Hasta que no hubiera sido hecho “más sublime que los cielos”, Jesús no podía ser nuestro sumo Sacerdote. Para poder representarnos ante Dios era necesario que primeramente se ofreciera a sí mismo por nosotros. Ante todo, necesitábamos un Redentor. Pero ahora, el Salvador de nuestras almas también es el que nos salva por completo, es decir, quien se encarga de nosotros hasta nuestra entrada en la gloria. Y, como vive para siempre, tenemos la seguridad de que en ningún momento nos faltará. A la verdad, tal sumo sacerdote nos convenía. Su perfección moral, expresada de muchas maneras, y su posición gloriosa ante Dios nos llevan a exclamar: “Mira, oh Dios… Y pon los ojos en el rostro de tu ungido” (Salmo 84:9).
Pronto no necesitaremos más su intercesión. Ésta terminará cuando todos los redimidos hayan acabado su peregrinaje. ¿Por qué, entonces, se repite: “Tú eres sacerdote para siempre”? (cap. 5:6; 6:20; 7:17, 21). Porque el sacerdote también es el que conduce la alabanza, ese servicio eterno que nuestro amado Salvador no será más el único en cumplir. Lo realizará juntamente con los que haya salvado enteramente, quienes serán para siempre sus compañeros en la gloria (cap. 2:12).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"