La mesa del Señor
Por lo cual, amados míos, huid de la idolatría. Como a sabios os lo digo; juzgad de lo que digo. La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque habiendo un solo pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo; porque todos participamos de aquel pan, que es uno solo. Mirad a Israel, al que lo es según la carne. ¿Acaso los que comen de los sacrificios, no tienen comunión con el altar?
(1 Corintios 10:14-18)
Si consideramos esta cena bajo otro punto de vista, el de la «mesa del Señor», se nos presenta un cuadro muy distinto. En cierto sentido, la «cena del Señor» y la «mesa del Señor» expresan la misma idea; en otro sentido, reflejan un concepto totalmente distinto. A la primera se une la responsabilidad personal e individual; la segunda evoca una responsabilidad colectiva, la cual, naturalmente, recae sobre cada miembro de la colectividad, en la medida del conocimiento que tiene de la verdad. Lo que importa aquí es la autoridad del Señor y sus derechos sobre su Mesa y su Asamblea. De allí proviene la diferencia fundamental y esencial que caracteriza la enseñanza del apóstol en los capítulos 10 y 11 de la primera epístola a los Corintios. En el capítulo 10 de dicha epístola, tan pronto como el apóstol asocia la «cena» con la «mesa del Señor», habla de comunión y de la imposibilidad de mezclar o vincular esta comida con la impureza. En vez de la siguiente exhortación: “Examínese a sí mismo cada uno”, leemos: “Habiendo un solo pan… siendo muchos, somos un solo cuerpo; porque todos participamos de aquel pan, que es uno solo”; y aún: “No quiero que tengáis comunión con los demonios”; “no podéis beber…”; “no podéis participar…”. Esta enseñanza va dirigida a la colectividad, a la Asamblea como tal.
Añado algunas observaciones a modo de explicación: como es sabido, hasta el capítulo 10 de la primera epístola a los Corintios, el apóstol considera la Asamblea como la “casa de Dios”; en los versículos 16 y 17 por primera vez habla del cuerpo de Cristo y de la comunión de su cuerpo; y eso, en relación con la Cena. Es el primer y único texto en el Nuevo Testamento donde encontramos esta expresión: “la mesa del Señor” (v. 21). Dicho término tiene un significado profundo. Aquí, el apóstol no considera en la Cena el memorial, sino la expresión de la comunión de los santos con el Señor y entre ellos mismos. Por lo cual compara, por una parte, la mesa del Señor con el altar judaico (Malaquías 1:12) y, por otra, la opone al altar pagano, a la mesa de los demonios. Los dos altares, tanto el judaico como el pagano, estaban estrechamente vinculados con los sacrificios ofrecidos sobre estos. Y quienes comían del uno o del otro manifestaban su comunión, sea con el altar de Jehová, sea con el de los demonios.
Lo mismo sucede con la mesa del Señor, la cual también podríamos llamar el altar cristiano. Quien come el pan testifica con ello que forma parte del único cuerpo de Cristo, en virtud de la obra expiatoria llevada a cabo en la cruz (fíjese bien que en el versículo 16 se menciona la sangre en primer lugar). El apóstol Pablo no habla, en esta porción, de anunciar la muerte del Señor, sino de representar o de expresar públicamente la unidad del cuerpo de Cristo. Pues bien, no hay otra manera de hacerlo. En el primer caso, se trata de un acto: comemos y bebemos; en el segundo, de un principio: la base sobre la cual se verifica el acto. “El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?”. Al comer de “un solo pan”, declaramos que todos somos el cuerpo espiritual de Cristo sobre la tierra. Según la enseñanza que nos fue dada más tarde por el Espíritu Santo, resulta imposible pensar en el pan, como cuerpo de Cristo, sin pensar asimismo en la Asamblea que es su cuerpo. Eso nos hace comprender la seriedad con la cual el apóstol advierte a los santos contra cualquier alianza entre la mesa del Señor y la mesa de los demonios. Este peligro ya no existe prácticamente para nosotros; sin embargo, ha dado paso a otro: el de asociarnos a principios que minan la unidad del cuerpo, que desconocen o incluso niegan la autoridad que solo el Señor tiene derecho de ejercer sobre su Mesa.