El capítulo 2 ya mencionaba a los malos profetas. ¿Cómo se los distinguía? Procuraban hacer callar a los verdaderos siervos de Dios tales como Miqueas e Isaías. Adaptaban sus discursos a las codicias del pueblo para ganar su favor (comp. Romanos 16:18). Halagaban las pasiones de sus oyentes (cap. 2:11) y adormecían las almas en una falsa confianza. Para colmo, además de la popularidad, sacaban dinero de ello (v. 11). Tenían una insaciable avidez y sus mentiras se vendían muy caro (v. 5; Isaías 56:11; Jeremías 6:13). Pero su tarea era tanto más fácil que el mundo, –de manera general y para cubrir sus malos hechos– solo pide que se amontonen “maestros conforme a sus propias concupiscencias” (2 Timoteo 4:3). Veamos al rey Acab, ya tristemente citado en el comentario anterior: 400 profetas le engañaban para consentir su deseo; los escuchaba… mientras echaba en la cárcel a otro Miqueas, el único en decirle la verdad (1 Reyes 22; 2 Crónicas 18).
El siervo de Dios está “lleno de poder del Espíritu de Jehová” (estado que debería caracterizarnos a todos: v. 8; Efesios 5:18 fin). Advierte a los responsables del pueblo: los jefes y capitanes. Jeremías 26:17-19, citado en nuestro versículo 12, nos refiere cuál fue el saludable efecto de esta profecía.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"