tristes conclusiones, a partir del versículo 21 el apóstol Pablo expone la gloriosa doctrina de la justificación.
La justicia de Dios
El apóstol comienza proclamando que la justicia de Dios se ha manifestado. Al declarar que el hombre es pecador, Dios ya había demostrado su justicia y que Él no podía hacer ningún compromiso con el pecado. Pero ahora, esta justicia es manifestada con brillo incomparable por la obra de Jesucristo.
Cristo glorificó perfectamente a Dios en la tierra. En particular, puso su vida voluntariamente. Fue una ofrenda agradable a su Dios, quien fue aplacado respecto al pecado e incluso glorificado. Entonces Dios lo resucitó y lo hizo sentar a su derecha. Cristo glorificado es una primera manifestación de la justicia divina (Juan 10:17; 17:4-5; 16:10).
Por otra parte, Cristo se entregó por nosotros. Soportó la condena que merecía el pecado (Romanos 8:3) y expió todos los pecados de los creyentes. Por lo tanto, Dios es perfectamente justo al recibir como justificados a aquellos que se acercan a Él por Jesucristo (2 Corintios 5:21).
De modo que estos dos aspectos de la obra de Cristo (la propiciación para satisfacer perfectamente a Dios y la sustitución del creyente en el juicio) manifiestan plenamente la justicia de Dios.
Esta justicia pronto será visible cuando los hombres que hayan rechazado la gracia sean enjuiciados y condenados por la eternidad. Entonces ella será manifestada públicamente, pero de una manera menos profunda que en aquella hora solemne en la cual Dios agobió de dolor a su propio Hijo, víctima perfecta, hecho pecado por nosotros. La cruz de Cristo será durante la eternidad la manifestación más grandiosa de la justicia de Dios y de su amor insondable (Romanos 5:8).
La justificación por medio de la sangre
La justicia de Dios así manifestada se despliega para “todos” los hombres. La gracia de Dios es ofrecida a todos. Es uno de sus aspectos maravillosos. Ella pone a todos los hombres en el mismo nivel, por cuanto
todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios
(Romanos 3:23).
No obstante, si bien esta justicia está al alcance de todos, solo es aplicable a los que creen. Es puesta sobre ellos como un vestido que los cubra en presencia de Dios. Es la justificación positiva del creyente, quien no solo es liberado de toda acusación, sino divinamente revestido de justicia.
Por supuesto, el amor de Dios es el origen de todo, pues somos justificados por su gracia (cap. 3:24). Pero el medio de hacernos justos es la sangre de Cristo, es decir, su muerte. Somos justificados por su sangre (cap. 5:9; 3:25).
La muerte de Cristo mostró la justicia de Dios tanto a favor de los creyentes del Antiguo Testamento como para nosotros mismos. Antes de la venida del Señor, Dios podía soportar los pecados porque miraba por adelantado el sacrificio de Cristo, el cual estaba prefigurado por todas las ordenanzas de la ley. De manera que la sangre de Cristo es el único medio de hacer justo a un pecador. Sin embargo, los creyentes de entonces no podían comprenderlo y no tenían una completa seguridad de la salvación.
La seguridad de la justificación
“Jesús, Señor nuestro… fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:24-25). Hace falta comprender las dos partes de este versículo para gozar de una total seguridad respecto a nuestra justificación. En la cruz, Cristo llevó nuestros pecados y sufrió el castigo que ellos merecían, pero la prueba de que estamos liberados de los pecados fue dada por su resurrección. Si desconocemos esta segunda verdad, no podemos gozar de la paz.
Como Cristo resucitó, yo sé que todos mis pecados están expiados. Soy totalmente libre de ellos ante el Juez supremo, quien mostró su satisfacción al glorificar al Señor.
Dios es el que justifica (cap. 8:33).
Él nos había sentenciado como pecadores, pero ahora nos declara totalmente libres. Nuestra justificación es completa y definitiva. Nadie puede condenarnos.
La justificación por medio de la fe
La fe es el eslabón que nos une al Señor Jesús y que nos hace partícipes de las bendiciones que su muerte proporciona. La fe, pues, es necesaria; únicamente los creyentes son justificados. En ese sentido, somos “justificados… por la fe” (Romanos 5:1).
Esta fe consiste en recibir simplemente la salvación que Dios nos ofrece, en recibir a Jesucristo (Juan 1:12). Es la obediencia a la fe (Romanos 16:26; véase también Juan 3:36, V. M.). Jesucristo es el “autor de eterna salvación” reservado únicamente a “los que le obedecen” (Hebreos 5:9).
La justificación de vida
Hasta ahora hemos visto la justificación en relación con nuestros pecados (los actos cometidos). Otro aspecto de este tema es el que se refiere a “la justificación de vida” (Romanos 5:18) en relación con el pecado, es decir, con la raíz del mal en nosotros.
Por naturaleza, todos los hombres están emparentados con Adán, jefe de una raza pecadora. Por gracia, y en virtud de la obra de la cruz, pertenecemos, como creyentes, a una raza espiritual de la cual Cristo es el jefe. Estamos unidos a Él y participamos de su naturaleza y de su vida. Judicialmente estamos liberados de toda condenación relacionada con nuestra raza primitiva y el pecado que se vincula con ella.
Al exponer esta doctrina de la justificación de vida, el apóstol exclama:
Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús (cap. 8:1).
¡Bendito sea Dios por tal liberación!
Pregunta 1
¿Cómo conciliar la afirmación del apóstol Pablo que “el hombre es justificado por fe sin las obras de ley” (Romanos 3:28), con la del apóstol Santiago, según la cual “el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe”? (Santiago 2:24).
Se trata de dos justificaciones diferentes. El apóstol Pablo habla de nuestra justificación ante Dios, mientras que el apóstol Santiago se refiere a nuestra justificación ante los hombres. La primera es obtenida por la fe en la obra de Cristo, la segunda (nuestra justificación ante los hombres) lo es por las obras de fe, es decir, por nuestra conducta, la que es consecuencia de nuestra fe.
Veamos un ejemplo. Un niñito se jacta ante sus compañeros de que sabe leer. ¿Cómo va a justificar su afirmación?: tomando un libro y leyendo en voz alta. De la misma manera, no es suficiente afirmar que somos justificados; es necesario que nuestros actos demuestren a nuestros hermanos y al mundo que realmente tenemos la vida de Dios.