Doy gracias a Dios que hablo en lenguas más que todos vosotros; pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida.
(1 Corintios 14:18-19)
A menudo nos maravillamos al ver cómo y con qué poder la Palabra de Dios obra en el corazón: verdaderamente penetra como “una espada”. A veces una corta frase, o quizás unas pocas palabras, se apoderan del corazón, penetran profundamente en la conciencia y ocupan nuestro espíritu, de tal manera que claramente podemos reconocer que solo Dios es su autor. ¡Qué poder convincente, cuánta plenitud de entendimiento, cuánta fuerza de aplicación, qué revelación de lo que es nuestro corazón y nuestra naturaleza encontramos en estas páginas sagradas!
Siempre es precioso detenernos para meditar en ello, especialmente en estos días cuando el enemigo de Dios y del hombre intenta, de muchas maneras, hacer dudar de la Palabra divinamente “inspirada”.
A menudo dicho tema viene a nuestra mente cuando leemos 1 Corintios 14:19: “Pero en la iglesia”, dice el apóstol, “prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida”. ¡Cuán importante es que todos los que toman la palabra en las reuniones cristianas recuerden esto! En los primeros tiempos de la Iglesia, las lenguas tenían su importancia: servían de señal a los incrédulos, pero en la Iglesia (o Asamblea) eran inútiles, excepto si hubiera un intérprete. Cuando alguien toma la palabra en la asamblea, el propósito es edificar a los presentes; pero dicho objetivo solo se alcanza en la medida en que los oyentes entiendan lo que se dice. Es preciso hablar un lenguaje claro para ser entendido por todos, de otro modo no puede haber edificación. Por cierto, requiere toda la atención por parte de los hermanos que toman la palabra en público. Además, es bueno recordar que lo único que nos autoriza para enseñar en la asamblea es la certeza de haber recibido del Señor mismo lo que se dice. Aun cuando no fueran más que “cinco palabras”, digámoslas, y cuidémonos de no añadir ni una más.
La mayor falta de entendimiento se muestra cuando un hombre quiere hablar “diez mil palabras”, aunque Dios solo le ha dado cinco. Y, por desgracia, esto ocurre con mucha frecuencia. ¡Qué gracia resultaría si nos limitáramos a la medida que nos ha sido dada! Dicha medida puede ser reducida, escasa; pero no importa, seamos sencillos, fervientes y veraces. Un corazón humilde y piadoso es preferible a un «pico de oro», y Dios aprecia más un espíritu fervoroso que un lenguaje refinado. Donde existe un verdadero y sencillo deseo de edificar las almas, también se contará con la aprobación divina, y seguramente habrá frutos benditos en mayor abundancia que donde solo hay dones «brillantes». Por cierto, debemos procurar los dones mejores, pero sin dejar de lado “un camino aun más excelente” (1 Corintios 12:31), a saber, el amor, que siempre deja de lado lo suyo para buscar primeramente el bien de los demás. No es que demos poca importancia a los dones, sino que damos mayor importancia al amor.
Por último, la enseñanza y la predicación de la Palabra de Dios ganarían muchísimo observando este sencillo precepto: «No trate de buscar algo que decir porque quiere hablar, sino hable porque tiene algo que debe ser dicho». El hecho de que alguien esté preocupado solo por reunir suficiente material para hablar durante determinado tiempo, solo prueba una gran pobreza espiritual.
Semejantes cosas nunca deberían ocurrir. Todo el que enseña o predica la Palabra debe consagrarse diligentemente a su servicio, cultivando el don que ha recibido; debe esperar en Dios para ser dirigido, fortalecido y bendecido; es preciso que esté impregnado de un espíritu de oración y empapado de las Escrituras; de esta manera siempre estará dispuesto cuando el Maestro tenga a bien utilizarlo. Entonces sus palabras, sean cinco o diez mil, glorificarán a Cristo y serán de bendición para los que las escuchan.
VISTO Y LEÍDO
La impopularidad del Evangelio se debe a que proclama y denuncia la incapacidad y maldad del hombre. El ser humano no acepta una religión que lo mortifique.
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Para David era igual enfrentarse a un león, a un oso o al gigante filisteo; esto le era indiferente, porque sentía que era débil en presencia del uno como del otro, pero proseguía tranquilamente confiando en Dios: esto es fe.
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El culto, la alabanza a Dios, no se pueden improvisar. Es necesaria una dependencia diaria, y la comunión con Dios. Si hemos estado mezclados con el mundo durante la semana, no podremos adorar “en espíritu y en verdad”, sino que presentaremos “fuego extraño” delante del Señor (Números 26:61).
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Creencia y fe. Las «creencias» son una especie de aceptación de ciertas verdades, por medio de la inteligencia y el espíritu; pero las creencias no salvan: “La fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17).
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Hay mucho peligro en ocuparse de la Palabra prescindiendo del Espíritu Santo. Hablar de la Verdad sin tener comunión con Dios, aparta a las almas del Señor en lugar de alimentarlas.
Vida cristiana