El perdón
¡Qué felicidad ser perdonado! Un hijo lo experimenta desde muy joven cuando su conciencia se despierta. Del mismo modo, la necesidad del perdón de Dios, como resultado del sentimiento de culpabilidad ante él, es frecuentemente el primer signo de que el Espíritu ha empezado a obrar en alguien.
Esperamos que el lector posea ya la seguridad de este perdón por la fe en el Señor Jesucristo. Lo que sigue ha sido escrito para afirmarlo al respecto y después permitirle que se alegre plenamente de contar con este perdón que es una bendición del Evangelio.
Todos culpables ante Dios
Escuchemos primeramente lo que la epístola a los Romanos dice respecto al perdón de los pecados, pues en esta epístola están expuestos los primeros principios del Evangelio.
Después de haber declarado, desde la introducción, que el Evangelio es
poder de Dios para salvación a todo aquel que cree
(Romanos 1:16),
el apóstol Pablo comienza su exposición doctrinal hablando de “la ira de Dios” y de la culpabilidad del hombre.
Desgraciadamente, numerosos son aquellos que no quieren reconocer esta culpabilidad personal. Procuran destruir los fundamentos sobre los cuales reposa su responsabilidad ante Dios. Por un lado, alegan que hay en el hombre una supuesta bondad natural, la que conduciría a la humanidad a un continuo progreso moral y, por el otro, rechazan todas las normas recibidas respecto al bien y al mal.
Para esos discutidores, el bien y el mal serían completamente relativos, puesto que han sido determinados en el pasado por las personas más influyentes y en nuestros días por las encuestas de opinión. Según ellos, el pensamiento humano sería el único árbitro en estas cuestiones. Por eso la única culpabilidad que reconocen es la inobservancia de los usos y las leyes vigentes en un país en una época determinada, es decir, una culpabilidad ante sus semejantes y ante la sociedad en general. Esta manera de ver descuida un punto capital: el hombre no es independiente de todo y deberá dar cuentas a su Creador. Por eso la ira de Dios se manifiesta contra toda impiedad –el hecho de vivir sin Dios– y contra toda injusticia –el hecho de hacer lo que Dios desaprueba– (cap. 1:18). Su Palabra afirma que todos somos culpables ante él, incluso si esta culpabilidad varía de uno a otro.
La epístola a los Romanos presenta el tema dividiendo a la humanidad en tres categorías: primero los pueblos idólatras, después los hombres más cultos y finalmente los judíos.
La culpabilidad de los pueblos idólatras
Para convencer de pecado a un hombre puede ser necesario un tiempo bastante largo. Por eso el apóstol empieza por describir el triste estado de los pueblos idólatras y depravados (Romanos 1:18-32).
La Palabra de Dios los declara culpables, inexcusables porque no mantuvieron el conocimiento del Dios supremo, revelado inicialmente a todos los pueblos. No dieron gloria a su Creador, ni le dieron gracias por su bondad. Peor todavía, practicaron la idolatría, honrando y sirviendo a la criatura antes que a aquel que la creó. Como consecuencia, cayeron en una degradación moral espantosa, arruinando su alma y su cuerpo. El apóstol no apunta a establecer la culpabilidad de ellos, sino que se limita a enumerar sus caracteres depravados. Eso es suficiente para comprender que la ira de Dios contra ellos está revelada.
La culpabilidad de los hombres cultos
Después de haber presentado el caso de los pueblos que parecían ser los más alejados de Dios, la epístola a los Romanos se interesa por los hombres que en aquel entonces constituían lo más selecto, todos los que se estimaban en condiciones de juzgar a los otros (Romanos 2:1-16). Podían ser tanto moralistas como griegos versados en filosofía. El apóstol los interpela en estos términos: “Oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas”. Ellos también son declarados “inexcusables”, pues bajo la bella apariencia de la enseñanza moral y del pensamiento filosófico se ocultaban las costumbres más impuras. Sin embargo, es necesario un razonamiento bien construido para llevarlos a la convicción de pecado. Los tres hechos en que se apoya la demostración del apóstol tornan imposible toda escapatoria al juicio de Dios.
Primeramente este juicio es “según verdad” (v. 2). Estos hombres que condenan a los otros y se creen superiores no engañan a Dios. Su juicio es según la exacta verdad. Dios no se atiene a la apariencia, sino que considera el verdadero estado moral de cada uno y conoce los secretos pensamientos de los hombres.
Seguidamente su juicio es “justo” (v. 5): una justicia absoluta e inflexible prevalecerá. No solamente serán juzgadas las faltas manifiestas, sino también el espíritu razonador de esos hombres y su rechazo a someterse a la voluntad de Dios.
