La cena del Señor
Porque yo recibí del Señor lo que también os entregué: que el Señor Jesús, la misma noche en que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed. Esto es mi cuerpo, que por vosotros es partido. Haced esto en memoria de mí. Y de la misma manera tomó la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, cuantas veces la bebiereis, en memoria de mí. Porque cuantas veces comiereis este pan y bebiereis esta copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que él venga
(1 Corintios 11:23-26).
He aquí la verdad con toda su sencillez. Antes de subir a su Padre, el Señor instituyó –como recuerdo para los suyos (Juan 13:1), durante su ausencia– una comida en su memoria. Aún no había sido revelado el pensamiento de su cuerpo espiritual ni de la unidad del mismo. En “el pan” y en “la copa” tenemos representado al Señor crucificado. Estos dos símbolos nos recuerdan su caridad y amor hasta la muerte. Por lo tanto, cada vez que comemos el pan y bebemos la copa, anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga. Esta verdad se nos presenta en los evangelios y en 1 Corintios, capítulo 11. También es cierto que Cristo murió “para que juntase en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos”; pero este aspecto de la verdad no se halla en los pasajes citados.
La cena del Señor pertenece a todos los creyentes, no tanto como miembros del cuerpo de Cristo (aunque lo son realmente y su unidad se expresa al celebrar la cena), sino como rescatados al precio del cuerpo y de la sangre del Señor. Por eso entra en inmediata consideración la responsabilidad individual. Somos llamados a celebrar la cena del Señor con amor y gratitud, en su memoria, en forma digna de él y de su muerte. Se dice con razón que muchos creyentes, pertenecientes a las diversas iglesias y denominaciones, participan de esta comida quizá con más fervor y, por consiguiente, con más bendición que muchos de sus hermanos instruidos en las verdades referentes a la unidad del cuerpo de Cristo. Una participación digna del Señor, depende, sobre todo, de la disposición del corazón y de la conciencia. Cada uno es responsable de la manera en que toma parte en esa comida. “El que come y bebe indignamente, come y bebe juicio para sí mismo”, pues es «reo respecto del cuerpo y de la sangre del Señor».
Tratándose de la cena del Señor, es necesario considerar la disposición y el estado del alma de los participantes. Por eso leemos: “Examínese a sí mismo cada uno” (para saber si está en condición de participar de este acto santo y solemne) “y así coma”. Esto era lo que los corintios habían olvidado; comieron y bebieron indignamente, y ni siquiera advirtieron el mal que estaba en medio de ellos. Por ello Dios los castigó severamente.
La cristiandad, en general, olvidó pronto el significado de la cena del Señor. De esta se ha hecho un sacramento, un medio de gracia, como lo llaman; la toman para recibir el perdón de los pecados, para fortalecerse en la fe, etc., conservando más o menos el pensamiento fundamental de que en el pan y en la copa tenemos representado al Salvador crucificado. La cena del Señor sigue, pues, celebrándose en casi todas las denominaciones o congregaciones cristianas. El Señor considera y juzga (o juzgará un día) a cada uno que participe en la cena del Señor, si lo hace con un corazón limpio o si participa indignamente.