La profecía de Oseas, contemporáneo de Isaías, nos retrotrae a los tiempos del segundo libro de los Reyes, antes de las deportaciones. Se dirige principalmente a las diez tribus (a menudo llamadas con el nombre de Efraín, su caudillo), las cuales se hundieron en la idolatría más pronto que Judá. Israel, contaminado por sus ídolos, infiel al pacto con su Dios, es representado por la mujer impura, y el profeta es invitado a tomarla como esposa. El mismo nombre de sus hijos significa la condenación (comp. Isaías 8:1-4; precisemos que los verbos “prostituirse” o “cometer fornicación” en estos capítulos significan abandonar a Dios y apegarse a los ídolos). Israel mismo rompió las relaciones con Jehová. No obstante, el versículo 10, citado por Pablo en su epístola a los Romanos, nos enseña que la transgresión de Israel tuvo una inesperada y maravillosa consecuencia: los creyentes “no solo de los judíos, sino también de los gentiles” se llaman, de ahí en adelante, “hijos del Dios viviente” (Romanos 9:24-26). Ese Dios viviente llega a ser un Padre. A la sentencia “Lo-ami”, pronunciada sobre el Israel culpable, le sigue el llamamiento de un pueblo celestial, una familia que goza con su Dios y Padre de una relación indisoluble que aun nuestros pecados no pueden menoscabar (1 Pedro 2:10).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"