Por último este juicio es imparcial, porque “no hay acepción de personas para con Dios” (v. 11). Él tendrá en cuenta la responsabilidad de cada uno. Algunos no habrán tenido más que la voz de su conciencia para refrenarlos, mientras que otros se habrán beneficiado de un vasto conocimiento de la ley divina.
Todas estas declaraciones son suficientes para cerrar la boca de los hombres más civilizados y convencerlos, a ellos también, de que son culpables ante Dios.
La culpabilidad de los judíos
La tercera y última categoría de personas se refiere claramente a los judíos (Romanos 2:17 a 3:20). Poseían una cultura no solamente derivada de una larga historia sino, además, de origen divino.
Si bien los hombres más instruidos se permitían criticar a los pueblos idólatras pese a practicar los mismos pecados, los judíos religiosos iban aún más lejos. Se jactaban de poseer la ley de Dios, la enseñaban a los otros con un espíritu de superioridad, pero no la practicaban en absoluto, de manera que el nombre de Dios era blasfemado a causa de ellos.
Para demostrar la culpabilidad de los judíos, el apóstol se apoya en sus propios escritos. Las citas del Antiguo Testamento que presentan la profunda maldad de la naturaleza humana les son aplicadas porque “todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley” (cap. 3:19), es decir, a los judíos.
Estas acusaciones decisivas de la ley no tenían en vista a las otras naciones, civilizadas o no, sino por cierto a los judíos imbuidos de sí mismos, a fin de que sus bocas fueran igualmente cerradas y así todo el mundo resultara culpable ante Dios.
La culpabilidad del hombre moderno
Después de haber visto cómo el apóstol considera a todos los hombres de entonces, debemos notar que la culpabilidad del hombre moderno está vinculada a los tres casos considerados.
En ciertos aspectos, a causa de su decadencia moral, el hombre moderno se incluye en el campamento de los pueblos idólatras. Además, los caracteres morales de estos pueblos se parecen mucho a los descritos proféticamente para los últimos días (véase 2 Timoteo 3:1-5). Por su brillante civilización científica, el hombre de hoy en día hace pensar igualmente en los griegos que eran los intelectuales de la época. Finalmente, el hombre moderno se asemeja a los judíos por su cultura judeocristiana. Se jacta de un pasado religioso de los más ricos, pero ha perdido la fuerza de la piedad y en su conjunto ha renegado prácticamente de la fe cristiana.
El perdón de los pecados
Como queda demostrada la culpabilidad del hombre, el perdón es una necesidad apremiante. Además, está mencionado desde el principio de las instrucciones dadas por el Señor resucitado. En Lucas 24:45-48, el Señor dice a los apóstoles que el arrepentimiento y el perdón de los pecados debían ser predicados en su nombre a todas las naciones. En el momento de su conversión, el apóstol Pablo oyó en una visión celestial la misma instrucción de boca del Hombre glorificado. Jesucristo lo enviaba a las naciones para que estas recibiesen el perdón de pecados (Hechos 26:16-18). El libro de los Hechos muestra cómo fueron ejecutadas tales órdenes. En ocasión de la primera predicación pública, el día de Pentecostés, el apóstol Pedro anuncia el arrepentimiento y el perdón de los pecados a la muchedumbre reunida en Jerusalén (cap. 2:38). Ante las autoridades religiosas, da testimonio acerca del perdón de pecados (cap. 5:31). Cuando comienza a anunciar el Evangelio a las naciones, ante Cornelio y sus amigos, declara que
todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre (cap. 10:43).
En cuanto a Pablo, a partir de su primer viaje misionero, proclama “que por medio de él se os anuncia perdón de pecados” (cap. 13:38).
En cada uno de los seis relatos arriba mencionados, el vocablo griego traducido por “perdón” es el mismo. Este término significa simplemente «remisión» o «liberación». Es exactamente lo que le hace falta a un pecador cuya conciencia está cargada y que se arrepiente. Hace falta que sus pecados sean «remitidos» por Aquel ante quien se hizo culpable. ¡Qué feliz liberación, qué descanso para la conciencia al saberse perdonado! Esta es la parte de cada hijo de Dios. El apóstol Juan dijo: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre” (1 Juan 2:12).
El perdón y la justificación
Como acabamos de verlo, en la epístola a los Romanos el Espíritu Santo pronuncia el veredicto de culpable ante Dios. Habríamos podido esperar que inmediatamente después se desarrollara la doctrina del perdón; sin embargo, esta doctrina se encuentra mencionada una sola vez en toda la epístola:
Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas
(Romanos 4:7).
Es la cita del Salmo 32:1. Esto muestra la felicidad del hombre a quien Dios atribuye la justicia sin obras. Este versículo confirma que la imputación de la justicia –es decir, la justificación– implica y contiene el perdón.
