Cualquier disputa entre hijos de Dios revela, sin lugar a dudas, que la voluntad de cada uno no ha sido quebrantada. Además el Señor nos enseña que esto es un obstáculo para que nuestras oraciones sean oídas (Marcos 11:25). Pueden ser dos las razones por las que no recibimos una contestación. La primera es que no pedimos, pues, “todo aquel que pide, recibe” (Mateo 7:8). La segunda es que pedimos mal. Aquí no se refiere a la forma torpe de nuestros ruegos (de todos modos, “qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos” – Romanos 8:26), sino de la finalidad. ¿Oramos para la gloria del Señor o para satisfacer nuestra codicia? Estos dos principios no pueden conciliarse.
Amar al mundo es traicionar la causa de Dios, porque el mundo le declaró la guerra al crucificar a su Hijo; la neutralidad no es posible (Mateo 12:30).
La envidia y la codicia son los dos imanes con los que el mundo nos atrae. Pero Dios da infinitamente más de lo que el mundo puede ofrecer: una gracia más grande (v. 6; Mateo 13:12). De ella goza quien ha aprendido del Salvador a ser “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Pero, para experimentar las virtudes de la gracia, es necesario primeramente haber sentido sus propias miserias (v. 8-9; comp. Joel 2:12-13).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"