No nos será nunca posible “usar (o dividir) bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15), sin tener algún conocimiento de lo que a veces llamamos la «verdad dispensacional», es decir el conocimiento de los caminos de Dios para con los hombres en los diversos periodos o dispensaciones llamadas «las economías». Si, por ejemplo, aplicamos a la Iglesia los pasajes de los profetas que nos hablan de los caminos pasados o futuros de Dios para con Israel, produciremos una confusión deplorable interpretando en falso una gran parte de los escritos del Antiguo Testamento. Es suficiente, para constatar esta confusión, poner la mirada sobre los encabezamientos de los capítulos de nuestras antiguas versiones de la Biblia, los cuales aplican corrientemente a la Iglesia lo que los profetas aplican a Israel.
En segundo lugar, es bueno no perder nunca de vista que, en el estudio de la profecía, como de toda otra parte de la Palabra, necesitamos ser conducidos e instruidos por el Espíritu Santo. Solo él puede abrirnos y explicamos las Escrituras, para la gloria de Dios y de nuestra propia bendición. Estas palabras: “Y serán todos enseñados por Dios” (Juan 6:45), son un principio verdadero en todo tiempo, y solo es así que seremos preservados de las especulaciones y de las imaginaciones del espíritu humano, en las cuales precisamente los hombres instruidos caen tan a menudo.
La profecía, y de hecho toda la Escritura, tiene por centro la persona de Cristo. Es hacia él que convergen todas las vías y todos los consejos de Dios. Dios se ha propuesto reunir todas las cosas en Cristo, las cosas que están en los cielos, como las que están en la tierra (Efesios 1:10). El apóstol Pedro nos dice que ninguna profecía de la Escritura es de particular interpretación (2 Pedro 1:20), es decir; que ella no puede estar aislada de todo el conjunto de los pensamientos y consejos de Dios, cuyo objeto final es el de exaltar a Cristo, coronarle de gloria y honra y establecerlo sobre las obras de sus manos.
Además, por la gracia divina, la profecía instruye anticipadamente al cristiano, cuyo corazón debe responder a todo lo que glorifica a Cristo, en cuanto a la maravillosa serie de acontecimientos que prepararán el establecimiento de su reino. Como Hijo del Hombre, reinará sobre el mundo, hasta el día en que todo enemigo siendo destruido y su reino mediatorio acabado, remitirá voluntariamente el reino a su Padre, a fin de que Dios sea el todo en todos.
En fin, el estudio de las verdades proféticas, tan a menudo descuidado, aun por personas de seriedad, es de gran importancia, porque nos muestra lo que es el mundo y cuál será el final. Debería pues contribuir a apartar a todo cristiano del espíritu y de los principios del siglo presente, que camina rápidamente hacia el juicio final.
Que Dios nos dé la luz y la enseñanza del Espíritu Santo con respecto a su Palabra, para hacérnosla apreciar en todo su valor, de suerte que aprovechamos tanto de sus partes proféticas como de las demás verdades que se dirigen más directamente a nuestras circunstancias.
La economía actual de la gracia la cual viene durando más de 1.900 años, puede acabar de un momento a otro, pero sin que podamos fijar la fecha porque, para esta economía, la Escritura no le fija nunca ninguna. Habiendo ya expuesto en otro lugar más extensamente, la enseñanza de la Palabra sobre la venida del Señor, vamos a recapitularla brevemente.
El Señor viene primero por los suyos; más tarde, en potencia y en gloria, con los suyos. Cierto intervalo existe entre estos dos acontecimientos. Cuando él vendrá por los suyos, no será visto del mundo. No vendrá en esta ocasión sobre la tierra, sino en el aire.
Cuando aparecerá con sus santos, todo ojo le verá, y todas las tribus de la tierra lamentarán a causa de él (Apocalipsis 1:7), pues vendrá en juicio. Es en este día que sus pies se afirmarán sobre el monte de los olivos (Zacarías 14:4).
Jamás comprenderemos bien la profecía, si no vemos que la economía actual, la de la Iglesia, es un paréntesis distinto que interrumpe los caminos de Dios para con Israel como nación. Este pueblo ha ocupado y ocupará todavía un sitio muy especial en los caminos de Dios. Jehová había dado promesas a los padres, a Abraham, Isaac y Jacob y las ha cumplido con sus hijos. Había transportado de Egipto una vid y la había plantado en el país de Canaán (Salmo 80:8); esperaba que diese uvas, y dio uvas silvestres (Isaías 5:2). Al tiempo señalado, Cristo vino, la verdadera vid, el verdadero mesías, el verdadero Rey de Israel.
A lo suyo vino, y los suyos, su pueblo, no le recibieron (Juan 1:11). Aun más, le echaron fuera de la viña y lo mataron. Ni se contentaron con esto, sino, cuando el Espíritu Santo fue enviado en su lugar, le resistieron e hicieron como sus padres. Lo enviaron, por decirlo así, a declarar a Jesús, con Esteban: “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:14).
Pero esta hostilidad no ha agotado en manera alguna los recursos de Dios; ha introducido una cosa mucho más elevada que todas las bendiciones que Israel gozaba como pueblo en el país de Canaán. Esta cosa toda nueva es la Iglesia de Dios, la reunión, fuera de todas las naciones, de un pueblo en el cual el llamamiento y la esperanza no son terrestres, como en Israel, sino esencialmente y exclusivamente celestes. Cristo, la cabeza, habiendo tomado su lugar, en el cielo, el Espíritu Santo descendió el día de pentecostés y formó sobre la tierra un cuerpo, compuesto de miembros unidos por el Espíritu a este jefe glorioso en el cielo.
Es pues evidente que después del rechazamiento de Cristo, Dios ha roto por un tiempo sus relaciones con Israel como nación, como está escrito: “Ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles” (Romanos 11:25). Es por esto que la Iglesia de Dios sobre la tierra empieza en pentecostés y acaba a la venida del Señor. Como hemos ya señalado, la Iglesia forma un paréntesis en las vías de Dios para con Israel, como nación. Cuando este paréntesis será cerrado por la venida del Señor, Dios se ocupará de nuevo de su antiguo pueblo. Entonces todo Israel, no de individuos solitarios como hoy, pero el pueblo como nación, el residuo de Israel por entero, será salvado (Romanos 11:26). Notemos que, si el periodo actual es considerado como un paréntesis, muchos pasajes de la Escritura, de otro modo incomprensibles, son comprendidos muy claramente. Por ejemplo, el de Mateo 10:25: “No acabaréis de recorrer: todas las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre”. La predicación del reino de Cristo en vista del cual los discípulos habían sido enviados por el Señor, será continuada por el residuo piadoso de Israel, en los días que seguirán a la venida del Señor para cerrar el periodo actual arrebatando a sus santos para estar con él en el cielo. También leemos en Mateo 24:34: “De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca”. La misma raza que antes rechazó a Jesús como su mesías, volverá a encontrarse al fin de los tiempos caracterizada por la misma incredulidad.