Las palabras “justicia” y “justificación”, tan frecuentemente empleadas en la epístola a los Romanos, están caracterizadas por una gran plenitud y responden a la culpabilidad general demostrada al principio de la epístola. No podemos ser perdonados sin estar justificados ni viceversa. No obstante, el perdón tiene más bien un carácter negativo –nos vemos aligerados del peso de la culpabilidad de nuestros pecados–, mientras que la justificación es positiva: adquirimos la justicia.
El fundamento del perdón
Un hombre preocupado por sus pecados no encontrará descanso si no ve claramente cuál es el fundamento del perdón. Se puede tener ciertos vagos pensamientos con relación a la misericordia y a la bondad de Dios, de su disposición a recibir a los pecadores, pero también hace falta saber que el perdón se funda sobre la justicia divina. Cristo murió para llevar los pecados de los rescatados; sufrió el completo castigo que ellos merecían. Por eso ahora Dios es justo al recibir como perdonados a aquellos que vienen a él por medio de Jesucristo. Su justicia está satisfecha acerca de las faltas de ellos.
Dios no perdona a la manera de los hombres. No pasa con indulgencia por encima de los pecados, sino que, en su amor, envió a su Hijo para que fuera “propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10). De modo que Dios puede ser justo y justificar a aquel que es de la fe de Jesús (Romanos 3:26; véase también 1 Juan 1:9).
¡A él le sea tributado por siempre todo el agradecimiento!
Pregunta 1
A veces se oye decir que todos los hombres son perdonados. ¿Es correcto este pensamiento?
No, esta afirmación no es según la Escritura. El hecho de que Dios estuviera en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados (2 Corintios 5:19) evidentemente es maravilloso. Sin embargo, los ofrecimientos de gracia hechos por Dios cuando el Señor estaba en la tierra fueron rechazados. Entonces, es un hecho mucho más maravilloso que Dios se haya servido de la muerte y la resurrección de Cristo para dirigir a los hombres culpables un mensaje de perdón (véase Lucas 24:46-47).
De manera que el rechazo de Cristo no fue seguido de una declaración de guerra y de un juicio inmediato sobre un mundo rebelde. Dios más bien concertó un armisticio de larga duración, durante el cual se ofrece a cada individuo una amnistía. Si alguien se humilla, se arrepiente y se vuelve por la fe hacia el Salvador, recibe el perdón.
El perdón, pues, está al alcance de todos los hombres, pero no es exacto decir que todos los hombres son perdonados.
Pregunta 2
¿Es verdad que un hombre que se arrepiente y cree recibe el perdón una vez para siempre?
Es verdad, bendito sea Dios. En el relato de Hebreos 9:6 a 10:18, concerniente al sacrificio de Cristo, este hecho es uno de los más importantes. Dicho pasaje capital afirma siete veces que el sacrificio de Cristo es único y que fue ofrecido una sola vez. Afirma igualmente que aquellos que se acercan a Dios sobre la base de este sacrificio son hechos “perfectos para siempre” (cap. 10:14). Esta perfección está fundada sobre la única y perfecta purificación que los rescatados han obtenido y en virtud de la cual se acercan a Dios por no tener ya “conciencia de pecado” (cap. 10:1-2). Estamos ante Dios en un estado de eterno perdón.
Pregunta 3
Si se enseña al creyente que obtiene el perdón de sus pecados pasados, presentes y futuros, en el mismo momento de su conversión, ¿no corre el riesgo de sentirse impulsado a la despreocupación y al pecado?
En los capítulos siguientes tendremos ocasión de ver que el perdón está ligado a un cambio de posición ante Dios: nos convertimos, por la fe, en hijos de Dios y somos aceptados ante él en razón de hallarnos en Cristo. A raíz de esta aceptación, nuestros pecados pasados, presentes y futuros están perdonados, de lo cual resulta un profundo gozo. “Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad…” (Salmo 32:2; véase también Hebreos 10:17-18).
Por el contrario, si bien las faltas desde nuestra conversión en nada modifican nuestra posición de hijos de Dios, ellas interrumpen nuestra comunión con el Padre y nos quitan el gozo. En efecto, el Espíritu Santo en nosotros es entristecido y la naturaleza divina, adquirida al convertirnos, se siente como paralizada, pues le tiene horror al mal.
Tenemos, pues, que confesar inmediatamente nuestros pecados para gozar de nuevo del perdón de Dios:
Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados
(1 Juan 1:9).
Pero aquí se trata del perdón gubernamental que nos restaura en la comunión con el Padre y no del perdón fundamental adquirido desde el principio de la vida cristiana.