Históricamente, el libro de Nehemías es el último vistazo que el Antiguo Testamento nos permite echar sobre el pueblo de Israel. Los acontecimientos que relata comienzan unos treinta años después de aquellos a que se refiere el libro de Ester y trece años después del retorno de Esdras. Sus enseñanzas son, pues, particularmente apropiadas para nosotros, los cristianos, “a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Corintios 10:11). ¡Pobre pueblo! Está “en gran mal y afrenta”, según el relato que hacen algunos viajeros (Nehemías 1:3). Pero Dios preparó a alguien que va a preocuparse por ese estado. ¡Es Nehemías! Ese hombre es sensible a los sufrimientos y a la humillación de los que habían escapado de la cautividad y permanecido en Jerusalén. Ante Jehová confiesa los pecados que son la causa de ello. Así lo había hecho Esdras (Esdras 9). Dios siempre escoge a los instrumentos de sus liberaciones de entre los que aman a su pueblo.
Pero dirijamos nuestras miradas a uno más grande que Nehemías. ¿Quién se preocupó por la desesperada condición de Israel y del hombre en general, si no el mismo Hijo de Dios? Él sondeó a fondo nuestro miserable estado, ese abismo de mal en el cual estábamos hundidos. Y él vino para arrancarnos de allí.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"