Bosquejos proféticos (3)

El Señor mismo hablaba a menudo de su venida. En Lucas 12:35-36, dice: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguarden a su señor… para que cuando llegue y llame, le abran en seguida”. La actitud de un siervo que espera, por decirlo así, con la mano puesta en la puerta para abrirla, es la verdadera y real actitud de cualquiera que ama al Señor y cuyo corazón late por él durante su ausencia. ¿Es lo que olvidamos alguna vez? ¡Ay sí! Así como la aguja de la brújula se dirige instintivamente hacia el polo, la aspiración verdadera y normal del cristiano será siempre de verle faz a faz. Y aun si la aguja es agitada por un momento por la borrasca o la tempestad, o desviada temporalmente por influencias magnéticas, ella volverá en seguida a su posición normal. Así la venida de Cristo es el centro de atracción, el polo que gobierna y dirige el corazón y la vida del cristiano, el objeto y término de sus esperanzas más queridas. ¡Que sean nuestros corazones dirigidos siempre hacia su verdadero centro viviente!

En Juan 14 el Señor, a punto de dejar este mundo para ir al Padre, derrama un bálsamo de consuelo en el corazón de sus afligidos discípulos. “Vendré otra vez y os tomaré a mí mismo”, les dice. Resucitado y glorificado, se presenta a los suyos en el último capítulo del Apocalipsis, como la estrella resplandeciente de la mañana y acaba por estas palabras: “Ciertamente vengo en breve”.

En verdad, la venida del Señor, este acontecimiento de una tan grande importancia, sin precedentes en la historia del mundo, fuera de todo cálculo de los hombres de ciencia, este acontecimiento es la brillante esperanza colocada delante de la Iglesia de Dios. El Señor dice delante de la tumba de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25-26). Es él, en su propia persona, las primicias de la cosecha (1 Corintios 15:20, 23). La potencia de una vida de resurrección ha sido ya desplegada en Cristo. Él es la resurrección y la vida. No falta más que una cosa; es que Él, el vencedor de la muerte y el sepulcro, aparezca de nuevo sobre la escena, para que esta potencia victoriosa de vida se aplique, no como hoy en las almas de los suyos, sino a sus cuerpos, cuando los creyentes serán resucitados y transmutados en un instante y revestidos de cuerpos semejantes al suyo. No hay, en cuanto a este hecho, ni error, ni incertidumbres posibles; la Escritura es tan clara como precisa a este respecto.

Cristo es ya nuestra vida y, cuando venga, entraremos, en cuanto a nuestros cuerpos también, en la plena participación de esta vida.

Las Escrituras emplean cuatro expresiones en relación con este acontecimiento: la venida, el aparecimiento, la manifestación y la revelación. Su venida por los santos es una cuestión de pura gracia, en relación con los privilegios que nos pertenecen como cristianos.

Es verdad que la Iglesia ha perdido, durante los siglos, esta esperanza y su carácter celeste; pero nosotros que hemos recobrado esta preciosa verdad, por mediación de fieles siervos de Dios, muchos de los cuales han entrado en el reposo, ¡cómo no debiéramos apreciar tal tesoro! ¡Qué poder práctico esta esperanza actual de la venida del Señor no debería tener para transformar nuestra vida y nuestra marcha, para dirigir nuestra conducta en la Iglesia y delante del mundo!

Su aparecimiento nos presenta el lado solemne de su venida en relación con nuestra responsabilidad, la cuales de servirle y de ser sus testigos aquí abajo. A su aparecimiento se liga, pensamos, nuestra manifestación delante del Tribunal de Cristo (2 Corintios 5:10). Es entonces que cada uno recibiremos “según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o malo”. Es allí donde será asignado a cada uno su sitio en el reino. Es allí que cada acto de servicio o de testimonio será estimado por el Señor en su valor real. Es por lo que el apóstol podía hablar en su última epístola (2 Timoteo 4:8), de la corona de justicia, “la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día (el día de la manifestación), y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida (esto es, su aparición)”. Tal es el aspecto de la venida del Señor que encontramos generalmente en las epístolas a Timoteo y a Tito, pues ellas nos instruyen sobre la conducta de sus siervos en la casa de Dios sobre la tierra y no sobre los privilegios pertenecientes a la Iglesia, como cuerpo de Cristo.

Es de notar que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento acaban con la venida de Cristo. En Malaquías, es el sol de justicia que va a salir y en sus alas traerá la salvación, para hacer brillar el día de bendición sobre la tierra y restaurar, en su país, al pueblo de Israel como centro del gobierno de Dios. El Apocalipsis (la Revelación) acaba por “la estrella resplandeciente de la mañana” que es la esperanza celeste del cristiano durante la noche de la ausencia de Cristo y su rechazamiento por el mundo. Esperamos la estrella de la mañana, como el residuo piadoso de Israel esperará el sol de justicia, y el apóstol Pedro nos dice que esta estrella ya brilla en el corazón del creyente (2 Pedro 1:19).

Aunque las Escrituras no nos autorizan nunca a fijar una fecha para la venida del Señor, es importante que procuremos discernir el carácter de los tiempos en que vivimos. Primeramente debemos precavernos contra la tendencia a suponer que nuestro tiempo es peor y más lleno de acontecimientos notables que ninguno de los periodos que le han precedido. Cuando el Imperio Romano, antes muy poderoso, se resquebrajaba bajo los golpes repetidos de los bárbaros, los primeros cristianos consideraban estos acontecimientos como la destrucción completa de todo lo que subsistía entonces, y rogaban a Dios de mantener el imperio, que ellos consideraban como una barrera al desarrollo final del misterio de iniquidad (2 Tesalonicenses 2:6-8). Sin embargo, si comparamos el tiempo presente con aquellos que le han precedido, constatamos, paralelamente, a una inmensa difusión de la instrucción entre las masas, mucho menos de sencillez y mucho más de agitación general la indiferencia y la irreligiosidad han aumentado en el espíritu de los hombres, la autoridad de las Escrituras es abandonada y la incredulidad es su consecuencia. De su lado la cristiandad profesante abandona la luz y la verdad para volver, de una parte, a ineptas supersticiones y, de otra parte, a la semi idolatría que, para retener las almas, apela a los sentidos y a todas las pompas exteriores de su culto. “La noche está avanzada y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día honestamente” (Romanos 13:12). “Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran. Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:13-14).